sábado, 29 de julio de 2023

DEBATE


El parlamentarismo no evita la erosión de la democracia
Sergio Berensztein

En el tradicional debate entre el presidencialismo y el parlamentarismo, que acompañó las últimas olas de democratización y que tanto influyó sobre todo en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, parecía innegable que el segundo estaba mejor preparado para procesar conflictos, ordenar prioridades y encontrar soluciones a problemas complejos en función de consensos o “compromisos democráticos”, gracias a los cuales era posible fomentar una cultura institucional formal e informal que, se suponía, constituía el cemento que afianzaba los procesos de consolidación del nuevo orden constitucional luego de traumáticas experiencias autoritarias.
En los últimos años hemos podido comprobar que, como siempre, la realidad es mucho más compleja de lo que las teorías o los modelos presumen. En el contexto de un mundo en el que se multiplican y superponen conflictos de distintas dimensiones (de seguridad, territoriales, económicos, políticos, sociales, culturales e identitarios), tanto los regímenes presidencialistas como los parlamentarios muestran enormes dificultades para evitar el debilitamiento de la calidad democrática. Es que pocas veces la agenda internacional estuvo tan sobresaturada. Por un lado, los desequilibrios económicos. El panorama luce algo más alentador de lo que señalaban hasta hace poco los principales analistas del mercado: el mundo no estaría yendo hacia una recesión como la consecuencia más dura del fenómeno inflacionario, sino hacia una desaceleración, incluidas las economías más pujantes como la china. Habrá que ver el impacto de la suba de tasas tanto en el endeudamiento público como en el privado (no olvidar la caída de bancos regionales en Estados Unidos) y, sobre todo, el avance y los efectos del desacople de las dos principales economías del planeta. Larry Summers, una de las voces más influyentes de EE.UU., criticó de manera durísima a la Bidenomics, por renacionalizar (desglobalizar) y aislar la economía, profundizando así el camino iniciado por su predecesor Donald Trump.
A esto se suman el escepticismo y la parálisis frente a las consecuencias del cambio climático en el contexto de temperaturas récord en todo el hemisferio norte con imágenes inéditas que son apenas un simple adelanto de las catástrofes que nos esperan. Más el conflicto militar en Ucrania y sus derivaciones, no solo en términos de gasto (solo EE.UU. lleva gastados 43 billones de dólares, cifra insuficiente para que Kiev pueda montar una contraofensiva eficaz), sino en especial por la crisis alimentaria que generará en el mundo en desarrollo la estrategia rusa de discontinuar el acuerdo cerealero y dañar la infraestructura portuaria, tanto en el Mar Negro como en el Danubio. Si a esto se agrega la crisis migratoria, sucesos como la quema del Corán (o de la Torá) para alimentar el fanatismo y el odio religioso y racial, episodios de violencia institucional (como vimos recientemente en Francia y de manera recurrente en EE.UU.), estamos frente a un escenario en que el volumen de problemas sobrepasa la capacidad de los sistemas políticos, sean presidencialistas o parlamentarios, de procesarlos de forma eficiente.
El círculo vicioso queda activado: el malestar social produce la emergencia de líderes radicalizados y se acelera un deslizamiento hacia formas de poder con sesgos autoritarios y un deterioro en la calidad institucional. Tradicionalmente, veíamos en democracias emergentes en América Latina y África una tendencia a la concentración de autoridad en el Poder Ejecutivo, con hiperpresidencialistas que pretendían obturar los mecanismos de participación y control típicos del juego republicano-democrático, derivando en formas hegemónicas de poder. La Argentina es uno de los ejemplos más obvios de estos excesos, pero dista de ser el único o el más complicado en términos de gobernabilidad: tenemos los casos de Bolivia, Nicaragua –que entró hace tiempo en el autoritarismo extremo– y los por ahora híbridos El Salvador, con Nayib Bukele, y Honduras, con Xiomara Castro.
Contradictoria y paralelamente, convivimos con presidentes que, a pesar del poder formal que en teoría los caracterizan y definen sus atributos como gobernantes, sufren procesos de debilitamiento extremo y quedan por eso parcial o totalmente al margen del proceso de toma decisiones, al punto de que sus liderazgos son entre ignorados y ridiculizados por el conjunto de sus sociedades. En esta categoría se destacan Gabriel Boric en Chile y Alberto Fernández en la Argentina. Curiosamente, lo que en el pasado podría derivar en crisis de gobernabilidad y episodios de inestabilidad institucional, en la actualidad parece posible canalizarse con mecanismos ad hoc que evitan que escale el vacío de poder y autoridad presidencial, disparando problemas severos de desorden público. ¿Implica esto que los presidencialismos pueden ser más flexibles y adaptativos de lo que suponíamos?
Por otro lado, somos testigos de que los sistemas parlamentarios no solo no evitan esas tensiones, sino que incluso pueden potenciarlas, generando una enorme erosión institucional y hasta un riesgo de “apagón” democrático. Hasta ahora dábamos por supuesto que tenían mayor facilidad para moderar las conductas más extremas y facilitar consensos básicos. La evidencia reciente apunta a lo contrario: observamos episodios de polarización extrema e intentos de cambiar unilateralmente las reglas de juego y abusar de mayorías circunstanciales para avanzar con agendas controversiales y hasta minoritarias o caprichosas, es decir, lo que asumíamos como características de los sistemas presidencialistas. En ese sentido, vale la pena subrayar los casos de Turquía (aunque la última elección, algo más pareja de lo esperado, parece haber moderado los planes de Erdogan e incluso impulsado un giro algo más prooccidental), de la Hungría de Viktor Orban y, sobre todo, de Polonia, clave en el nuevo mapa geopolítico, liderada por el ultraconservador Andrzej Duda.
Pero es en Israel donde las “ventajas relativas” del parlamentarismo quedan más duramente cuestionadas. Si bien es un exceso afirmar que “la democracia en ese país está en peligro”, como indican algunos observadores, es cierto que un Benjamín Netanyahu acorralado judicialmente por causas de corrupción y aliado con grupos de fanáticos religiosos trata de reformular las atribuciones del Poder Judicial, incluida la Corte Suprema. Cualquier similitud con la Argentina de Cristina o el Ecuador de Correa no es pura coincidencia: los parecidos superan cualquier diferencia en términos de la organización del sistema político.
¿Querrá decir esto que el tipo de régimen no hace la diferencia y que debemos analizar otros factores concomitantes, como la ideología, la fragmentación de los partidos, la cuestión identitaria/religiosa y los liderazgos inescrupulosos? ¿Serán la cultura democrática y el predominio de valores y principios de moderación y sensatez más importantes de lo que pensábamos? En 2024 se cumplen 30 años de la última reforma constitucional. Tal vez sea una buena ocasión para reflexionar sobre estas cuestiones y focalizar en una agenda de reformas políticas que apunten a aquellos mecanismos que puedan generar un verdadero impacto positivo, en vez de perdernos en debates maximalistas con supuestos cuestionados por la realidad.

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