Redes sociales: un riesgo de esclavitud mental amenaza al ser humano
Desde hace años prospera una epidemia peligrosa: la “nomofobia”, o el miedo irracional que experimenta una persona cuando no puede usar su smartphone
Carlos A. Mutto Especialista en inteligencia económica y periodista
Hasta el siglo XVII, los 600 millones de seres humanos que poblaban la Tierra pasaban la mayor parte del día en silencio. Solo hablaban en forma excepcional. No escuchaban música ni cantaban. Desde luego, no había diarios, radio, televisión, internet ni redes sociales. La actividad diaria se dividía en trabajar, comer y dormir, y tampoco tenían diversiones, salvo durante algunas fiestas paganas toleradas por la religión.
La vida intelectual no era demasiado intensa porque la oferta no era muy pródiga y no había gran cosa en que pensar, sencillamente porque no tenían instrucción elemental y en la adultez carecían de estímulos. La gente, por lo demás, no era interrumpida cada 20 segundos por los mensajes de X (ex-Twitter), Facebook, TikTok o videos YouTube.
Algo empezó a cambiar con la invención de la imprenta y se acrecentó cuando la Ilustración abrió las puertas del conocimiento.
Actualmente, en cambio, el hombre vive sumergido en un torbellino de solicitaciones cognitivas y no le alcanza el tiempo para satisfacer la necesidad obsesiva de ocupar su tiempo libre. No se autoriza ningún paréntesis de reposo, a riesgo de poner en peligro su equilibrio psíquico por su prolongada exposición a los medios electrónicos. Desde hace varios años, en el mundo prospera una epidemia menos letal que el Covid-19, pero igualmente peligrosa para la salud mental: aunque no se trata de una patología oficialmente reconocida por la medicina, las publicaciones académicas utilizan el término “nomofobia” para describir el miedo irracional que experimenta un ser humano cuando no puede usar su smartphone. Se trata de una adicción fuerte –tan peligrosa como una droga– que constriñe a los seres humanos a dedicar 4 horas y 48 minutos por día a consultar su teléfono. En Estados Unidos, esa dependencia irresistible dio origen al neologismo fomo (fear of missing out), que designa el miedo de perder el menor detalle del enorme caudal de microacontecimientos que circulan por los reels de las redes sociales. Cualquier persona –por voraz, rápida e inteligente que sea– necesitaría miles de años para asimilar el volumen sideral de información y data que circula por internet, estimado en 120 zettabytes anuales, según Statista.
El vicio, si se puede denominar de esa manera, presenta aristas que solo podrían encontrar explicación en un diván porque no se trata solo de la pérdida del tiempo útil consagrado a esa actividad, sino que arrastra una serie de otros trastornos obsesivos compulsivos (TOC). En las 4,48 horas diarias que dedica a navegar por la red, cada usuario mira su teléfono 210 veces y lo toca, en promedio, otras 2617 veces para scrollear y manipular el aparato, según un estudio realizado con la aplicación DScout entre 94 voluntarios. En los casos de patología elevada, esa cifra puede llegar a 5427 interacciones por día.
Un cambio comportamental de esa índole no es anodino. En un cuarto de siglo, sin saberlo, el hombre destruyó el avance logrado a través de su evolución para acumular la capacidad y la complejidad estructural que demanda el cerebro para desarrollar el pensamiento abstracto, la planificación a largo plazo, el lenguaje complejo y otras habilidades cognitivas avanzadas. Desde el período primitivo del Australopithecus afarensis, una especie conocida gracias al famoso fósil Lucy, el hombre necesitó 3000 millones años para que su cráneo se dilatara a fin de permitir la expansión del cerebro, cuyo volumen se triplicó hasta pasar de 400 a 1400 cm³ (de 400 a 1400 gramos).
Ese aumento es lo que posibilitó que, cuando la trayectoria del hombre se cruzó con el teléfono inteligente y el auge de las redes sociales, tuviera las condiciones morfológicas necesarias para protagonizar uno de los acontecimientos antropológicos más importantes de la historia. Jamás la humanidad dispuso de tanta información y tanto tiempo libre para aumentar sus conocimientos y su placer. En el siglo XIX, David Ricardo y Karl Marx confiaban en que la ciencia y la tecnología liberarían a la humanidad. Pero ese sueño se está transformando en una realidad. “El teléfono y las redes sociales –advierte Yochai Benkler, coautor de Network Propaganda– pueden arrastrar al hombre a un estado de esclavitud cerebral”.
El cerebro es la pieza clave que reacciona cuando recibe un estímulo emocional externo, la que adopta decisiones de consumo en apariencia triviales, multiplica las cadenas de likes, siembra leyendas, fecunda ídolos de barro y teorías complotistas, legitima fake news, respalda o repudia políticas autoritarias, y gravita en todo referendo o elección presidencial.
Dedicar casi 5 horas diarias a scrollear reviste, entonces, una dimensión política y social crucial. Cuando dirigía la mayor cadena privada de televisión francesa (TF1), Patrick Le Lay confesó la importancia comercial que tenía monopolizar la atención del público con juegos y diversiones: “Para que un mensaje publicitario sea efectivo, es preciso que el cerebro del espectador esté disponible”. El consumidor de televisión tardó mucho tiempo en descubrir que del otro lado de la pantalla su “tiempo de cerebro disponible” se contabilizaba en dólares por segundo. Es precisamente en este punto donde comienza a tener sentido el proverbio anónimo que conocen los especialistas de marketing: “If it’s free, you’re the product” (si un servicio es gratuito es porque el producto eres tú). Más concretamente, el producto es el cerebro.
El mismo mecanismo se aplica –aunque en forma exponencial– a las redes sociales. Cada segundo visionado produce un dividendo que se puede calcular en dinero, rédito político o influencia ideológica. En las batallas electorales emblemáticas de los últimos años, como el Brexit o la elección de Donald Trump en 2016, los artífices de la campaña apelaron masivamente a algoritmos que utilizaban perfiles psicométricos y técnicas de microtargeting, capaces de crear entre 50.000 y 60.000 versiones de un mismo mensaje político para adaptarlo a la ideología, al medio social e incluso a la preferencia sexual de cada usuario. Con ese sistema, los candidatos podían virtualmente susurrar al oído de cada elector. Esa técnica, experimentada con siete millones de votantes irresolutos, “obtuvo un porcentaje de ‘conversión’ muy superior a la de los típicos anuncios online”, admitió Christopher Wylie, experto de la empresa Cambridge Analytica que aportó la data en la campaña por el voto Leave en el referéndum del Brexit.
La guerra por el control de las mentes “no tiene nada de irracional: se nutre de la ira de las clases populares, fundada en motivos económicos y sociales reales, y de una poderosa maquinaria de comunicación, concebida con fines comerciales, pero que se transformó en el instrumento de combate de quienes aspiran a multiplicar el caos”, explicó Georges Osborne, excanciller del Tesoro de David Cameron, en su libro The Age of Unreason (La era de la irracionalidad).
Pero ese sistema solo puede prosperar por la falta de una educación apropiada, así como la ausencia de buenos mecanismos de defensa para inmunizarse contra la epidemia de “nomofobia” y protegerse del carácter nocivo que vehiculizan las redes sociales. Enseñar a pensar –algo que pocos sistemas educativos contemplan– completaría el tríptico indispensable para no transformarse en víctima de “los ingenieros del caos”, según la certera definición acuñada por el ensayista franc
Desde el período primitivo del Australopithecus afarensis, una especie conocida gracias al famoso fósil Lucy, el hombre necesitó 3000 millones de años para que su cráneo se dilatara
Hasta el siglo XVII, los 600 millones de seres humanos que poblaban la Tierra pasaban la mayor parte del día en silencio. Solo hablaban en forma excepcional. No escuchaban música ni cantaban. Desde luego, no había diarios, radio, televisión, internet ni redes sociales. La actividad diaria se dividía en trabajar, comer y dormir, y tampoco tenían diversiones, salvo durante algunas fiestas paganas toleradas por la religión.
La vida intelectual no era demasiado intensa porque la oferta no era muy pródiga y no había gran cosa en que pensar, sencillamente porque no tenían instrucción elemental y en la adultez carecían de estímulos. La gente, por lo demás, no era interrumpida cada 20 segundos por los mensajes de X (ex-Twitter), Facebook, TikTok o videos YouTube.
Algo empezó a cambiar con la invención de la imprenta y se acrecentó cuando la Ilustración abrió las puertas del conocimiento.
Actualmente, en cambio, el hombre vive sumergido en un torbellino de solicitaciones cognitivas y no le alcanza el tiempo para satisfacer la necesidad obsesiva de ocupar su tiempo libre. No se autoriza ningún paréntesis de reposo, a riesgo de poner en peligro su equilibrio psíquico por su prolongada exposición a los medios electrónicos. Desde hace varios años, en el mundo prospera una epidemia menos letal que el Covid-19, pero igualmente peligrosa para la salud mental: aunque no se trata de una patología oficialmente reconocida por la medicina, las publicaciones académicas utilizan el término “nomofobia” para describir el miedo irracional que experimenta un ser humano cuando no puede usar su smartphone. Se trata de una adicción fuerte –tan peligrosa como una droga– que constriñe a los seres humanos a dedicar 4 horas y 48 minutos por día a consultar su teléfono. En Estados Unidos, esa dependencia irresistible dio origen al neologismo fomo (fear of missing out), que designa el miedo de perder el menor detalle del enorme caudal de microacontecimientos que circulan por los reels de las redes sociales. Cualquier persona –por voraz, rápida e inteligente que sea– necesitaría miles de años para asimilar el volumen sideral de información y data que circula por internet, estimado en 120 zettabytes anuales, según Statista.
El vicio, si se puede denominar de esa manera, presenta aristas que solo podrían encontrar explicación en un diván porque no se trata solo de la pérdida del tiempo útil consagrado a esa actividad, sino que arrastra una serie de otros trastornos obsesivos compulsivos (TOC). En las 4,48 horas diarias que dedica a navegar por la red, cada usuario mira su teléfono 210 veces y lo toca, en promedio, otras 2617 veces para scrollear y manipular el aparato, según un estudio realizado con la aplicación DScout entre 94 voluntarios. En los casos de patología elevada, esa cifra puede llegar a 5427 interacciones por día.
Un cambio comportamental de esa índole no es anodino. En un cuarto de siglo, sin saberlo, el hombre destruyó el avance logrado a través de su evolución para acumular la capacidad y la complejidad estructural que demanda el cerebro para desarrollar el pensamiento abstracto, la planificación a largo plazo, el lenguaje complejo y otras habilidades cognitivas avanzadas. Desde el período primitivo del Australopithecus afarensis, una especie conocida gracias al famoso fósil Lucy, el hombre necesitó 3000 millones años para que su cráneo se dilatara a fin de permitir la expansión del cerebro, cuyo volumen se triplicó hasta pasar de 400 a 1400 cm³ (de 400 a 1400 gramos).
Ese aumento es lo que posibilitó que, cuando la trayectoria del hombre se cruzó con el teléfono inteligente y el auge de las redes sociales, tuviera las condiciones morfológicas necesarias para protagonizar uno de los acontecimientos antropológicos más importantes de la historia. Jamás la humanidad dispuso de tanta información y tanto tiempo libre para aumentar sus conocimientos y su placer. En el siglo XIX, David Ricardo y Karl Marx confiaban en que la ciencia y la tecnología liberarían a la humanidad. Pero ese sueño se está transformando en una realidad. “El teléfono y las redes sociales –advierte Yochai Benkler, coautor de Network Propaganda– pueden arrastrar al hombre a un estado de esclavitud cerebral”.
El cerebro es la pieza clave que reacciona cuando recibe un estímulo emocional externo, la que adopta decisiones de consumo en apariencia triviales, multiplica las cadenas de likes, siembra leyendas, fecunda ídolos de barro y teorías complotistas, legitima fake news, respalda o repudia políticas autoritarias, y gravita en todo referendo o elección presidencial.
Dedicar casi 5 horas diarias a scrollear reviste, entonces, una dimensión política y social crucial. Cuando dirigía la mayor cadena privada de televisión francesa (TF1), Patrick Le Lay confesó la importancia comercial que tenía monopolizar la atención del público con juegos y diversiones: “Para que un mensaje publicitario sea efectivo, es preciso que el cerebro del espectador esté disponible”. El consumidor de televisión tardó mucho tiempo en descubrir que del otro lado de la pantalla su “tiempo de cerebro disponible” se contabilizaba en dólares por segundo. Es precisamente en este punto donde comienza a tener sentido el proverbio anónimo que conocen los especialistas de marketing: “If it’s free, you’re the product” (si un servicio es gratuito es porque el producto eres tú). Más concretamente, el producto es el cerebro.
El mismo mecanismo se aplica –aunque en forma exponencial– a las redes sociales. Cada segundo visionado produce un dividendo que se puede calcular en dinero, rédito político o influencia ideológica. En las batallas electorales emblemáticas de los últimos años, como el Brexit o la elección de Donald Trump en 2016, los artífices de la campaña apelaron masivamente a algoritmos que utilizaban perfiles psicométricos y técnicas de microtargeting, capaces de crear entre 50.000 y 60.000 versiones de un mismo mensaje político para adaptarlo a la ideología, al medio social e incluso a la preferencia sexual de cada usuario. Con ese sistema, los candidatos podían virtualmente susurrar al oído de cada elector. Esa técnica, experimentada con siete millones de votantes irresolutos, “obtuvo un porcentaje de ‘conversión’ muy superior a la de los típicos anuncios online”, admitió Christopher Wylie, experto de la empresa Cambridge Analytica que aportó la data en la campaña por el voto Leave en el referéndum del Brexit.
La guerra por el control de las mentes “no tiene nada de irracional: se nutre de la ira de las clases populares, fundada en motivos económicos y sociales reales, y de una poderosa maquinaria de comunicación, concebida con fines comerciales, pero que se transformó en el instrumento de combate de quienes aspiran a multiplicar el caos”, explicó Georges Osborne, excanciller del Tesoro de David Cameron, en su libro The Age of Unreason (La era de la irracionalidad).
Pero ese sistema solo puede prosperar por la falta de una educación apropiada, así como la ausencia de buenos mecanismos de defensa para inmunizarse contra la epidemia de “nomofobia” y protegerse del carácter nocivo que vehiculizan las redes sociales. Enseñar a pensar –algo que pocos sistemas educativos contemplan– completaría el tríptico indispensable para no transformarse en víctima de “los ingenieros del caos”, según la certera definición acuñada por el ensayista franc
Desde el período primitivo del Australopithecus afarensis, una especie conocida gracias al famoso fósil Lucy, el hombre necesitó 3000 millones de años para que su cráneo se dilatara
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