martes, 14 de noviembre de 2023

EL CHEF FRANCIS MALLMANN.....UN ADELANTADO


Francis Mallmann
“Solo mientras buscás el cambio estás vivo”


Texto de Martín Wain // Fotos: Ignacio Coló


La casa donde Robert De Niro prueba el mate, degusta un caldo “sublime” (que su interlocutor traduce como horrible para no perder a su cocinera) y dice que necesita al menos una puerta abierta para no sentirse asfixiado está ubicada en La Boca y es de Francis Mallmann. Gran parte de la miniserie Nada, que se estrenó el mes pasado en Star+, iba a filmarse en un departamento del Kavanagh, pero un grupo de propietarios del icónico edificio –Patrimonio Mundial de la Arquitectura de la Modernidad– le puso un freno a la producción. Faltaban dos o tres días para iniciar el rodaje y el cocinero de los fuegos salió a apagar el incendio. Había sido contratado como asesor gastronómico del proyecto que dirigen Mariano Cohn y Gastón Duprat, pero ofició de rescatista: propuso su morada en Buenos Aires como locación, a una cuadra de Caminito. Si la dupla de cineastas quería un lugar emblemático de la ciudad, ahí lo tenían. Con un condimento adicional: no había que ambientarlo demasiado, ya que el estilo del protagonista, un crítico culinario interpretado por Luis Brandoni, está en perfecta sintonía con el del chef más renombrado del país. Dos tazas están listas en el angosto living con paredes revestidas en cuero y cubiertas de cuadros, pero la entrevista se hace finalmente en el escritorio del primer piso, la misma habitación donde Manuel Tamayo Prats (el personaje de la serie) intenta escribir su libro. Por la ventana, la imagen de Puente Avellaneda parece un cuadro más. “Algunas cosas se rompieron, pero era esperable –dice Mallmann respecto del rodaje–. Yo me fui de viaje y dejé la casa como estaba. Dos o tres empleados míos se quedaron a cuidar: ‘Eso no lo toque, eso no lo pueden sacar...’. Había 80, 100 personas del staff cada jornada. Soy apegado a mis cosas, pero también creo en ese desprendimiento”. Su trabajo específico en la serie fue mayormente antes de la filmación. “Me pidieron apoyo y me gustó la idea de trabajar con Narda Lepes. Definimos las recetas, cómo presentar los platos, la vajilla, los entornos”. Sólo al final del rodaje, él pasó a buscar unas cosas de madrugada y al día siguiente almorzó con Brandoni, mientras De Niro descansaba en su tráiler. Le ofrecieron ir a saludarlo, pero no quiso. “No me gusta –dice Mallmann–. No por orgullo, sino por respeto a la intimidad. Me encantaría compartir un encuentro con De Niro, sin dudas un tipo muy interesante. Pero los encuentros tienen que ser orgánicos. Lo siento conmigo mismo: tal vez estoy comiendo en un restaurante y viene alguien y me palmea la espalda. Pum, pum, pum. ‘Soy de Perú, quiero una foto con usted’. Tampoco me gusta la idea de ir a molestar a alguien para que le digan: le presento al dueño de la casa”.Mallmann, en su micromundo del barrio de La Boca donde se filmó la miniserie “Nada”, con Robert De Niro y Luis Brandoni
–¿Sufrís a veces la fama? –Me molesta muchísimo la invasión de la privacidad. Y el tema de las fotos es muy difícil. En un aeropuerto, en un restaurante. Es muy cansador. Siempre acepto, pero después vienen y me dicen: “Salí mal, hagamos otra”. Está bien, soy una persona pública, hice cosas en mi vida para llegar a esto. Pero no hay un tino, un cuidado. Es como que existe un derecho otorgado y permanente para estar a disposición. En un evento, ni hablar: 500 fotos, te abrazan, te piden sonreír. Hay personas mucho más famosas que yo que directamente tienen a cuatro pibes de seguridad y no se sacan ni una foto. Espero no tener que llegar nunca a eso. Es muy duro, como una herida. Dylan escribió hace poco sobre la fama [busca en un cuaderno, lo tiene anotado]: “Los fans son más peligrosos que un hombre con un revólver, porque están buscando algo invisible. Al menos, cuando vienen con un revólver sabés lo que estás esperando”. Dylan es ácido, está claro, pero es cierto. –¿Cómo lo podés combatir? –No se puede. Tenés que asumirlo y decidir si lo vas a hacer o no. Yo hasta ahora lo acepto, salvo en situaciones especiales. Me pasó hace poco estar con mis hijas, después de 20 días de no verlas, almorzando en una terraza acá en la ciudad. Había una silla libre y vino un flaco y se sentó: “Al fin te encuentro, yo te quería pasar la receta de un abuelo mío, que no sabés lo rica que es”. Sin decir “buen día”, nada. Ahí le dije: “Disculpame, estoy almorzando con mis hijas, no te puedo contestar”. También me enojé con otro, muy inoportuno, muy agresivo. Me enojé por dentro, no con él. Pero me arruinó el almuerzo. Me sentí invadido, torturado por un señor. –¿Eso te lleva a quedarte más adentro, a salir menos? –No soy una persona de salir mucho. No voy jamás a un evento. Salgo a comer con mis hijas, a uno o dos lugares. Trato de sentarme de espaldas. Pero al terminar siempre hay 8, 10 personas esperando para una foto. Está bien. Pero cuando alguien te interrumpe… Es difícil. –Sobre todo para alguien como vos, que hace gala de la conversación. –Perder el hilo de una charla... Las palabras y los idiomas son los bienes que más valen. Mejoran a las personas, no ocupan lugar y van con nosotros a todos lados. La palabra es sagrada. Aunque también puede ser más peligrosa que un arma, como dijo Dylan. –Hasta hace un tiempo, algunos restaurantes tenían un cartel de “prohibido usar los teléfonos celulares”. ¿Es una batalla perdida? –Me acuerdo en Inglaterra, un país donde tienen una etiqueta inmaculada, todos te decían que no podían creer que la gente anduviera con celulares en el bolsillo. Recién empezaban a verse. Ni que hablar que lo uses en un restaurante o lo pongas sobre la mesa. Te echaban, directamente. Ahora me encuentro con algunos amigos allá, que tienen más de 80 años y el celular en la mesa. “¿Te acordás cuando me decías lo del teléfono?”. Me miran, resignados. Este fin de semana fui a despertar a una de mis hijas y tenía el celular en la cama. Le dije: “No está bueno”. Pero anoche dormí acá, solo. Y me dormí mirando una película. La llamé y le conté. “Mirá, también a mí me pasa con las pantallas”. Se reía. Pero no está bueno irse a dormir así. Me pasa muy excepcionalmente. –¿Cómo se logra transmitir el viejo mundo? –Contando cosas, tal vez. Recuerdo que a los 10, 11 años me di cuenta de que yo era un individuo y que era libre. Fue muy fuerte descubrir eso. “¿Qué hago acá? En un colegio que detesto, en una casa que por ahí se pelean...”. La primera disrupción fue dejar el colegio en primer año. Mis padres me dijeron: “Si dejás el colegio, tenés que irte; acá hay que ir a la escuela”. Así que a los 13 años me fui y nunca volví. A los 16 le pedí a mi papá la emancipación. Nunca me pelee con él ni con mi madre. Me la dio y me fui a California, emancipado. –¿Y llegaste allá con una idea clara? –No. Iba en busca de la música… Los años 60 fueron únicos. Yo vivía en Bariloche, no teníamos televisión, sino radio. Mi papá recibía una vez por mes las revistas del Times y ahí yo leía lo que estaba pasando en el mundo, los conciertos, noticias sobre música que me encantaba. Yo sentía que éramos una única cosa, todos agarrados de la mano en distintos lugares del mundo. La música nos unía, había una comunión. Entonces me fui a San Francisco. Llegué tarde: era el año 72, ya no eran los 60. No vi tan de cerca ese renacimiento que hubo del 67 en adelante. Pero una parte había quedado. A mí la música me salvó la vida. No porque hubiese querido matarme, sino porque me inspiró a vivir una vida como la que viví.Robert De Niro prueba el mate en la casa de Mallmann; la escena es parte de la miniserie "Nada"
–¿Te llamaba la atención la vida de los músicos o la música en sí? –La música, como lenguaje muy profundo. Las letras. La protesta de Vietnam. La música de protesta fue muy fuerte para nuestra generación. –Habías vivido en Chicago, de niño. –Ahí aprendí idiomas. Continué con un colegio inglés en Bariloche. Terminé la primaria, empecé primer año y dije: no quiero más esto, no me gusta. Todos me decían que estaba equivocado, me preguntaban qué iba a hacer de mi vida. Me costó, no fue fácil. En los Estados Unidos trabajé matando termitas debajo de una casa, en una carpintería, en demoliciones... Pero me sentía libre. Cuando volví, a los 18, abrí con una amiga en Bariloche mi primer restaurante. Así empecé. Y supe enseguida que amaba la cocina. Por eso me fui a Francia: a los 20, estaba viviendo en París. Mandé cartas a los mejores restaurantes y arranqué. Trabajé en ocho muy buenos. Después volví, empecé mi carrera en Buenos Aires, Brasil, Uruguay... Así empezó todo. –Se suele decir que tener un restaurante te esclaviza. En tu caso, parece lo contrario. –Yo amo lo que hago. Para mí es lo mismo un día de semana que un domingo. No es adicción a la cocina, sino que disfruto todo lo que está alrededor: la decoración, los interiores, los eventos, la música. Es bellísimo mi trabajo. –Pero un restaurante puede ser muy estresante. ¿O no? –Yo lo vivo con mucha paz, hace años. Una paz enorme. Para mí un restaurante es un templo de silencio. Me gusta la música, pero no en los restaurantes. Me gusta que la gente pueda compartir. Hay ciertos eventos que hago en un campo en Uruguay, en las sierras. Ahí directamente prohíbo la música. Es un poco arrogante, pero vienen con parlantes y les pido que no; espantan a los pájaros, los animales. En mi cocina se puede hablar, obviamente; no soy un tirano. Pero me encanta esa armonía y la belleza del silencio, como sucede con todas las actividades manuales. Disfruto esa posibilidad de estar pensando, soñando y decidiendo cosas mientras cosés, cortás algo con un serrucho o picás una cebolla. Me parece que una de las cosas más lindas del ser humano es el silencio que producen las manos mientras trabajan. No creo en los gritos, podés estar en sintonía con un equipo de ocho personas sin hablar. En la cocina no se corre, se camina. Muchas veces se necesita rapidez, pero uno aprende que las cosas se logran dentro de la tranquilidad y no del apuro. En el apuro te quemás, quemás la comida, las cosas no sale bien. –¿Por qué entonces hay tanto maltrato en las cocinas? –No lo sé, será otro sistema, no el mío. –Pero trabajaste en cocinas donde pasaba eso. –Sí, un poco. Y he tenido cocineros míos muy agresivos, y me he tenido que desvincular de ellos a pesar de su gran capacidad o conocimiento. Para mí es imposible. –En el capítulo de Chef’s Table (Netflix) que está dedicado a vos, contás que te gusta contratar a gente sin experiencia. ¿Por qué? –Porque nosotros tenemos un lenguaje particular, con los fuegos, la simpleza, con esa falta de esmero. Para mí las cosas se ponen en el plato y ahí quedan. No me gusta andar moviendo para que se vea de una determinada manera. Uno quiere servir algo lindo, pero ese primer gesto es el que vale. Siempre les digo a mis cocineros: “No muevan; piensen, póngalo, y se va a la mesa”. Soy crítico de las flores en los platos, por ejemplo. Las cosas se ponen por el gusto, no por el color. Eso trato de enseñar. –¿Vos de quién lo aprendiste? –Hay un jefe de cocina muy admirado por mí, que fue un maestro, Alain Chapel, que dice que la cocina es mucho más que recetas. Tres cuartas partes de su libro (La cuisine c’est beaucoup plus que des recettes) es un ensayo sobre el silencio de la cocina y esa belleza del hacer. Yo todas las mañanas coso durante una hora y media. Me encanta coser. Y es lo mismo: esa puntada tras puntada que doy a mano me inspira a empezar el día de una forma muy distinta. –¿Qué cosés? –Hago ropa, cosas para mis hijos, les arreglo cosas. Yo viajo siempre con mi costurero. Llego al hotel, pongo el costurero, mis acuarelas, mi guitarra; esa es mi vida cuando viajo. Soy muy malo pintando, pero también me hace muy bien, me da alegría. –Con la guitarra, ¿componés? –Nunca compuse, no sé por qué. Yo pensaba ser músico, canté en bares, café-concerts con amigos, en dúos. Pero a los 18 me di cuenta de que era un imitador, hacía covers. Intenté componer, pero nunca lo logré y ahí dije: esto no es para mí. Es dura la vida del músico. De cada dos que les va bien, hay 500 que la están luchando. Yo los respeto mucho. –Tuviste la oportunidad de cocinar para los Rolling Stones. ¿Cómo fue esa experiencia? –Sí, una noche en la playa, en Uruguay. Hice un fuego en la arena y les cociné arrodillado, sin decir por qué. Pero les quería cocinar así, junto a una plancha, una parrillita. Fue muy lindo. He cocinado para David Gilmour, para Roger Waters, que está loco como una cabra. Hace poco hice el cumpleaños para Kanye West, durante tres días. He cocinado para muchos músicos. Bono una vez me pidió sacarnos una foto juntos. Con él si tengo vínculos, nos vemos bastante. Yo nunca pido fotos. –¿Cómo es un cumpleaños de tres días? –Yo no tenía idea de quién era. Estaba en Nueva York, con mis hijas. Me llamaron y ellas me dijeron: “¡Kanye West! El rapero más importante de no sé qué”. Un personaje rarísimo. Fue durante la pandemia, tres cenas para siete personas. En Francia. Yo no quería ir en su avión, pero por el Covid no podían entrar los aviones de línea. Así que no tuve opción de viajar con él, que iba ensayando su disco nuevo. También viajaba con nosotros su gente de producción. Yo iba sentado ahí, extrañado. Lo veía cantando y bailando en el avión, corrigiendo cosas, ensayando varias veces lo mismo. En un momento me dijo que, si estaba cansado, había unos camarotes con una cama. Así que me fui a dormir.“Es como que existe un derecho otorgado y permanente para estar a disposición”, dice sobre la fama
–Para un músico debe ser agotador ensayar y tocar tantas veces un mismo tema. ¿Qué significará para los Rolling Stones tocar una vez más “Satisfaction”? ¿Lo vivirán como una obligación? –Es un poco una obligación... Como el cordero de siete horas y media que yo cocino. Lo hago hace 40 años y no lo puedo sacar de la carta de los restaurantes porque la gente me mata. Entonces, lo sigo haciendo. Yo era bastante amigo del Flaco Spinetta. Una vez lo invité a Mendoza, creo que en el 95. Había una guitarra y le pedí que cantara “Muchacha ojos de papel”. Me dijo: “La voy a cantar, pero nunca más me pidas eso”. No le pregunté por qué, pero después supe. Es un poco eso. –¿Por qué no quería? –Sentía que era una letra un poco machista, porque le cantaba a una mujer que amaba, pero le daba terror que otros la toquen. “¿A dónde vas? Quédate hasta el alba”. De alguna forma se arrepintió de esa canción. No estoy de acuerdo, porque tiene mucha belleza. Es como los que critican a Picasso por algo que hizo en los años 20, cuando era otro mundo. Spinetta hizo esa canción a los 20 años, era lo que le pasaba en ese momento. Pero de grande le molestaba. Igual, esa noche la cantó. Ya habíamos cerrado, estábamos nosotros, el personal... –¿Cómo fue que se hicieron amigos? –Apareció por un restaurante mío, no me acuerdo mucho, pero sí que me contó que le gustaba cocinar sushi. Poco tiempo antes de morirse, me dejó una carta. Después me enteré de que estaba mal. Lo admiraba mucho al Flaco. Lo había visto por primera vez en mi último intento por estudiar, cuando vine a Buenos Aires y me anotaron en la Escuela del Sol. Él no estudiaba ahí, pasaba a buscar a una chica. –¿Nunca lamentás haber dejado el colegio? –No, para mí no hay nada peor que los colegios. Cuando cada mañana mis hijas de 5 y 10 años salen para la escuela, les pregunto: ¿para qué van? “Papá, ¡hay que ir al colegio!”. Yo les pongo el signo de pregunta. Para mí es una máquina de destruir inocencias. Si vos soñabas con plantar papas en Marte, como me dijo mi hija hace poco, no te dejan. Te llevan inmediatamente a la bruta realidad. Hay una comodidad de los padres, los mando 8 horas a la escuela y le das la responsabilidad a otros. –¿Cómo vivieron tus padres esa rebeldía? –Fue muy duro. Yo no era un santito... Me cortaba la ropa con tijeras, usaba pantalones rosas, botas con tacos. Tenía el pelo largo. En Bariloche. Para mis padres fue difícil, hicieron lo que pudieron. Me mandaron a la Escuela del Sol, pero tampoco duré nada. Vivía en lo de mi abuela, en Martínez. Pasé un año con un amigo de mi papá, que también fue amigo mío. Después, en El Bolsón, con los hippies, con los músicos. Estaban Pedro y Pablo, alguno de los Cantilo... –¿Se puede hoy pensar eso para un chico de 13 años? –Creo que sí. Yo sabía que estaba solo, entonces me cuidaba. Por ejemplo, nunca tomé drogas. Vivía mucho de noche rodeado de gente que se caía al lado mío por lo que tomaba. Pero yo no. A ver: mis padres me dieron muchas cosas. A veces digo que me dieron un manojo de semillas que me guardé en el bolsillo y todavía llevo. Hay días en que sé para qué son y otros que no. Pero me dieron una base muy linda, académica también. Mi padre era físico [dirigió el Instituto Balseiro, en Centro Atómico Bariloche], nos hacía participar de reuniones. Tuvimos una infancia llena de músicos en nuestra casa, reuniones de físicos que venían a discutir el futuro del mundo. Pero eso mismo me invitó a rebelarme. Mi papá trajo la primera computadora a la Argentina, en el año 67. Tenía el tamaño de dos cuartos y hacía un ruido espantoso. Era un amante de la música clásica. Nos enseñó mucho, pero no logró inculcarme el rigor de la academia. Francisco José “Francis” Mallmann tiene cinco hijas y dos hijos. La menor, de 5 años; el mayor de 42. Nacido en Acassuso en 1956, está al mando de 13 restaurantes, en la Patagonia, Uruguay, Mendoza, La Plata, Francia y Chile. Planea abrir pronto locales en Florencia, Nueva York y San Pablo. En su casa de La Boca funcionó Patagonia Sur, de apenas 12 cubiertos, desde 1995 hasta la pandemia. –Usás el lugar cada tanto para eventos. –Sí, sobre todo para músicos. No puedo decir quiénes, pero cuando vienen a hacer conciertos, los recibimos. Porque es muy privado para ellos. Están solos. Es muy difícil que los molesten. Se sientan en el living, pueden subir a fumar. Comen y generalmente se quedan hasta muy tarde. –¿Te sumás a veces a las charlas? –Paso a saludar, pero si me invitan a sentarme, no lo hago. Porque perdés ese respeto, se rompe algo. Me dicen “venite a tomar un café. Digo “sí, sí”, pero desaparezco. Si me invitan a comer a otro lado, perfecto. Pero donde trabajo, no. Creo mucho en el misterio también. –¿En qué sentido misterio? –Todos tenemos que guardar algo... Si te sentás con una persona y te empieza a hacer preguntas sobre tu vida, no me gusta. Siempre les digo a mis hijas: aunque estén muy enamoradas, nunca les digan todo a sus novios. Nunca. Ellos deben sentir siempre que hay algo que no saben. Eso de “nos queremos tanto que le cuento todo...”. No. Por ahí no tenés ningún secreto, pero algo de tu esencia íntima no se comparte. Eso mantiene viva la relación. –¿En la cocina mantenés misterios? –No. Yo cuento todas mis recetas. Puedo escribir un libro con cinco páginas para cada receta, bien detallado, pero igual nadie las puede lograr. Ni yo. Porque la receta es un enunciado de un lenguaje muy complejo, que es nuestro aprendizaje de la cocina a través de todos los sentidos. Después de tantos años, vos mirás algo en una cacerola –que pusiste vos, por supuesto– y sabés qué gusto tiene. Y sabés en qué punto está. No necesitás tocarlo ni probarlo. Ahí está la belleza y es inexplicable. Por eso los libros de recetas sirven para poco. Para inspirarte. Esos que van y compran las dos chauchas que dice el chef y copian al pie de la letra... Cocinar para mí es otra cosa. –Hablás de ángeles y demonios en tus platos. ¿Quiénes serían? –En general me gustan las contradicciones. Lo mojado y lo crocante, lo frío y lo caliente, lo ácido y lo dulce... Todas las cosas que se contradicen en la boca. No creo en la armonía a la hora de comer, sino en la disrupción. Yo hablo mucho de los opuestos. Un plato debe tener un ángel y un demonio. Hago una ensalada de repollo picante y al lado un arroz blanco caliente. Claro, entiendo la armonía, que un bife se lleva bien con un malbec... Sí, muy rico, pero qué aburrido. Me gustan las contradicciones, que en la vida se extiende a cambiar. Es necesario hacer cambios. Nuestros enemigos son el miedo y la rutina, porque paralizan. Para construir se necesita siempre un poco de rutina, pero hay que ser cuidadosos. Sólo mientras buscás el cambio estás vivo. –¿Esa búsqueda sirve para mantener la juventud? –Creo que sí. Siento que a los 18 yo era un viejo. Después de la adolescencia difícil, de casa en casa, con la cocina apareció un cambio hacia algo muy distinto. Desde entonces soy cada vez más joven. No físicamente, claro. Pero ojo que me encanta envejecer. Abrazo la vejez, me encantan los rasgos de mi cuerpo que cambian, mis arrugas. El pelo que se fue. Me gusta. Estoy listo para envejecer, y también para morir. Me siento cada vez cómodo con esa idea. Por supuesto disfruto cada día de la vida. Pero me gusta poder decirlo porque hay un miedo a eso. –¿Provocar también genera algo vital para vos? –Es muy necesaria la provocación en todas las áreas, justamente porque es lo que produce el cambio. Mi último vino se llama Desobediente. Si no hubiese gente que rompiera la normas, el mundo sería siempre igual.

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