El pueblo de dos habitantes que da wifi, charla y una cama abrigada a los camioneros
A la vera de la ruta 40, en Chubut, funciona desde hace 85 años un parador clave en esa inhóspita zona de la Patagonia
Leandro Vesco | Fotos Hernán Zenteno
Liliana Prieto y uno de sus hijos, Maximiliano, en el mostrador de Los Tamariscos
La ruta 40 es una vena vieja y arrugada. Late cansada y produce espejismos sobre la melancólica recta que parece no tener fin. La Patagonia muestra un paisaje despojado de humanidad. Lentos y atontados por la soledad, algunos piches (armadillos) la cruzan en un viaje épico. Otros no llegan a destino; son alimento para aves carroñeras. Los coirones secos son la única vegetación que sobrevive al imperio del desierto. Al costado de la ruta, se ve una isla con los únicos árboles y una casa, es el parador Los Tamariscos, el más solitario de esta ruta que cruza el país.
“Siempre fuimos los únicos seres humanos por acá”, dice Liliana Prieto, de 64 años, tercera generación a cargo del parador que asiste a viajeros solitarios, puesteros y camioneros, en su mayoría chilenos, que hacen un viaje de cuatro días de Santiago al puerto de Punta Arenas. El parador, que tiene las señales propias de un almacén de ramos generales austral, está al sur de Chubut, a 630 kilómetros de Rawson, su capital, a 120 de Gobernador Costa, el pueblo más cercano, y a 50 de Facundo, una comunidad de 200 habitantes. “Somos un pueblo que no existe, con dos habitantes”, atestigua Prieto. Aislados, ella y uno de sus hijos, Maximiliano Morales, son los únicos ocupantes de una extensa porción del mapa chubutense. Tienen electricidad por generador, no hay señal telefónica, el agua la obtienen por un pozo que hicieron sus abuelos a pico y pala hasta hallar la napa a 42 metros de profundidad. “Somos un servicio para los solitarios, estamos siempre abiertos”, dice Prieto.
Un detalle –el único de la modernidad en un espacio donde todo tiene, como base, cerca de 100 años- los hace imprescindibles: una pantalla solar alimenta una antena que capta una señal de internet. “El wifi es libre”, dice Maximiliano. No se corta cuando apagan el generador a la medianoche, aclara. Esa señal es la única conexión con el mundo.
“Son hombres que pasan toda la vida solos en la ruta”, dice Liliana acerca de los camioneros de carga internacional. Aquí hablan con sus hijos y esposas. Abren de 8 a 23, los 365 días del año. Para las fiestas algunos deben seguir sus labores, incluso los viajeros que recorren el mundo, o puesteros que viven en soledad y se acercan al parador para compartir voces que no sean las que emite una radio.
También buscan algo muy valorado en estas irredentas regiones: la comida de Liliana. En una cocina a leña hace guisos de cordero, amasa tortas fritas que fríe en grasa. Son lo más deseado. Ofrece tortas de manzana. Todo se hace a mano. En un helado sótano guarda las bebidas, verduras, salames, quesos y algunos lácteos. Las manzanas de la cordillera duran hasta cinco meses. “Es nuestro freezer”, dice Prieto.
“Es un túnel del tiempo”, define Prieto. Abierto en 1938 por sus abuelos, no tuvo cambios salvo hace cinco años cuando un camionero se quedó dormido y chocó el parador. “Hay que tener buena puntería: es la única casa en este desierto”, bromea Prieto. La visitan viajeros de todos los países. Recuerda a dos: un alemán que daba la vuelta al mundo caminando con un cochecito de bebé donde llevaba a su perro y un japonés que caminaba con un carro y hacía diez kilómetros por día.
Al costado del almacén, una puerta con una capa de calcomanías de aventureros de todo el mundo conduce a una pequeña habitación con dos camas, de elástico y metal. Una ventana muestra la estepa y la ruta. “Están disponibles para los que necesitan descansar”, dice. Las paredes tiemblan por la furia del viento. Un caloventor tímido exhala un aliento tibio.
Cuchillos, cigarrillos, ropa térmica, alpargatas, pegamento, pomadas para calmar dolores, un hepatoprotector casero, latas, conservas, hierbas que recolecta Liliana y una estantería con caña, ginebra y libros de autores patagónicos están a la venta.
Una salamandra, un salón con dos mesas, cuadros de artistas que pintaron el parador, fotos familiares, una biblioteca con libros en todos los idiomas, un museo con el pasado del parador, flechas tehuelches, sables de la Conquista del Desierto y una sidra que regalaba Perón en su primer gobierno, completan el lugar.
La radio es una compañía para el habitante de la estepa, cuatro veces por día se emite el programa Mensaje al poblador rural por Radio Nacional, donde se comunican los huraños moradores del desierto. Liliana, que tiene la única conexión, recibe los mensajes de algunos puesteros que llegan a caballo y se los transmite a la radio de Esquel. “A veces tardan hasta cinco horas galopando para traerme un mensaje”, afirma Prieto.
Los camioneros chilenos son sus principales clientes. Sin poder hacerlo por tierra en su país, la ruta 40 es el corredor oceánico que usan para transportar toda clase de cargas a Punta Arenas. En ruta es un viaje de cuatro días, pero con la burocracia de la aduana transandina, cada trayecto dura entre 8 y 12. Hacen dos viajes por mes. “Vivimos dentro del camión”, dice Manuel Catalán, nacido en Osorno. Con inmensos camiones, se mueven con todas las comodidades. “Tengo dos literas, baño y una TV”, describe Catalán sobre su Volvo 500. “Pero lo que más necesito es hablar con otra persona”, dice mientras espera un plato con huevos fritos y pan casero.
Todos los días madre e hijo viven el mismo guión. Amasar, hacer bifes, huevos fritos y atender a camioneros chilenos y viajeros. “Quiero fundar un pueblo, ese es mi sueño, estamos hace 85 años acá”, dice Prieto. Sus bisabuelos llegaron en 1907 a la costa del río Senguer, a 8 kilómetros del parador. Sus abuelos decidieron construir un almacén. Lo iban a hacer sobre el río donde pasaba la huella de las carretas, pero la abuela vio un día el avión del legendario Casimiro Szlápelis, que volaba con su Pipper Chimango para diseñar la traza de la ruta 40. Szlápelis aterrizó y les dio precisiones sobre el trazado de la ruta. Con esa información levantaron el almacén donde hoy se halla Los Tamariscos.
A Casimiro lo llamaban “el abuelo del aire”; sobrevolaba las escuelas de la estepa y las “bombardeaba” con caramelos para los niños. Cuando murió su esposa pasaba con vuelo rasante por el cementerio y tiraba flores sobre su tumba. Tuvo amistad con Saint Exupéry y hasta tuvo su propia mina.
“Lo iban a llamar El Oasis, pero los tamariscos fueron los únicos que crecieron y quedó con ese nombre”, cuenta Prieto. De 1997 al 2013, atendió el parador su madre Herminia Böhme, pero le decían Trudy. De gran personalidad, curtida por el viento, el polvo y la nieve, cuando ocurría un accidente salía en su auto para traer a la víctima y la llevaba al pueblo más cercano. “Siempre fue muy solidaria, jamás dejó a nadie sin comer”, dice Prieto. Pidió ser enterrada en el parador. “Eso hicimos y ya tenemos el primer muerto bajo tierra, podemos ser un pueblo”, confiesa Prieto.
La ruta 40 es una vena vieja y arrugada. Late cansada y produce espejismos sobre la melancólica recta que parece no tener fin. La Patagonia muestra un paisaje despojado de humanidad. Lentos y atontados por la soledad, algunos piches (armadillos) la cruzan en un viaje épico. Otros no llegan a destino; son alimento para aves carroñeras. Los coirones secos son la única vegetación que sobrevive al imperio del desierto. Al costado de la ruta, se ve una isla con los únicos árboles y una casa, es el parador Los Tamariscos, el más solitario de esta ruta que cruza el país.
“Siempre fuimos los únicos seres humanos por acá”, dice Liliana Prieto, de 64 años, tercera generación a cargo del parador que asiste a viajeros solitarios, puesteros y camioneros, en su mayoría chilenos, que hacen un viaje de cuatro días de Santiago al puerto de Punta Arenas. El parador, que tiene las señales propias de un almacén de ramos generales austral, está al sur de Chubut, a 630 kilómetros de Rawson, su capital, a 120 de Gobernador Costa, el pueblo más cercano, y a 50 de Facundo, una comunidad de 200 habitantes. “Somos un pueblo que no existe, con dos habitantes”, atestigua Prieto. Aislados, ella y uno de sus hijos, Maximiliano Morales, son los únicos ocupantes de una extensa porción del mapa chubutense. Tienen electricidad por generador, no hay señal telefónica, el agua la obtienen por un pozo que hicieron sus abuelos a pico y pala hasta hallar la napa a 42 metros de profundidad. “Somos un servicio para los solitarios, estamos siempre abiertos”, dice Prieto.
Un detalle –el único de la modernidad en un espacio donde todo tiene, como base, cerca de 100 años- los hace imprescindibles: una pantalla solar alimenta una antena que capta una señal de internet. “El wifi es libre”, dice Maximiliano. No se corta cuando apagan el generador a la medianoche, aclara. Esa señal es la única conexión con el mundo.
“Son hombres que pasan toda la vida solos en la ruta”, dice Liliana acerca de los camioneros de carga internacional. Aquí hablan con sus hijos y esposas. Abren de 8 a 23, los 365 días del año. Para las fiestas algunos deben seguir sus labores, incluso los viajeros que recorren el mundo, o puesteros que viven en soledad y se acercan al parador para compartir voces que no sean las que emite una radio.
También buscan algo muy valorado en estas irredentas regiones: la comida de Liliana. En una cocina a leña hace guisos de cordero, amasa tortas fritas que fríe en grasa. Son lo más deseado. Ofrece tortas de manzana. Todo se hace a mano. En un helado sótano guarda las bebidas, verduras, salames, quesos y algunos lácteos. Las manzanas de la cordillera duran hasta cinco meses. “Es nuestro freezer”, dice Prieto.
“Es un túnel del tiempo”, define Prieto. Abierto en 1938 por sus abuelos, no tuvo cambios salvo hace cinco años cuando un camionero se quedó dormido y chocó el parador. “Hay que tener buena puntería: es la única casa en este desierto”, bromea Prieto. La visitan viajeros de todos los países. Recuerda a dos: un alemán que daba la vuelta al mundo caminando con un cochecito de bebé donde llevaba a su perro y un japonés que caminaba con un carro y hacía diez kilómetros por día.
Al costado del almacén, una puerta con una capa de calcomanías de aventureros de todo el mundo conduce a una pequeña habitación con dos camas, de elástico y metal. Una ventana muestra la estepa y la ruta. “Están disponibles para los que necesitan descansar”, dice. Las paredes tiemblan por la furia del viento. Un caloventor tímido exhala un aliento tibio.
Cuchillos, cigarrillos, ropa térmica, alpargatas, pegamento, pomadas para calmar dolores, un hepatoprotector casero, latas, conservas, hierbas que recolecta Liliana y una estantería con caña, ginebra y libros de autores patagónicos están a la venta.
Una salamandra, un salón con dos mesas, cuadros de artistas que pintaron el parador, fotos familiares, una biblioteca con libros en todos los idiomas, un museo con el pasado del parador, flechas tehuelches, sables de la Conquista del Desierto y una sidra que regalaba Perón en su primer gobierno, completan el lugar.
La radio es una compañía para el habitante de la estepa, cuatro veces por día se emite el programa Mensaje al poblador rural por Radio Nacional, donde se comunican los huraños moradores del desierto. Liliana, que tiene la única conexión, recibe los mensajes de algunos puesteros que llegan a caballo y se los transmite a la radio de Esquel. “A veces tardan hasta cinco horas galopando para traerme un mensaje”, afirma Prieto.
Los camioneros chilenos son sus principales clientes. Sin poder hacerlo por tierra en su país, la ruta 40 es el corredor oceánico que usan para transportar toda clase de cargas a Punta Arenas. En ruta es un viaje de cuatro días, pero con la burocracia de la aduana transandina, cada trayecto dura entre 8 y 12. Hacen dos viajes por mes. “Vivimos dentro del camión”, dice Manuel Catalán, nacido en Osorno. Con inmensos camiones, se mueven con todas las comodidades. “Tengo dos literas, baño y una TV”, describe Catalán sobre su Volvo 500. “Pero lo que más necesito es hablar con otra persona”, dice mientras espera un plato con huevos fritos y pan casero.
Todos los días madre e hijo viven el mismo guión. Amasar, hacer bifes, huevos fritos y atender a camioneros chilenos y viajeros. “Quiero fundar un pueblo, ese es mi sueño, estamos hace 85 años acá”, dice Prieto. Sus bisabuelos llegaron en 1907 a la costa del río Senguer, a 8 kilómetros del parador. Sus abuelos decidieron construir un almacén. Lo iban a hacer sobre el río donde pasaba la huella de las carretas, pero la abuela vio un día el avión del legendario Casimiro Szlápelis, que volaba con su Pipper Chimango para diseñar la traza de la ruta 40. Szlápelis aterrizó y les dio precisiones sobre el trazado de la ruta. Con esa información levantaron el almacén donde hoy se halla Los Tamariscos.
A Casimiro lo llamaban “el abuelo del aire”; sobrevolaba las escuelas de la estepa y las “bombardeaba” con caramelos para los niños. Cuando murió su esposa pasaba con vuelo rasante por el cementerio y tiraba flores sobre su tumba. Tuvo amistad con Saint Exupéry y hasta tuvo su propia mina.
“Lo iban a llamar El Oasis, pero los tamariscos fueron los únicos que crecieron y quedó con ese nombre”, cuenta Prieto. De 1997 al 2013, atendió el parador su madre Herminia Böhme, pero le decían Trudy. De gran personalidad, curtida por el viento, el polvo y la nieve, cuando ocurría un accidente salía en su auto para traer a la víctima y la llevaba al pueblo más cercano. “Siempre fue muy solidaria, jamás dejó a nadie sin comer”, dice Prieto. Pidió ser enterrada en el parador. “Eso hicimos y ya tenemos el primer muerto bajo tierra, podemos ser un pueblo”, confiesa Prieto.
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