miércoles, 12 de octubre de 2016

LAS DESVENTURAS DE LA HOJA EN BLANCO


Una de las formas del sufrimiento en mi oficio es la que trae el abismo de la hoja en blanco. Suelo escribir con la urgencia de la entrega pisándome los talones, aunque hay que decir que con el paso de los años he encontrado en ese vértigo cierto goce personal. Creo que sucede muy a menudo entre los de mi especie. Y en caso de que alguien se espante cuando le digo que no tengo un plan a la vista, suelo hacer siempre la misma broma:


-Lo mío es el jazz: pura improvisación.
Hace muchos años, el tema se me había vuelto insoportable y fuente de angustia. Aunque se me antojaba que se trataba de una trivialidad, un conflicto de niños con el estómago lleno, decidí entonces conversarlo con mi analista. El consultorio estaba como siempre en penumbras. Nos dimos un apretón de manos, y me senté. Era una habitación no especialmente amplia, pero permanecíamos a unos cuantos pasos de distancia. Ese pequeño abismo a veces me incomodaba tanto como las lacónicas intervenciones del psicoanalista, me hacía sentir que debía emitir la voz como debe hacer un actor que pretende que lo escuchen en el fondo de la sala. No recuerdo exactamente qué tema inauguró la sesión, pero después de algunos rodeos le dije cuál era mi preocupación esa mañana.
-Quizá le parezca una tontería -me atajé-, pero estoy angustiado porque en mi oficio decido todo en el último minuto. Escribo con premura, a las apuradas, corrido por el horario de entrega. Es algo así como un ejercicio de constante improvisación.
Hubo una pausa. Me miró por encima de los anteojos, quizá unos segundos más de lo que el tema lo merecía.


-¿Usted juega al tenis, verdad? -dijo de pronto.
-Sí, ya hemos hablado de eso -respondí. Por un segundo sentí que me desconocía.
-Bien. Sin dudas, en más de una ocasión usted ha conseguido un ace, es decir, un tiro de saque que su rival no pudo siquiera responder debido a la precisión del impacto o a la velocidad, o quizá a ambas cosas.
-Digamos que de tanto en tanto ocurre -mentí. Quería seguirle la corriente.
-¿Y cuánto tiempo cree usted que le lleva conseguir ese golpe decisivo? -preguntó.
-No lo sé con precisión, déjeme ver -respondí. Me sumí en un largo silencio. Repasé mentalmente cada movimiento de esa instancia del juego: el rebote de la pelota afelpada en el polvo de ladrillo, la amplia y tensa curva que dibuja el torso en el aire, el brazo alzándose en un raro arabesco hasta que se produce el impacto-. Quizá todo el movimiento, desde que tomo la pelota hasta que realizo el disparo, consuma unos siete u ocho segundos.


Hizo una pausa breve, aunque suficiente para que yo entendiese adónde quería llevarme. Lo miré de modo oblicuo: me pareció que sonreía.
-Es cierto, tiene usted razón -dije para ponerle fin al asunto. La historia me parecía liberadora-. Si ese golpe es posible se debe al entrenamiento que hice durante años, a la sucesión de ensayos, a la experiencia. En cada acto del presente está el pasado, el largo aprendizaje que traemos en la memoria.
Pero nunca se aprende del todo: el fantasma de la hoja en blanco siempre nos acompaña. Esta semana, agobiado por la falta de un tema que me invitase a escribir y ante la inminencia de la entrega del texto, compartí esa inquietud con un colega. Le conté la historia  creyendo que le interesaría por una doble razón: de cuando en cuando, él también padece la inquietud que provoca en los de mi oficio ese abismo, y, por lo demás, también juega al tenis. Recordaba además vagamente un libro suyo sobre la cuestión: Formas frágiles. Improvisación, indeterminación y azar en la música.


-Debés de conocer bien la famosa anécdota de Picasso -empezó diciéndome cuando acabé mi cuento. Sonreí para mis adentros. Cada vez que refiere una historia, tiene la gentileza de descontar que su interlocutor sabe de qué se trata, no importa si alude a los descubrimientos del espectro de color que hizo Newton o a un cuarteto de cuerdas de Brahms. Desde luego, yo no conocía la historia de Picasso-. Cierta vez, un admirador se acercó al artista con la intención de comprarle un cuadro -siguió con una sonrisa-. Sorprendido por el precio, que consideró sumamente excesivo, quiso averiguar cuánto tiempo le había llevado pintarlo. Picasso respondió sin dudarlo: "Me llevó quince minutos y toda una vida".

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