Suelo tener al lado, mientras escribo, una pila con los últimos libros leídos. Al repasarla me llama la atención el alto porcentaje de volúmenes póstumos que la componen (cierto diario de Barthes, una conferencia de Borges, tal novelita de Roberto Bolaño, los cuadernos de Juan José Saer).
No hay ninguna novedad. Esa clase de textos, por lo general secundarios, casi una curiosidad, son una categoría en sí misma.
En los últimos tiempos, contra todo, su publicación se ha acrecentado de manera exponencial, a tal punto que es lícito sospechar en cualquier momento el futuro fisgoneo de las anotaciones casuales que hizo un autor admirado en una servilleta.
Por supuesto, hay póstumos y póstumos (los últimos tomos de En busca del tiempo perdido, las novelas de Kafka que Max Brod se negó a incinerar; entre nosotros, La grande, Los Tadeys), pero su proliferación indiscriminada tiene a veces efectos contraproducentes.
Imposible recomendar un nombre a secas: el lector puede recalar bienintencionadamente en el más ínfimo de los póstumos y concluir, con razón, que la ferviente recomendación era una broma o un fraude.
Quizás a esa categoría póstuma se le podría agregar un inciso más radical: uno que contemple los libros extraviados, las obras largamente anunciadas que nunca se escribieron, los volúmenes que nunca llegaremos a leer porque forman parte de una biblioteca para siempre inaccesible.
¿Hace falta agregarles a los muchos libros en los anaqueles y que no llegaremos a hojear la angustia de los que ni siquiera existen? Quizá convenga verlo al revés.
Esa condición virtual nos permite imaginarlos deseables y perfectos sin la molestia de ir a corroborarlo.
Del longevo Sófocles nos llegaron siete tragedias inigualables, pero ¿no sería paralizante saber que nos esperan en los estantes nueve decenas más, la cantidad que, según se calcula, llegó a estrenar el griego?
Un ejemplo de cómo un inédito legendario, vuelto póstumo, puede llevar al desencanto. Cuando Vladimir Nabokov murió, en 1977, se encontraba dando forma a la que hubiera sido su decimoséptima novela.
Los manuscritos de El original de Laura permanecieron en una caja fuerte durante más de tres décadas hasta que -obviando la voluntad del autor de Lolita- se dieron a conocer.
El famoso texto consistía en realidad en unas pocas fichas de las que ni siquiera podía entreverse el argumento. Aunque El original de Laura sigue siendo una notable novela hipotética, su aura quedó definitivamente herida.
Un obsesivo, el escocés Stuart Kelly, escribió hace algunos años La biblioteca de los libros perdidos, donde figuran decenas de páginas que, por distintas razones, quedaron potencialmente en el limbo.
Kelly se permite mostrar ese magnífico iceberg sumergido. Se supone que lo reescribió más tarde, pero ¿cómo sería el original dedicado a Dostoievski que Mijail Bajtin usó como papel de liar para, durante la carestía de la Segunda Guerra Mundial, satisfacer su pasión de gran fumador?
Y la valija que un Hemingway veinteañero olvidó en un tren con todos sus cuentos, ¿aportaría algo a su obra? Sobre esas hojas sólo nos queda fantasear, del mismo modo que con muchos de los escritos del aventurero y erotómano Richard Burton.
Aunque por suerte sobrevive su picante traducción de Las mil y una noches, y La Casida, su victoriana viuda quemó su versión de El jardín fragante, un clásico árabe erótico, y, tras la muerte de ella, la familia dio cuenta de sus diarios.
El lector puede consolarse pensando que esas volteretas del destino evitan eternas lecturas aplazadas, pero también hay obras que hubieran merecido mejor fortuna.
La novela en que Isaak Babel trabajó durante años, por citar un caso extremo, fue incautada y seguramente destruida al ser detenido (y luego fusilado) por el estanilismo.
Y algo similar ocurrió con Mesías, la novela del polaco Bruno Schulz, dibujante y asombroso cuentista que fue asesinado por un oficial nazi.
Stuart Kelly asegura que en los años ochenta del siglo pasado alguien intentó vender un manuscrito de 1500 páginas que contendría la obra extraviada de Schulz.
Años más tarde, en una reunión diplomática, un funcionario soviético sugirió al pasar que en los archivos de la KGB, entre documentos relativos a la Gestapo, se había encontrado un paquete con el título Mesías.
Era todavía la Guerra Fría, la URSS hace tiempo que ya no existe, pero nada nos impide soñar con que en “la carpeta de asuntos pendientes de un burócrata menor de una antigua superpotencia”, para decirlo con Kelly, haya una obra maestra a la espera de ser rescatada.
Los póstumos son legión, pero ése sería uno que nadie se negaría a sumar a la lista de lecturas pendientes.
P. B. R.
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