sábado, 3 de marzo de 2018

HISTORIAS DE BUENOS AIRES

Acaso acodado en el mostrador de la panadería Flores Porteñas, Julio Cortázar bosquejó algunas de las líneas de La escuela de noche, aquel cuento, curiosamente en su obra de infrecuente temporalidad lineal, ambientado en una Argentina convulsionada. El autor de Rayuela era un habitué de Flores Porteñas en la década del 30, cuando estudiaba para maestro y profesor de Letras en la Escuela Normal Mariano Acosta, ubicada a pocas cuadras de esta emblemática confitería, la más antigua de la ciudad de Buenos Aires. Aquel relato se publicó mucho tiempo después de aquellos años cuando a Carlitos se lo llevaron, según reza el tango. Sin embargo, son varios los historiadores que tienen registros sobre el paso de Cortázar por el local de Once y dan cuenta de su afición por tomarse un café con ensaimadas mientras escribía prematuramente sobre el mobiliario de madera lustrosa. Él, como tantos, se empoderó en de ese lugar que, aún hoy, sigue seduciendo a la barriada de buen paladar.
En 1885, Flores Porteñas abrió sus puertas por primera vez y la propietaria del inmueble no era otra que Josefina Sarmiento, hermana del ex presidente y educador argentino. Apellido de lustre para un sitio que se convertiría en un emblema de resistencia contra el avasallante paso del tiempo que, como un tsunami irreverente, se lleva puesto lo que encuentra dejando la huella impiadosa del escombro.
"Al local se acercan personas de más de 80 o 90 años que nos cuenta, con lágrimas en los ojos, que cuando eran chicos venían con sus padres. Incluso, hubo clientes que nos han traído el menú del casamiento, porque el servicio se lo hicieron acá con platos típicos de la época", explica Leonardo Messina, quien desde hace quince años lleva adelante los destinos del histórico comercio.
Secretos y sabores
"Tenemos clientes que se toman el subte especialmente para venir a comprar las medialunas acá. Llegan desde Caballito, Flores y algunos hasta del Gran Buenos Aires", confiesa con inocultable orgullo el responsable de esta marca insignia del gremio, a quien un hombre mayor le confesó que era el encargado de llevarle las facturas de Flores Porteñas al entonces presidente Juan Domingo Perón. "Me dijo que cuando alguna vez le dieron medialunas de otro lado, Perón se dió cuenta y se enojó mucho".
Ensaimadas, sfogliatella y medialunas son las estrellas de Flores Porteñas, la panadería de "suprema calidad", según reza su antiguo slogan. Y, desde ya, una amplia variedad de panes y tortas, entre las que se encuentra un lemon pie de receta exclusiva. "En esto, cada maestro enseña con su librito. Podés ponerle los mismos ingredientes sobre la mesa a cinco panaderos, y cada uno te va a hacer una receta diferente", explica Messina.
Las medialunas de Flores Porteñas salen desde la mañana hasta la noche. La demanda es tal que cada día se preparan 100 latas (bandejas) donde se estiban (se les dan forma) y cocinan. Cada lata contiene 72 medialunas. Las de manteca son las preferidas de la exigente clientela. "Las medialunas se dejan a medio punto y al otro día se terminan de levar y cocinar. Todo el día tenemos medialunas en el horno porque a la gente le gustan recién sacadas", detalla el maestro panadero y pastelero quien reniega de los pocos especialistas con los que cuenta hoy el rubro: "Ya no quedan panaderos viejos. Hoy hay muchos pibes nuevos a los que uno trata de enseñarles, pero no todos quieren aprender. Se creen que se las saben todas. Hay secretos que son básicos: los días de humedad hay que darle más horno al pan para que no quede gomoso y al revés cuando no hay humedad. Eso lo aprendí de mi papá y de mi tío". Además de la técnica y los trucos para la elaboración, Messina reconoce que "una de los secretos para hacer un rico pan es amasar con una muy buena calidad de harina".
La famosa ensaimada oriunda de San Pedro y la sfogliatella napolitana son otras de las delicias que en Flores Porteñas se saborean diferente: "La ensaimada lleva crema pastelera, y eso le da un gusto especial. La sfogliatella la aprendí a hacer de unos napolitanos cuando vivía en Nueva York. Lleva mucho trabajo elaborarla. Se prepara la masa el día anterior y se deja crecer. La verdadera receta es con ricota, pero, generalmente, se hace con crema pastelera porque la ricota se echa a perder rápido".
No solo para Navidad y fin de año. El pan dulce de Flores Porteñas sale durante los doce meses. "Nosotros tenemos una receta única: maceramos con un licor especial las frutas abrillantadas y las pasas de uvas. Nadie lo hace así. Eso le da personalidad. No hay otro pan dulce igual".
Leonardo Messina y sus empleados prueban rigurosamente todo lo que se elabora porque "hay que saber qué gusto tiene lo que se vende y si están bien colocadas las cantidades de ingredientes y el sabor de las especias".
Una de las características de Flores Porteñas es que todo se cocina en el horno de ladrillos de antaño y la mercadería entra y sale con pala. "Acá no hay horno rotativo. Con eso te cocina cualquiera. Aunque casi siempre sale de esas máquinas un pan gomoso y crudo", dice el propietario de este lugar que atiende los 365 días del año y levanta sus persianas a las seis en punto de la mañana: "El pan se hace a la tarde y se lo deja reposar para que leve. A la mañana siguiente vienen los panaderos a cocinar. Arrancan cuatro y media con las facturas y siguen con el pan".
Cuestión de famili
Messina confiesa que su vocación era la panadería, pero su padre le enseñó también el oficio de maestro pastelero porque da más ganancia. Se le nota el amor con el que habla de su local y de los productos que elabora. Una pasión que heredó de sus padres italianos que siempre se dedicaron al rubro. Aún hoy su madre, a los 83 años, es una buena anfitriona de las vecinas. Atiende la caja y conversa todo lo que puede. Será por eso que huyó de Nueva York, donde la familia se asentó dos años, porque extrañaba ese contacto con el público.
"Mi papá nos llevó a Nueva York porque era un enamorado de esa ciudad. Vivíamos en un palacio que habíamos comprado, pero mamá decía que no aguantaba estar encerrada sin hablar con nadie. Allá trabajamos en el negocio de un primo, pero cuando yo me puse de novio, mi mamá decidió que teníamos que volver porque si me casaba en Estados Unidos nos quedábamos ahí para siempre. Es mi vida la panadería. Y se la inculqué a mi hijo mayor que estudia periodismo, pero me ayuda. Es muy amable para atender, todos lo felicitan".
Leonardo Messina amanece poco después de las cuatro de la mañana cuando el sol es una ilusión. "Es sacrificada esta vida. No es para cualquiera. A las cinco y cuarto ya estoy acá para ponerme a armar el negocio. La mercadería tiene que estar muy bien exhibida y con prolijidad. A las seis, cuando se abre, llueva o truene, todos los días del año, ya hay gente esperando en la puerta".
Obsesivo, su ojo le permite ver cuándo algo está fuera de lugar. Incluso con una app observa desde su teléfono móvil cómo marcha todo a la distancia. No se le escapa detalle. Exigencia, amor y pasión. Esa es su fórmula. Tan perfecta como la de sus recetas.
Buenos Aires del tiempo aquel

En 1885 los carruajes paraban sobre una Plaza Miserere que no era más que un potrero. Una línea ferroviaria que salía de la Estación Parque, donde hoy se ubica la Plaza Lavalle, pasaba por Once y seguía su rumbo hasta un pueblo algo lejano: Flores. Con los años, Once se convirtió en cabecera, impulsando el crecimiento de la zona en paralelo con el asentamiento de varias corrientes inmigratorias. Recién en 1896 se inauguraría parte del edificio renacentista diseñado por un holandés que es hoy una de las joyas arquitectónicas de la ciudad. Fue ese, sin dudas, uno de los motores que aceleró el desarrollo de la zona como uno de los rincones más comerciales y cosmopolitas de Buenos Aires.
El barrio cambió. Y mucho. Pero sigue siendo un abanico de nacionalidades. A doscientos metros de Plaza Miserere, la vereda de Flores Porteñas, sobre la avenida Rivadavia, es un ir y venir de transeúntes. El ojo observador y detallista puede encontrar allí una radiografía precisa de las corrientes inmigratorias internas y las que llegan desde el exterior. El barrio no perdió esa cualidad, esa capacidad de abrirle sus puertas a todo el que llega para quedarse. Y es, además, el paso obligado de miles que día a día atraviesan la zona ocasionalmente.
En el local de avenida Rivadavia 3129 todavía se puede respirar un poco de todo aquello, de esa atmósfera pueblerina que tenía ese Buenos Aires de tiempo más pausado. Allí, en medio de delicias que entran por los ojos seduciendo como una amante irresistible, las puertas de Flores Porteñas se abren para recibir a vecinos y transeúntes de paso. De aquí y de allá. Y con las más diversas tonadas. Para las vecinas es un punto de reunión. Como toda panadería, también cumple ese inestimable rol social.
El negocio conserva mucho del mobiliario y la decoración de 1885. Además de las delicatessen; los vitrales, la boiserie, un reloj de madera que no se ha cansado de girar, y la vieja foto de tres bellas damas, las Flores Porteñas, le dan al espacio un aire nostálgico. "Cuando llegué, hace quince años, puse en valor la cuadra y el negocio. Saqué el techo que se le había anexado y me encontré con los vitrales originales que estaban escondidos. Además, levanté dos capas de pisos. El original aún está debajo. Conservamos el color original con nuevos cerámicos que pusimos arriba para protegerlo, pero el contrapiso es el de 1885".
La vieja avenida Rivadavia fue modificándose. Incluso, al ensancharse y al superponerse diversas capas de asfalto, su nivel se fue elevando. A tal punto que el ingreso a la cuadra (la cocina) de la panadería es un pasillo en declive. "La cuadra tiene la altura que tenía la avenida originalmente", concluye el maestro panadero antes de ponerse a hornear.
Así como Julio Cortázar y Juan Domingo Perón; Leopoldo Marechal y Raúl González Tuñón han hecho honor a las recetas de Flores Porteñas, la panadería que desde 1885 seduce al exigente paladar de los porteños. Y que, como un pétalo fresco, con solo acercarse ya huele muy bien.

P. M.

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