Nube es un lugar en la Tierra
Conectados. Música, películas, libros, hoy todo llega por streaming. El acceso casi ilimitado, sin embargo, tiene como contracara la angustia por una oferta inabarcable y la desmaterialización del objeto cultural
En la tercera temporada de Black Mirror -ese clásico del futuro- el episodio "San Junípero" activa una trama fuerte y emotiva: dos mujeres se enamoran más allá de la muerte. No en un sentido poético e ilusorio, sino en uno digital y real. Kelly y Yorkie se conocen un sábado a la noche en el boliche de un pueblo costero. Es 1987 y en la radio suena Belinda Carlisle con "Heaven is a Place on Earth", una melodía sintética y explosiva con lírica kitsch: "Dicen que en el cielo lo primero es el amor / Hagamos que el cielo sea un lugar en la tierra". Mientras avanza el capítulo, todo empieza a revelarse como una segunda vida digital: Kelly y Yorkie son avatares de su juventud. En su tiempo verdadero, un futuro esterilizado donde la tecnología sigue forzando el límite vital, son dos ancianas que atraviesan sus últimas horas. Después de un período de prueba ("una terapia de nostalgia inmersiva", dice Kelly), deciden dar el paso definitivo y vivir en la Nube para siempre.
La serie de Charlie Brooker lleva las cosas más allá, pero parte de usos, costumbres y desarrollos actuales para imaginar escenarios -siempre verosímiles, siempre incómodos- que cuestionan y redefinen el concepto de "humanidad". "San Junípero" extrema algo que ya estamos haciendo: pasar cada vez más tiempo en la Nube. Vivir enstreaming es habitar una corriente continua de contenidos digitales y desmaterializados.
"El fenómeno es consecuente con los procesos de digitalización de todo el acervo cultural", señala Ingrid Sarchman, docente del Seminario de Informática y Sociedad de la carrera de Comunicación en la UBA, que trae un ejemplo clave. En marzo de 2012 los editores de la Enciclopedia Británica -aquella validación del conocimiento absoluto- anunciaron que, tras 244 años, dejarían de imprimir los 32 volúmenes para centrarse en los entornos digitales. El emblema de la derrota de un mundo pesado (la tinta, el papel y las cintas) ante uno liviano: la asepsia y la incorruptibilidad de los bits.
La serie de Charlie Brooker lleva las cosas más allá, pero parte de usos, costumbres y desarrollos actuales para imaginar escenarios -siempre verosímiles, siempre incómodos- que cuestionan y redefinen el concepto de "humanidad". "San Junípero" extrema algo que ya estamos haciendo: pasar cada vez más tiempo en la Nube. Vivir enstreaming es habitar una corriente continua de contenidos digitales y desmaterializados.
"El fenómeno es consecuente con los procesos de digitalización de todo el acervo cultural", señala Ingrid Sarchman, docente del Seminario de Informática y Sociedad de la carrera de Comunicación en la UBA, que trae un ejemplo clave. En marzo de 2012 los editores de la Enciclopedia Británica -aquella validación del conocimiento absoluto- anunciaron que, tras 244 años, dejarían de imprimir los 32 volúmenes para centrarse en los entornos digitales. El emblema de la derrota de un mundo pesado (la tinta, el papel y las cintas) ante uno liviano: la asepsia y la incorruptibilidad de los bits.
Todos los libros
En noviembre de 2007 Amazon presentó el Kindle, un lector portátil que simulaba el papel real y prometía "todos los libros jamás escritos en cualquier idioma en 60 segundos". Siete generaciones después, con el dispositivo más chico, más liviano y más rápido, está más cerca de cumplir con la promesa. La opción Unlimited habilita un catálogo que supera el millón de títulos a cambio de 10 dólares. La empresa de Jeff Bezos (que a principios de año se convirtió en el hombre más rico del mundo) también quiere adueñarse de la Nube con su servicio Prime, que ofrece acceso ilimitado a música, películas, series y libros.
La victoria del streaming también se verifica en la aceptación masiva de servicios como Spotify. Después de una década fallida para los servicios de música en tiempo real, la compañía sueca concretó en un mismo movimiento lo que parecía imposible para los usuarios (poder escuchar a cualquier artista) y las discográficas: (rescatar a una industria que parecía herida de muerte). Gracias al empuje del streaming, por primera vez en la historia el formato digital supone la mitad del negocio musical global (aunque muchos músicos se quejan de las regalías que reciben).
Netflix es el otro caso testigo de la victoria de la Nube. Autodefinido como el principal servicio de entretenimiento por Internet del mundo, también es un emblema de la desmaterialización: lo que en 1997 empezó como un videoclub a domicilio, dos décadas después mutó a un sistema de distribución de contenidos digitales con llegada a más de 109 millones de personas en 190 países. Lee y mide nuestros comportamientos, personaliza la oferta, hace todo lo posible para que pasemos cada vez más horas en un entorno tentador. La disponibilidad de todos los capítulos de una serie, que se reproducen automáticamente uno tras otro, habilita otro comportamiento definitorio de la época: el binge-watching, esa maratón que se corre desde la comodidad del sillón. (Los argentinos nos sumamos el año pasado, cuando la Cámara Argentina de Internet informó que, gracias a la alta penetración de los contenidos multimedia, el intercambio de tráfico había crecido un 85% respecto de 2016).
Otra experiencia
"Cuando compartís una lista de Spotify estás compartiendo un punto de vista sobre el mundo pero no construís identidad. Cuando mirás Netflix, podés interrumpir y hablar con otra persona pero no estás en el cine, no entrás en esa arquitectura espacial que supone una arquitectura mental y te predispone para la experiencia", dice Diego Lawler, doctor en Filosofía. La desmaterialización de los consumos y la pérdida de rituales genera otra dinámica: "Los libros y los discos tienen sus propios tiempos. Necesitás tu sensibilidad para explorarlos, concentrar la atención y enhebrarla con el deseo. Cuando aumenta la posibilidad de manipulación, hay una deflación de la experiencia: ese espacio se disfruta menos, las cosas dejan de gustarme más rápido".
La música, las historias y los videojuegos (Turner acaba de lanzar Gloud, una plataforma gamer) vienen a nosotros y fuerzan una negociación continua entre la gratificación instantánea, la angustia de la oferta inabarcable y la promesa de un placer mayor. "Si bien hay miles de opciones, no las percibimos como tales a la hora de sentarse a elegir -opina Sarchman-. Los gustos están prefigurados: el consumidor elige en función de aquello que ya sabía que iba a buscar". Como dejó en claro Pierre Bourdieu, las elecciones están marcadas por el grupo socioeconómico de pertenencia y las trayectorias culturales de cada quien. "En el caso de estas plataformas, lo que cambia es la facilidad de acceso -dice la investigadora-. Antes había que tomarse el trabajo de ir a la disquería o al videoclub. Ahora podemos recorrer lo que se ofrece con un clic. Puede ser que eso afecte la atención, pero no nos hace consumidores narcóticos".
Antes de la victoria arrasadora de Spotify, la radio online Pandora había desarrollado el Proyecto Genoma Musical, "el análisis más completo jamás realizado para capturar la esencia de la música en su nivel más fundamental". Durante una década, su equipo buscó fragmentar la música en 450 atributos para analizarlos, recombinar estructuras sonoras y descifrar qué es lo que verdaderamente le gustaba a cada oyente, con la ilusión de ofrecer la experiencia perfecta. "Si la colección de tu iPod es el fenotipo, Pandora encuentra el genotipo", escribía Alexis Madrigal en The Atlantic en agosto de 2013. Pero el periodista no estaba convencido: "Siento que el sistema nunca me entendió realmente. Que me guste el soul de Filadelfia de principios de los 60 no significa que me gusten los sintetizadores de Quincy Jones de fines de los 80".
Disciplinar el gusto
Mientras Pandora lucha por sobrevivir ante ingenierías más astutas, el sistema sigue generando sus propias dudas. "¿Y si los algoritmos estuvieran diseñados para disciplinar nuestros gustos?", se pregunta Lawler. "Cuando un adolescente sin experiencias musicales previas entra a Spotify, encuentra una narración categorizada donde quien propone es el sistema". La estrategia se perfecciona con los años, cuando,big data mediante, las empresas terminan sabiendo más de nosotros que nosotros mismos: "Los algoritmos te constriñen en función de lo que elegiste antes. Te dicen: ?Dado el ser humano que sos, ahora te va a interesar esto'. ¿Cómo funciona la libertad en este contexto? La alternativa es desobedecer, saltarte tu propio pasado".
Black Mirror también tiene algo que decir al respecto. "Hang the DJ", el capítulo más celebrado de la última temporada, transcurre en un entorno foucaultiano, otro futuro impersonal donde un sistema anónimo empareja a las personas en relaciones sucesivas y con fecha de vencimiento antes de formar las duplas definitivas. A Frank y Amy, que se enamoran en la primera cita, la idea les empieza gustando. Se preguntan cómo sería antes, cuando el libre albedrío generaba su propia contracara, la parálisis de la elección. "Tantas opciones que no sabías con cuál quedarte", dice Frank, que poco a poco empieza a angustiarse: ¿qué tal si el sistema, que registra todo lo que pensamos, sentimos y soñamos, en realidad no es más que una simulación en la que estamos atrapados? La historia, que pivota entre la obediencia y la rebelión, tiene final feliz, un reseteo inesperado que cierra con las estrofas de una canción de Morrissey: "Quemen el boliche y cuelguen al bendito DJ / La música que pasan todo el tiempo no dice nada sobre mi vida".
PC
¿Es la cultura algo que se consume?
Nada hay menos vaporoso que la Nube de Internet. La metáfora atmosférica se debe más bien al hecho de que todo ese hardware y software que antes instalábamos en el hogar o en la compañía ahora es una suerte de entidad sin forma, distante e intangible. De hecho, desde el momento en que Internet no tiene (ni, por definición, podría tener) límites claros y precisos, también la red de redes puede verse como una nube.
Pero estas nubes están construidas con servidores sobre los que se ejecuta software y a cuyos contenidos y servicios accedemos mediante tendidos de cables submarinos y las instalaciones de los proveedores de conexión. Así como las empresas delegan en terceros la provisión de muchos servicios (correo electrónico, almacenamiento, capacidad de cómputo, y la lista sigue), los particulares estamos delegando cada vez más nuestra colección de películas, series y música, así como nuestras bibliotecas, a compañías como Netflix, Spotify, Google y Amazon.
Las ventajas son evidentes, y de cierta (y extraña) manera se trata de un retorno al pasado, cuando solo podíamos asistir a obras en el teatro o el cine. Pero hay otras limitaciones y riesgos. En 2009, los usuarios del Kindle (el equipo para leer libros electrónicos de Amazon) observaron con asombro cómo 1984, de George Orwell, desaparecía de sus dispositivos debido a que el contrato con la editorial no incluía la distribución por medios digitales. Casi una burla del destino, pero un riesgo latente también en el streaming. ¿Seguirá estando en la Nube, el año que viene, esa película o ese artista? No hay forma de garantizarlo. Ni siquiera si se ha adquirido la obra, excepto que el servicio permita bajar una copia, con lo que toda la nubosidad se esfuma y volvemos a necesitar infraestructura para almacenarla (terabytes o estantes, da lo mismo, porque esto es de lo que, se supone, nos libera la Nube).
En 2014 la cantante Taylor Swift abandonó Spotify. Esto no suele ocurrir en nuestras discotecas. Volvió en 2017 y en dos semanas ganó 400.000 dólares. Tampoco ocurre eso en nuestras discotecas.
Desde luego, está el problema de la disponibilidad y la conectividad. Es raro -por razones técnicas que no viene al caso discutir- que estos servicios queden fuera de línea, pero si se nos corta Internet, adiós cine y música (o allí donde no hay Internet del todo). Es raro también que nos quedemos sin Internet, pero un hecho es contundente: hemos puesto en manos de otros no ya cuestiones relacionadas con el negocio, sino también la cultura.
La disrupción alcanza aspectos todavía más profundos: hemos perdido toda privacidad acerca de nuestras preferencias. Las compañías de streaming saben cada cosa que consumimos, cuántas veces las vemos u oímos, en qué horarios y días. Más allá de que los algoritmos de sugerencia (¿o es sugestión?) suelen fallar, es otra zona donde entregamos la privacidad como moneda de cambio.
Hemos resignado también el objeto cultural. Así, una dimensión muy humana de las obras se ha esfumado. Desencarnadas, fuera de nuestro control, asépticas, sin anotaciones ni ajaduras, sin la posibilidad de prestárselas a un amigo o de concederlas en herencia al final de nuestras vidas, la Nube está trivializando hasta extremos inauditos nuestra relación con la cultura. Un verbo quedó colgando allá arriba, disonante y díscolo. Porque, ¿es acaso la cultura algo que se consume, como una lata de tomates o una botella de vino? Lo dudo mucho.
A. T.
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