Retrata la vida de uno de los grandes protagonistas de la historia universal: Julio César.
Fue dictador absoluto, genial estratega militar, conquistador de medio mundo, seductor de hombres y mujeres, y brillante escritor. Es imposible hablar de Roma y su historia sin detenerse en él. Desde oscuro edil llegó a Sumo Pontífice y Dictador. Uno de sus pies estaba en la aristocracia, y el otro en la plebe, a la que cautivó con pan y circo. Se creyó un dios e hijo de dioses. Pero veintidós puñaladas segaron su vida y urdieron su estatua. Una lección para todos los tiranos.
Pero mucho más hay en esa extraordinaria e irrepetible historia.
Abramos el libro de los siglos…
Roma, 15 de marzo del año 44 Antes de Cristo. Cayo Julio César (Gaius Iulius Caesar) camina hacia el Teatro de Pompeyo, donde se reúne el Senado. El cielo, nublado, presagia tormenta. Tiene 55 años: ha nacido en la magna ciudad el 13 de quintilis (julio) del año 100 antes del Redentor, que morirá crucificado en el 33 del Siglo I bajo el reinado de Tiberio. Es “alto, corpulento, de cara redonda, penetrantes ojos negros, y una calvicie que disimula con la corona de laureles”, según Suetonio en su libro Vida de los Doce Césares. Ha sido edil, Sumo Pontífice, cónsul, general triunfante (un genio militar) y ese día es ya Dictador Vitalicio: el poder absoluto. Antes de entrar, Marco Antonio intenta detenerlo y avisarle que hay una conspiración para matarlo, pero los asesinos lo detienen. En la Plaza Curia, antes de abordar la escalinata del teatro, lo espera el arúspice Spurinna, con sus manos ensangrentadas por las vísceras de un ave, y le dice: “Tiene entrañas defectuosas: señal de muerte”. César cree en dioses y augurios, y además, días antes, Spurinna le ha dicho “Cuídate de los idus de marzo”: la mitad del mes. César, irónico, desliza: “Han llegado los idus de marzo”. Spurinna, sombrío, responde: “Sí, pero no han pasado”. Salva la escalinata a grandes trancos y llega hasta el pie de la estatua de Pompeyo. Un grupo lo rodea y lo distrae. Alguien lo toma del manto y le pide un favor para su hermano. César no quiere oírlo, lo rechaza, pero los demás le suplican, le toman las manos, le besan la frente y el pecho, comprueban que no lleva coraza ni puñal, y uno de ellos blande una espada.
—¿Qué clase de violencia es ésta? –grita César.
Casca lo apuñala por la espalda, pero su mano tiembla, y apenas logra herirlo en la clavícula. César alcanza a gritarle “¡Malvado!”, pero Casio le clava su puñal en la cara, y los demás lo atraviesan al unísono. La última puñalada es de Bruto, su amigo y acaso -se dice- su hijo no reconocido. César dice (en griego): “¿Tú también, hijo mío? ¡Muere entonces César!” Veintidós heridas tiñen de rojo su manto mientras los asesinos huyen. Ha muerto el hombre más poderoso de Roma y del mundo. Quince siglos después, William Shakespeare elevará ese crimen hasta la cima de la tragedia.
El hombre
Nacido de familia patricia pero escasa de fortuna, es bendecido políticamente por su tío Cayo Mario, uno de los hombres más influyentes de la entonces República. Apenas a los 16 años es flamen dialis, alto cargo religioso. El dictador Sila lo releva y ordena su muerte, pero los sicarios no llegan a cumplir su misión, detenidos por los parientes de su madre. Acto providencial: César pone distancia combatiendo en Asia, y vuelve a Roma luego de la muerte de Sila. Ejerce la abogacía, sucede a su tío Cayo Aurelio Cota como Pontífice, y hábil tejedor político y de persuasiva palabra, se hace amigo de los cónsules Pompeyo y Craso: su historia y hasta su leyenda han comenzado…
El conquistador
Tiene –como en el futuro tendrán los grandes dictadores de todos los tiempos- un pie entre los nobles y el otro pie entre la plebe. Y a ésta le dio pan y circo: la fórmula más perversa del poder. Como edil cuetor, desplegó espectáculos populares que envidiarían sus iguales del siglo XXI. Fiestas, carreras, luchas cuerpo a cuerpo, desfiles; algunos, a lo largo de semanas. Por supuesto, el craso amor de los arrabales (como Borges escribió alguna vez) lo ungió praetor urbanus, cónsul, procónsul de provincias, y general de las legiones que sometieron a los pueblos celtas: la célebre Guerra de las Galias, y en especial la final batalla de Alesia contra el gran jefe galo Vercingetórix. Su talento militar, y también su impiedad con el enemigo (“El vencedor tiene todos los derechos sobre el vencido”, proclamó), aplastaron las tierras que hoy son Francia, Bélgica, Holanda, casi toda Alemania, y Brittannia (Inglaterra). De esos días es su famosa frase “Alea iacta est” (la suerte está echada), lanzada al cruzar el Rubicón y entrar en Italia, acto prohibido por el Senado. Paso de alto costo: la Segunda Guerra Civil de la República de Roma. Pero también triunfante sobre los optimates (la aristocracia romana), le abrió las puertas a la conquista de Alejandría. Su retorno a la Ciudad Eterna fue colosal: en un trono elevado, y circundado por sus poderosas legiones, con coraza, espada y corona de laureles, no era menos que un dios en la Tierra. Pero los dioses son inmortales, y César no lo era…
Sus mujeres
En el año 84 Antes de Cristo se casa con Cornelia, hija de Cinna y odiado por el dictador Sila. En el 68 muere Cornelia, y se casa con Pompeya…, nieta de Sila. El dictador César parece vengarse de Sila, aun después de su muerte, mezclando su sangre con la sangre del antiguo enemigo. Pero en el año 59, al volver a su mansión romana, pletórica de mármoles, de baños regados por cañerías cuyas aguas mitigaban el rigor del verano y el gélido invierno, sorprende a Pompeya “en un acto deshonesto”, dirá, con un amigo, la repudia por infiel, y no tarda en unirse a Calpurnia, más allá de su amor por Cleopatra VII, reina del Egipto conquistado. Calpurnia es mujer bella, inteligente, y a pesar de su rol secundario, tiene finos oídos… Le llegan rumores de conspiración, y le pronostica grandes desgracias, lo mismo que otros augures que adivinan el destino observando el vuelo de las aves. Pero César, más que creerse hijo de padre y madre mortales, se siente hijo de dioses poderosos e inmutables, y como tantos dictadores, imagina que no está fundido el hierro capaz de matarlo.
Lo que no fue
Hasta entonces había eludido su violento final. Veinte años antes de los puñales que lo borraron de la Tierra, en diciembre del 63, el censor Catón (tío de Bruto) lo acusó de una conjura contra Catilina, aquel dictador que generó la frase que enfureció a Cicerón y le hizo decir seis palabras que hasta hoy son aptas para enfrentar a los tiranos: “¿Hasta cuando abusarás de nuestra paciencia?”. Al final de una sesión, la guardia del Senado, desnudas ya sus espadas, intentó asesinarlo, pero Curión, uno de sus acólitos, lo ocultó en su toga y lo ayudó a escapar. Más tarde, los jueces lo absolvieron del cargo de conspiración. No menos fortuna tuvo en el año 75, cuando una banda de piratas turcos lo raptó en Rodas y pidió veinte barras de oro como rescate. César, astuto como un felino listo para caer sobre su presa, los persuadió de que pidieran cincuenta barras, y de ese modo demoró el proceso: ni siquiera en la opulenta y despilfarradora Roma era fácil conseguir semejante botín. Recibido el oro, lo liberaron, y la venganza de César fue fiel a su estilo: los buscó, los encontró, y no dejó cabeza sin cortar. ¿Cómo no creer, entonces, que era un dios, y que lo protegían otros dioses?
El escritor
Pero César no solo fue ungido por la sabiduría política y por la estrategia militar: también por el arte literario. Llevó cada una de sus campañas guerreras y de sus conquistas al libro, con pluma lujosa, precisa y concisa: la biblia que por siglos, y hasta la fecha, se le exige a un periodista. Su mayor obra, Comentarios a las Guerras de las Galias, sigue siendo un ejemplo de perfección narrativa y de reflexión, y modelo obligado para todo aprendiz de cronista, y hasta de novelista de non fiction.
Y es bien sabido que Napoleón Bonaparte, José de San Martín, Erwin Rommel (El Zorro del Desierto), Bernard Montgomery (su inglés vencedor), y George Patton, el general-estrella Made in USA de la Segunda Guerra Mundial, fueron obsesivos lectores de César y aplicaron sus tácticas guerreras. En especial, aquellas en las que la audacia predominó sobre la cautela, simbolizada en su célebre “Alea iacta est” (La suerte está echada), que dos veces pronunció: al cruzar el Rubicón, corto río del nordeste de Italia, pese a la prohibición del Senado de no entrar en esas tierras (el acto generó una guerra civil), y al emprender la campaña contra el poderoso Vercingétorix, líder de las Galias (Francia), al que hizo morder el polvo de la derrota.
Sus palabras
Además de la citada (la más famosa), entraron en la historia otras, que de algún modo tallaron su indomable carácter. Por ejemplo, “Ab imo pectore” (Con todo mi corazón), su manera de decir que llevaría sus decisiones hasta el final; o “Caesarem vehis, Caesarique fortunam” (Llevas a César y a la fortuna de César), dicha al barquero que lo llevaba a bordo durante una brutal tormenta en el Adriático; o “Ignavi coram morte quidem animas trahunt, audaces autem illam non saltem advertunt” (Los cobardes agonizan ante la muerte, los valientes ni se enteran de ella), y la más divulgada y no siempre bien escrita y dicha: “Veni, vidi, vinci” (Vine, ví y vencí), al someter con sus legiones a Britannia (Inglaterra).
La premonición
Otras palabras (“Sólo se debe temer al miedo”) las oyó, en el día de su muerte, de los labios de Calpurnia, su mujer, que esa noche tuvo una asfixiante pesadilla: pájaros negros surcando el cielo, y César bañado en sangre. Le contó su horrenda visión, le rogó que no fuera al Senado, César vaciló, pero uno de los conjurados lo convenció de que no creyera en tal superstición, y que nada lo amenazaba. César se avergonzó de su debilidad (acaso la única que estuvo a punto de dominarlo), y partió hacia la que sería su última cita.
Sobre su cadáver se edificó el Imperio, etapa que sucedió a la decadente República. Su nombre -César- fue sinónimo de Emperador. Marco Antonio, que conocía la conspiración, en un memorable discurso retomado por Shakespeare y vertido en el cine por Marlon Brando (“He venido a enterrar a César, no a ensalzarlo”), enardeció a la multitud, que se lanzó a la caza de los asesinos. Sin embargo, estos salvaron su vida, pero fueron condenados al destierro. Y Octavio Augusto, sobrino de César, inauguró la era de los emperadores. Pero, y para siempre, Cayo Julio César fue el sinónimo del poder absoluto, de la demencial creencia (abrazada, con variantes, por todos los dictadores modernos) de que, a su modo, eran dioses, dueños de vidas y haciendas, y la falsa certeza de perpetuidad. Un error dictado por la voluptuosidad del mando, y acabado (trágica o tristemente) por el crimen o el olvido. Una lección que ni siquiera en el siglo XXI fue aprendida… Porque ningún hombre es dios ni Dios. Porque más grandes son sus hechos y su dominio sobre cuerpos y almas, más pronto será su caída. Porque nadie, nunca, es un César, aunque los vítores de la multitud y sus triunfos (“Pobres triunfos pasajeros”, según reza un sabio tango) lo hagan imaginar eterno.
—¿Qué clase de violencia es ésta? –grita César.
Casca lo apuñala por la espalda, pero su mano tiembla, y apenas logra herirlo en la clavícula. César alcanza a gritarle “¡Malvado!”, pero Casio le clava su puñal en la cara, y los demás lo atraviesan al unísono. La última puñalada es de Bruto, su amigo y acaso -se dice- su hijo no reconocido. César dice (en griego): “¿Tú también, hijo mío? ¡Muere entonces César!” Veintidós heridas tiñen de rojo su manto mientras los asesinos huyen. Ha muerto el hombre más poderoso de Roma y del mundo. Quince siglos después, William Shakespeare elevará ese crimen hasta la cima de la tragedia.
El hombre
Nacido de familia patricia pero escasa de fortuna, es bendecido políticamente por su tío Cayo Mario, uno de los hombres más influyentes de la entonces República. Apenas a los 16 años es flamen dialis, alto cargo religioso. El dictador Sila lo releva y ordena su muerte, pero los sicarios no llegan a cumplir su misión, detenidos por los parientes de su madre. Acto providencial: César pone distancia combatiendo en Asia, y vuelve a Roma luego de la muerte de Sila. Ejerce la abogacía, sucede a su tío Cayo Aurelio Cota como Pontífice, y hábil tejedor político y de persuasiva palabra, se hace amigo de los cónsules Pompeyo y Craso: su historia y hasta su leyenda han comenzado…
El conquistador
Tiene –como en el futuro tendrán los grandes dictadores de todos los tiempos- un pie entre los nobles y el otro pie entre la plebe. Y a ésta le dio pan y circo: la fórmula más perversa del poder. Como edil cuetor, desplegó espectáculos populares que envidiarían sus iguales del siglo XXI. Fiestas, carreras, luchas cuerpo a cuerpo, desfiles; algunos, a lo largo de semanas. Por supuesto, el craso amor de los arrabales (como Borges escribió alguna vez) lo ungió praetor urbanus, cónsul, procónsul de provincias, y general de las legiones que sometieron a los pueblos celtas: la célebre Guerra de las Galias, y en especial la final batalla de Alesia contra el gran jefe galo Vercingetórix. Su talento militar, y también su impiedad con el enemigo (“El vencedor tiene todos los derechos sobre el vencido”, proclamó), aplastaron las tierras que hoy son Francia, Bélgica, Holanda, casi toda Alemania, y Brittannia (Inglaterra). De esos días es su famosa frase “Alea iacta est” (la suerte está echada), lanzada al cruzar el Rubicón y entrar en Italia, acto prohibido por el Senado. Paso de alto costo: la Segunda Guerra Civil de la República de Roma. Pero también triunfante sobre los optimates (la aristocracia romana), le abrió las puertas a la conquista de Alejandría. Su retorno a la Ciudad Eterna fue colosal: en un trono elevado, y circundado por sus poderosas legiones, con coraza, espada y corona de laureles, no era menos que un dios en la Tierra. Pero los dioses son inmortales, y César no lo era…
Sus mujeres
En el año 84 Antes de Cristo se casa con Cornelia, hija de Cinna y odiado por el dictador Sila. En el 68 muere Cornelia, y se casa con Pompeya…, nieta de Sila. El dictador César parece vengarse de Sila, aun después de su muerte, mezclando su sangre con la sangre del antiguo enemigo. Pero en el año 59, al volver a su mansión romana, pletórica de mármoles, de baños regados por cañerías cuyas aguas mitigaban el rigor del verano y el gélido invierno, sorprende a Pompeya “en un acto deshonesto”, dirá, con un amigo, la repudia por infiel, y no tarda en unirse a Calpurnia, más allá de su amor por Cleopatra VII, reina del Egipto conquistado. Calpurnia es mujer bella, inteligente, y a pesar de su rol secundario, tiene finos oídos… Le llegan rumores de conspiración, y le pronostica grandes desgracias, lo mismo que otros augures que adivinan el destino observando el vuelo de las aves. Pero César, más que creerse hijo de padre y madre mortales, se siente hijo de dioses poderosos e inmutables, y como tantos dictadores, imagina que no está fundido el hierro capaz de matarlo.
Lo que no fue
Hasta entonces había eludido su violento final. Veinte años antes de los puñales que lo borraron de la Tierra, en diciembre del 63, el censor Catón (tío de Bruto) lo acusó de una conjura contra Catilina, aquel dictador que generó la frase que enfureció a Cicerón y le hizo decir seis palabras que hasta hoy son aptas para enfrentar a los tiranos: “¿Hasta cuando abusarás de nuestra paciencia?”. Al final de una sesión, la guardia del Senado, desnudas ya sus espadas, intentó asesinarlo, pero Curión, uno de sus acólitos, lo ocultó en su toga y lo ayudó a escapar. Más tarde, los jueces lo absolvieron del cargo de conspiración. No menos fortuna tuvo en el año 75, cuando una banda de piratas turcos lo raptó en Rodas y pidió veinte barras de oro como rescate. César, astuto como un felino listo para caer sobre su presa, los persuadió de que pidieran cincuenta barras, y de ese modo demoró el proceso: ni siquiera en la opulenta y despilfarradora Roma era fácil conseguir semejante botín. Recibido el oro, lo liberaron, y la venganza de César fue fiel a su estilo: los buscó, los encontró, y no dejó cabeza sin cortar. ¿Cómo no creer, entonces, que era un dios, y que lo protegían otros dioses?
El escritor
Pero César no solo fue ungido por la sabiduría política y por la estrategia militar: también por el arte literario. Llevó cada una de sus campañas guerreras y de sus conquistas al libro, con pluma lujosa, precisa y concisa: la biblia que por siglos, y hasta la fecha, se le exige a un periodista. Su mayor obra, Comentarios a las Guerras de las Galias, sigue siendo un ejemplo de perfección narrativa y de reflexión, y modelo obligado para todo aprendiz de cronista, y hasta de novelista de non fiction.
Y es bien sabido que Napoleón Bonaparte, José de San Martín, Erwin Rommel (El Zorro del Desierto), Bernard Montgomery (su inglés vencedor), y George Patton, el general-estrella Made in USA de la Segunda Guerra Mundial, fueron obsesivos lectores de César y aplicaron sus tácticas guerreras. En especial, aquellas en las que la audacia predominó sobre la cautela, simbolizada en su célebre “Alea iacta est” (La suerte está echada), que dos veces pronunció: al cruzar el Rubicón, corto río del nordeste de Italia, pese a la prohibición del Senado de no entrar en esas tierras (el acto generó una guerra civil), y al emprender la campaña contra el poderoso Vercingétorix, líder de las Galias (Francia), al que hizo morder el polvo de la derrota.
Sus palabras
Además de la citada (la más famosa), entraron en la historia otras, que de algún modo tallaron su indomable carácter. Por ejemplo, “Ab imo pectore” (Con todo mi corazón), su manera de decir que llevaría sus decisiones hasta el final; o “Caesarem vehis, Caesarique fortunam” (Llevas a César y a la fortuna de César), dicha al barquero que lo llevaba a bordo durante una brutal tormenta en el Adriático; o “Ignavi coram morte quidem animas trahunt, audaces autem illam non saltem advertunt” (Los cobardes agonizan ante la muerte, los valientes ni se enteran de ella), y la más divulgada y no siempre bien escrita y dicha: “Veni, vidi, vinci” (Vine, ví y vencí), al someter con sus legiones a Britannia (Inglaterra).
La premonición
Otras palabras (“Sólo se debe temer al miedo”) las oyó, en el día de su muerte, de los labios de Calpurnia, su mujer, que esa noche tuvo una asfixiante pesadilla: pájaros negros surcando el cielo, y César bañado en sangre. Le contó su horrenda visión, le rogó que no fuera al Senado, César vaciló, pero uno de los conjurados lo convenció de que no creyera en tal superstición, y que nada lo amenazaba. César se avergonzó de su debilidad (acaso la única que estuvo a punto de dominarlo), y partió hacia la que sería su última cita.
Sobre su cadáver se edificó el Imperio, etapa que sucedió a la decadente República. Su nombre -César- fue sinónimo de Emperador. Marco Antonio, que conocía la conspiración, en un memorable discurso retomado por Shakespeare y vertido en el cine por Marlon Brando (“He venido a enterrar a César, no a ensalzarlo”), enardeció a la multitud, que se lanzó a la caza de los asesinos. Sin embargo, estos salvaron su vida, pero fueron condenados al destierro. Y Octavio Augusto, sobrino de César, inauguró la era de los emperadores. Pero, y para siempre, Cayo Julio César fue el sinónimo del poder absoluto, de la demencial creencia (abrazada, con variantes, por todos los dictadores modernos) de que, a su modo, eran dioses, dueños de vidas y haciendas, y la falsa certeza de perpetuidad. Un error dictado por la voluptuosidad del mando, y acabado (trágica o tristemente) por el crimen o el olvido. Una lección que ni siquiera en el siglo XXI fue aprendida… Porque ningún hombre es dios ni Dios. Porque más grandes son sus hechos y su dominio sobre cuerpos y almas, más pronto será su caída. Porque nadie, nunca, es un César, aunque los vítores de la multitud y sus triunfos (“Pobres triunfos pasajeros”, según reza un sabio tango) lo hagan imaginar eterno.
ALFREDO SERRA
Sic transit gloria mundi. Cuatro palabras que no necesitan traducción.
Sic transit gloria mundi. Cuatro palabras que no necesitan traducción.
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