"No te lo podés perder!" "¡No te pierdas esta promoción!" "¡Imposible perdértelo!" Este tipo de exhortaciones repiquetean sin tregua sobre nuestros ojos, oídos y mentes a través de anuncios televisivos, afiches callejeros, avisos impresos, radiofónicos o vía Internet. Se aplican a artefactos electrónicos, promociones de telefonía celular, ofertas en supermercados, modelos de autos, espectáculos, o a cualquier cosa tangible o intangible que se pueda consumir. Dejemos de lado la pobreza creativa de quienes, puestos a publicitar, no salen de dos o tres frases hechas y olvidemos por un instante el tono imperativo y autoritario de estas imposiciones, en las que están ausentes la seducción, la sugerencia, la invitación. Pongamos el foco, en cambio, en ciertos interrogantes que surgen en cuanto desempolvamos la invalorable capacidad de pensar. ¿Qué ocurriría si nos perdemos eso que se nos exige consumir? ¿A qué tremendo riesgo nos veríamos expuestos? ¿Cuál sería la consecuencia o el castigo? ¿De qué tendríamos que arrepentirnos?
La respuesta emboscada en la demanda autoritaria insinúa que perdernos eso que no deberíamos desaprovechar nos llevaría a la exclusión social. Podríamos ser los únicos que no lo hayamos consumido, los únicos que no tengamos tema de conversación, los únicos que nos quedemos afuera de un club al que quizás tampoco nos interese pertenecer, los raros, los desclasados. Pero, ¿cuánto tiempo, dinero, energía y atención son necesarios para responder a todas las voces que nos gritan "¡no te lo podés perder!"? Correr espasmódicamente detrás de cada señuelo que no deberíamos perder nos instalaría en un tiempo lineal. Es decir, en una carrera sin fin y sin frutos, como la del burro detrás de la zanahoria. Y, como apenas podemos tomar una cosa por vez (los límites existen, aunque algunos crean que no), esa carrera solo nos llevaría a perder muchas otras simultáneamente.
En su insoslayable ensayo titulado Tiempo, el filósofo alemán Rüdiger Safranski dice que en el tiempo lineal cada suceso desaparece como si nunca hubiera existido. Se pierde. Es el tiempo de la angustia existencial, del vacío, de la finitud desesperante. Pero hay otro tiempo, el cíclico. Es el de las mareas, de las estaciones del año, de la vida vegetativa, de nuestro organismo. Es también el de nuestros rituales, el de nuestros encuentros y reencuentros, el de la reflexión, que gira pacientemente alrededor de la vida y sus circunstancias explorándola desde diferentes distancias y perspectivas. Correr para responder a la exigencia de "no te lo pierdas" significa vivir en un presente continuo, sin memoria ni futuro. Un presente acumulativo de experiencias y objetos imperdibles, un vano intento de tenerlo todo, de no perder nada. Salvo, claro, tiempo y, con el tiempo, vida.
En su ensayo Pureza del corazón es querer una sola cosa, el filósofo existencialista danés Soren Kierkegaard (1813-1855) señala que desarrollar el arte de vivir significa aprender qué necesitamos, enfocarnos en un propósito que ilumine el sentido de nuestra vida y centrar en él nuestras energías y nuestros recursos, tanto materiales como emocionales, psíquicos y espirituales. Cuando transitamos el tiempo con esa brújula existencial, hay muchísimas cosas que sí podemos y que además debemos perder, porque son solo distractores, válvulas de escape, placebos para el tedio vital. Perderlas es ganar. Ayuda a vivir para algo y vivir para alguien, como proponía Víktor Frankl (1902-1997), el gran médico y pensador austriaco. Nos aleja de esa rueda de deseos siempre insaciables y estériles en las que nos incitan a correr como hámsters al grito de: "¡No te lo podés perder!". Claro que podemos. Y debemos.
S. S.
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