martes, 8 de mayo de 2018

HISTORIA DE VIDA


Era un hombre extraordinario. Murió, y en cuanto conocí la noticia me pregunté adónde iría a parar el vasto conocimiento de ese gran humanista. Escribía sobre música clásica y artes plásticas, pero la hondura de su mirada podía alcanzar los temas más diversos con una inteligencia fulgurante. No era el primer hombre culto en morirse, eso ya lo sabía, pero sí el primero que yo había conocido. Nos unía un afecto silencioso. Una tarde, sentados en la barra del restaurante de este diario en el viejo edificio de la calle Bouchard, me hizo una serie de preguntas que cerró con una observación que no olvidé jamás.
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Yo tenía 20 años. Tal vez por falta de coraje, desconocimiento o simple instinto de conservación, cuando estaba entre los mayores me dedicaba a escucharlos. No creo que fuera la mía la actitud de quien deseaba con fervor aprender, la prudencia del discípulo que asiste arrobado a venerar la palabra de un maestro. Tantos años después, creería, tal vez con algún matiz que le diese algo de decoro a la escena, que más bien se trataba de la derivación de una personalidad, si no acobardada, singularmente cohibida y de un carácter poco dado a la conversación. Esa mudez a veces atroz, si se atiende el íntimo dolor que me infligía, tenía consecuencias beneficiosas. Gracias a esa cortedad de palabras -prolongación de lo que a mi juicio era una simple cortedad o modestia de ideas- escuché historias deslumbrantes que me abrieron puertas que hasta entonces siquiera sabía que existían.
-¿Escuchaste la Quinta Sinfonía de Mahler? -quiso saber. Martín M. sonrió con un aire ligeramente mefistofélico. Dudé en responderle con la verdad, pero entendí que lo peor que podía hacer era mentirle: en esos años jóvenes, la ignorancia se me notaba a simple vista; el paso del tiempo me permitió aprender el oficio de la simulación.
-No -dije escuetamente. Sabía que empezaba a decepcionarlo. Hizo una pausa y me aguijoneó con otra pregunta. La voz tenía un aire levemente borgeano: solía imitarlo con grandes aspiraciones de aire, en medio de las pausas de la Redacción, cuando con malicia elegía el sarcasmo en franco desdén de su rival.
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-¿Leíste a Dostoievski? -Sentí un dolor punzante en un costado del cuerpo. Vino a mi mente la imagen del banderillero que con cada estocada va menguando la resistencia de la bestia en las lidias de toros. No llegué a contestarle -me delataron los ojos abatidos, la boca apenas entreabierta, el balbuceo que acompaña la deshonra inminente-, y repetí para mis adentros la pregunta: Dostoievski. Desvié la vista; por el rabillo del ojo me pareció que fulguraba la espada con que iba a matarme.
-Pero qué muchacho afortunado -dijo, y soltó una risa sonora. Pensé que era la broma última y perversa que se le dedica a un moribundo. Hablaba con un lenguaje ornamentado que llegaba de un tiempo remoto; el laborioso movimiento de los músculos de la cara bajo unas cejas caprichosas y espesas le concedían una extraña y perturbadora teatralidad. Parecía querer darle brillo a la realidad basta y opaca de las palabras y las cosas-. Te esperan la belleza de esa música y de esos textos -dijo. Me dispuse a sentir sobre el lomo la estocada final, la sangre entibiando la piel todavía joven-. No hay momento más deslumbrante que aquel en que perdemos la virginidad. Nada hay como esa primera vez leyendo un Chejov o escuchando un Beethoven.
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Siguió un extenso monólogo. Pronunció una larga sucesión de nombres de artistas decisivos. Algunos de esos nombres resonaban vagamente en mi memoria; otros -Bartok, Dvorak- me eran por completo desconocidos. Durante muchas tardes, café de por medio, lo escuché contar historias maravillosas. Era naturalmente quejoso, refunfuñaba, y fustigaba sin compasión a los mediocres. Escribía estupendamente, y tenía el don de la pedagogía. Pero un día murió -y sí, esas cosas pertenecen al orden de lo inevitable, casi lo escucho decirlo- y tuve una inesperada sensación de orfandad. Quizá nunca supo que habría de extrañarlo, ni que su recuerdo estaría por tanto tiempo (pasaron cuarenta años) en mi memoria. Desde entonces, cada vez que escucho laQuinta de Mahler regresa a mí la imagen vivida de aquel maestro. Anoche he soñado con él. Tal vez Martín M. hubiese sonreído. Alguna tarde que añoro me hizo saber (la voz era la misma) lo que murmuraba Borges: somos la memoria y el sueño de los otros.

V. H. G.

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