martes, 1 de mayo de 2018
LA OPINIÓN DE DANIEL GUSTAVO MONTAMAT
Daniel Gustavo Montamat
Una agenda de desarrollo inclusivo exige resolver los problemas estructurales y abandonar la tentación de la inmediatez
La Argentina sigue arrastrando problemas estructurales muy serios, suma de errores y reincidencias pasados que nos tienen varados en el tiempo. El gradualismo estratégico que plantea Cambiemos es una carrera contra reloj para romper amarras que nos atan a un presente decadente y establecer consensos básicos en un proyecto que nos reconcilie con el futuro.
Agustín de Hipona (San Agustín) advertiría a los argentinos, y a los mortales en general, que pretender eternizar el presente no solo es presuntuoso e impiadoso, también es insensato y absurdo. Las sociedades ancladas en el presente padecen una inconsistencia existencial. En sus Confesiones, una de las reflexiones más lúcidas y simples sobre el tiempo cronológico que conoce la filosofía, el monje cristiano argumenta que solo Dios, creador del tiempo, está fuera del tiempo, y que su eternidad puede expresarse como un "perpetuo presente".
Los seres humanos, por el contrario, estamos por ahora sujetos al tiempo y, en nuestra condición temporal, lo que no podemos hacer es aferrarnos al tiempo presente. "¿Cien años presentes son acaso un tiempo largo? Mira primero si puedes estar presente cien años. Porque si se trata del primer año, es presente; pero los noventa y nueve son futuros, y, por tanto, no existen todavía; pero si estamos en el segundo año, ya tenemos uno pretérito, otro presente, y los restantes, futuros. Y así de cualquiera de los años medios de este número centenario que tomemos como presente: todos los anteriores a él serán pasados; todos los que vengan después de él, futuros. Por todo lo cual no pueden ser presente los cien años".
Con el rigor de esta lógica podríamos seguir reduciendo la unidad temporal. Si el presente es el año 2018 y estamos parados en abril, ya hay meses que forman parte del pasado, y los restantes, del futuro. Así con los meses, las semanas, los días, las horas, los minutos... el instante. El instante es y deja de ser. "Eternizar el instante" es justamente lo que promueve la cultura de la "modernidad líquida" con su caleidoscopio de sensaciones y experiencias efímeras. No hay futuro, "el presente es futuro sido", dirá en el siglo XX Martin Heidegger. Y es este fenómeno de época el que ha devuelto renovada vigencia, por derecha y por izquierda, al populismo ideológico y a sus políticas cortoplacistas.
El menú de tenedor libre que hoy ofrecen los neopopulismos intenta anclar a la sociedad en el presente de los instantes prebendarios, las sensaciones redistributivas, las acusaciones exculpatorias, las apelaciones xenófobas y los negocios para amigos. Inoculado el virus de la inmediatez, del hoy, y de la suma de sensaciones efímeras, se hace mucho más complicado articular políticas que se ocupen de los problemas estructurales y atiendan las demandas de un futuro que, por ignorado, ha aumentado sus restricciones. Hay una colisión de intereses presentes que hace gatopardismo: que todo cambie, para que nada cambie.
El déficit de la cuenta corriente externa del año pasado, que trepó a 30.792 millones de dólares (4,8% del PBI), resume la magnitud de nuestro desequilibrio estructural y del lastre económico que nos tiene varados en el presente. Hay dos caminos para interpretar las cifras de ese desequilibrio externo. Por un lado, observando los desbalances de los rubros que integran la cuenta corriente externa. El déficit de balanza comercial de unos 8500 millones de dólares surge de un casi estancamiento de las exportaciones, que crecieron un 0,9%, y de un auge de las importaciones, que crecieron un 20%.
Es más preocupante lo de las exportaciones, sobre todo si se tiene en cuenta la evolución de la cuenta comercial de otros países de la región (Chile exportó unos 10.000 millones de dólares más que nosotros). En el rubro de servicios reales (que incluye el turismo), el déficit superó los 6800 millones de dólares. El balance de servicios financieros (remuneración de factores externos), también deficitario en 15.392 millones de dólares completa el desequilibrio aludido. La mirada de estos desbalances desde el punto de vista productivo conduce el análisis y las explicaciones a centrarse en cómo revertir en el futuro esos saldos negativos con mayores exportaciones de bienes y servicios.
La expansión de la economía brasileña (nuestro principal destino de ventas externas) puede aliviar el desequilibrio comercial que arrastramos desde hace años, y hay sectores como el energético y el minero que también pueden darnos más divisas. Si sumamos a eso los desarrollos de infraestructura y logística que se hacen para promover el turismo receptivo y convergemos en un escenario de menor endeudamiento público y mayor inversión externa directa, es posible esperanzarse con una reducción a plazo del desequilibrio externo que sea sostenible.
Pero la economía tiene ciertas identidades matemáticas que permiten ver el mismo problema desde otro ángulo. Los 30.792 millones de déficit de cuenta corriente son también una expresión de nuestro desahorro estructural. Y esta perspectiva del problema hace más evidente nuestro "eterno presente". Financiamos una tasa de inversión interna bruta baja para nuestras necesidades de crecimiento con una tasa de ahorro doméstico que también es baja (las familias y las empresas ahorran poco, y el Estado es un pródigo que desahorra) y recurrimos al financiamiento internacional para suplir el déficit de ahorro doméstico.
Pero no todo lo que pedimos prestado es para invertir y ampliar la base de capital productivo, sino que también pedimos prestado para financiar gasto corriente (consumo). Los argentinos vivimos crónicamente por encima de nuestras posibilidades, y aunque tenemos una estructura de consumo que arrastra desigualdades de ingreso, insistimos en sacrificar el futuro en el altar del presente. Alguien podrá decir que estas preferencias son comunes a todas las sociedades. No es cierto, así como hay sociedades vecinas que ahorran más que nosotros, hay pocas que han experimentado como la nuestra la desmesura populista durante tantas décadas. El futuro nos impone una agenda de desarrollo inclusivo con objetivos, planes y tareas que desafían a la política a establecer transacciones entre las urgencias del presente y los requerimientos del futuro. Pero la dictadura del presente impone sensaciones y nos arrastra de urgencia en urgencia. ¿Recordamos los superávits gemelos de la década pasada? En esos años la cuenta corriente era superavitaria y también había superávit en las cuentas públicas. Llegamos a esa instancia luego de la explosión cambiaria de 2002 y gracias a los excepcionales términos de intercambio que favorecieron nuestra producción primaria.
Desperdiciamos una oportunidad histórica de abordar nuestro desequilibrio estructural comprando con los pesos del superávit fiscal parte de los dólares del superávit comercial para conformar un fondo soberano o anticíclico. El presente le ganó al futuro y volvimos a las andadas. El desafío es que, de una vez por todas, el futuro le gane al presente. Si queremos más inversión y más empleo, menos pobres y menos excluidos, vamos a tener que aprender a vivir de acuerdo con nuestras posibilidades, mientras desarrollamos el potencial que nos augura el porvenir.
Doctor en Economía y en Derecho
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