domingo, 20 de mayo de 2018

PORTEÑOS.....SOMOS COMO SOMOS...


Polía ser un tema de conversación durante las tardes en familia cuando habían terminado las vacaciones o, con aprensión, antes de que empezaran. Pronto llegarían con sus autos, equipos de mate y conservadoras de hielo; escucharíamos las preguntas precipitadas a panaderos y verduleros del pueblo, una detrás de otra sin esperar respuesta, y la cadena de protestas porque en las provincias no había más que dos canales de televisión (estaciones repetidoras de las telenovelas y los noticieros hechos en Buenos Aires) y pocos programas de música para mitigar los nervios en los sinuosos caminos serranos.
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Los porteños tenían sus costumbres, sus modos de hablar y de vestir, virtudes y defectos. Se los llegaba a querer por unos y otros. No se podía negar, además, que el dinero era uno de los atributos por el que se les toleraba la impaciencia, la sorna o los prejuicios, que no desconocían fronteras. En el pueblo donde vivíamos y en otros cercanos, lo que se recaudaba durante la temporada de verano servía para ir tirando el resto del año. Aunque en verdad nadie (excepto los porteños) pensaba que el otoño, el invierno y la primavera fueran "el resto" del año, se había implantado esa creencia sobre la renta que se cosechaba en verano.
No conocía el significado de la palabra "arrogancia", pero las descripciones de mis tías hubieran servido como ilustración cabal de esa enérgica disposición del ánimo. Las suyas eran más bien interpretaciones completas; hoy diríamos que hacían performances con imitaciones de maneras de pronunciar la doble erre y la doble ele, de los gestos ampulosos que a veces terminaban con un golpe de puño en la mesa (si no había una mesa cerca, el puño derecho caía sobre la palma de la mano izquierda), de guiños descontrolados de ojos y de medias sonrisas. 
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Si bien los habían definido como "sobradores", los porteños nos hacían reír cuando se habían ido.
Años después, en Buenos Aires, la escena se repitió a la inversa. Los porteños interpretaban los personajes que habían conocido durante sus paseos estivales, que al escucharlos yo imaginaba como excursiones de latifundistas por las provincias, de conquistas hechas a través de la compra de productos regionales, de alfajores y de tarjetas postales. Era un cliché en las sobremesas de los domingos: los prototipos del santiagueño, del tucumano, del cordobés y del riojano desfilaban en una sucesión de gags asociados, de alguna manera, con la crítica de costumbres, una sociología de entre casa que incluía un leve pero indigesto racismo. Al final de esas escenas entre iguales, o al menos entre seres parecidos, los adultos nos miraban fijamente unos minutos y señalaban que todo lo anterior había sido dicho en broma. Risotadas no habían faltado.
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Muchos años después, busqué, encontré y leí de corrido dos libros escritos por Manuel Mujica Lainez, gran promotor de la ciudad de Buenos Aires como escenario literario privilegiado. Se titulaban Los porteños, nada menos. Esos libros, que para mí prometían una serie de retratos majestuosos y a la vez infiltrados por la ironía arcaica del autor deLa casa (y del que fui fan durante la adolescencia hasta el empacho), reunían en verdad textos periodísticos, perfiles y homenajes a antepasados del autor, a poetas, artistas y mecenas de doble y triple apellido.
El pasado ideal era el protagonista absoluto de los escritos de Mujica Lainez, muchos de ellos publicados antes de su "exilio" en un pueblo cordobés, y el país entero parecía fusionarse en la atmósfera de la ciudad, en museos y milongas, en calles y librerías de Buenos Aires. El ser nacional deambulaba como un dandy por la avenida Corrientes y los barrios del sur, por Recoleta y Barrio Norte. "Cosas de porteños", hubieran dicho mis tías serranas entre risas si les hubieran preguntado por el género de esa colección de altares verbales, muchos de ellos escritos por Mujica Lainez desde su casa en El Paraíso.

D. G.

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