JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Los cuervos de París. Nobles, bellos, crueles y negrísimos cruzan la ciudad en vuelos rasantes e inesperados que aterrorizan a los gorriones y ponen nerviosas a las palomas. El otro día, frente a la Iglesia de Saint Sulpice, uno de ellos se precipitó sobre un palomo y estuvo a punto de acabarlo a picotazos, pero la proximidad de un coche lo persuadió de escapar a último momento.
El palomo, un tanto maltrecho, logró renguear hacia un cordón de la vereda, provisoriamente libre de su verdugo alado. Eugenio Delacroix, quizás el mejor pintor francés de todos los tiempos, se instaló en una casa cercana a esa iglesia, la segunda más importante de París después de Notre Dame.
Tenía el encargo y el firme propósito de pintar una capilla interna después de haber hecho cuadros maravillosos que hoy descuellan en el Louvre. Allí vimos un duelo medieval, con armaduras y lanzas.
Y otro más, pero esta vez en el Oriente lejano: “El combate del Giaour y del pachá”, nuevamente dos a matarse sobre corceles briosos. Más tarde, describe en “La matanza de Quíos”, una escena bélica, dinámica y absolutamente desoladora, y te deja sin aliento con su espléndida y cinematográfica “La batalla de Nancy”.
Delacroix es un pintor de batallas, un narrador de peligros, de tragedias y de peripecias. Un artista épico. “La muerte de Sardanápolos” recrea una orgía de erotismo y de puñales: cuando los rebeldes asedian el palacio de un príncipe, éste da la orden a sus eunucos y a los oficiales de degollar a sus mujeres, sus pajes, hasta sus caballos y sus perros favoritos; ninguno de los objetos que habían servido a sus placeres debían sobrevivir.
El cuadro causó escándalo en su tiempo. Nadie se la quería comprar. Quince años después lo hizo un industrial, pero antes de entregárselo, Delacroix tuvo la precaución de pintarlo de nuevo, aunque en una versión más reducida. Allí están sus esbozos, bocetos y estudios; también sus pequeños y geniales grabados, los tigres y las cacerías de leones.
Pero a pesar de todo este despliegue, sigue acaparando la atención máxima “La libertad guiando al pueblo”, tal vez la pintura más famosa de la historia de Francia.
De ese cuadro, que representa la Revolución Francesa y el advenimiento de la era de la luz y de la razón (también de las guillotinas), y que erige a la libertad como una mujer valiente, me detengo en el niño que la secunda y que blande dos pistolas de chispa.
Ignoro si ya se ha hecho, pero ese niño casi adolescente es una novela en sí mismo. ¿Qué fue de su vida, cómo siguió luchando, qué destino le deparó la paz y cómo murió?
Delacroix eligió una casa radicada a pocas calles de Saint Sulpice para abocarse día y noche a su capilla. Puso especial cuidado en mandar construir en la parte trasera un atelier amplio y luminoso, sobre un jardín repleto de rosas y de silencios, donde el pintor se sentaba a meditar.
Los jefes del cuerpo de jardineros de las Tullerías, el parque bucólico que flanquea al Louvre y desemboca en la Plaza de la Concordia, trabajaron para reconstruir ese edén privado de Delacroix, donde uno puede sentarse escuchar a los pájaros después de haber visitado estas estancias llenas de historia y ese atelier donde el pintor preparó los frescos que luego ejecutaría en los muros internos y en la bóveda de esa capilla.
El proceso se inició en 1849, y lejos de optar por escenas pías y estáticas, Delacroix eligió dibujar con grandes líneas de fuerza a ángeles combatientes, armados y vengadores. Tenía en la cabeza a Rafael, a Tiziano, a Rubens.
Y es inverosímil que no haya pensado en Miguel Ángel y su Capilla Sixtina, puesto que se trataba de murales pintados directamente sobre el enduido. En su casa de rue Furstemberg, muy cerca de donde había transcurrido su infancia, dedicó muchos años a la tarea.
El ángel que termina pintando no es etéreo, sino forzudo: entabla una puja llena de músculos con Jacobo, una pelea física de igual a igual que reinterpreta un pasaje bíblico. Después está Heliodoro, un ministro rapaz, que es arrojado violentamente del templo cuyos tesoros tanto codiciaba.
Y en el cielo raso, aguarda San Miguel, pero no en una versión beatifica, sino lanceando con saña y pericia a un dragón endemoniado. Me impresionan las anotaciones que Delacroix escribe en su diario, porque menciona el gran tema que lo desveló a lo largo de toda su vida: la lucha.
Cualquier combate, batalla o pelea, es una metáfora de la lucha que emprenden el hombre y la mujer contra su destino, y el artista con su arte. ¿Por qué nos sigue interesando la épica? Porque metaforiza esa lucha esencial de los seres humanos.
Es una revelación simple, que compartiré en unos días con Pérez-Reverte en Sevilla: ya he dicho que estos asuntos nos interesan porque atraviesan nuestra novelística y también nuestra mirada sobre el mundo.
Esa explicación de Delacroix también compete a Borges, que admiraba la épica de sus antepasados, creó su propia mitología épica de cuchilleros y reivindicó el western como uno de los últimos géneros épicos de la Humanidad.
Las décadas siguientes lo desmintieron, porque el género policial y el fantástico traerían nuevos formatos para un mismo espíritu. El razonamiento de Delacroix también se aplica a Hemingway, que buscó en las guerras, los toros, los safaris, el boxeo y la pesca una misma metáfora.
Es incomprensible que Borges no leyera “El viejo y el mar”, que es una nouvelle épica: el viejo pescador sale a buscar el último pez, lo encuentra, lucha con él, lo ata a su bote y cuando está regresando no puede evitar que se lo despedacen los tiburones.
Al llegar a la playa, cabizbajo y cansadísimo, un grupo de colegas que se habían reído de él, contemplan con gran respeto y admiración el tremendo espinazo del pez que lleva atado a un costado del bote. El hombre puede ser vencido, pero no derrotado.
Hemingway ganó el Pulitzer con esta metáfora épica: la vida es una lucha apasionante y quizás vana, porque al final todos fracasaremos, pero su empeño es también lo único que le da verdadero sentido a la existencia. La vida será una lucha que perderemos, o será la nada misma.
Bioy Casares estaba obligado a leer a escondidas a Borges, porque al autor de “El Aleph” algunos de los primeros cuentos de Hemingway le parecieron mediocres y porque su figura pública le resultaba temeraria y abominable.
“Se mató porque se dio cuenta de que era un escritor malo”, declaró Borges con malicia cuando Ernest se pegó un tiro con una escopeta en su casa de La Habana. Lo último que vemos de Delacroix es un homenaje que le hace Chagall. Hay, frente a frente, dos cuadros, y uno puede apreciar las diferencias. Me gusta Chagall, pero el esfuerzo de Delacroix es abigarrado y monumental, y la simpleza del joven colega se reduce por comparación a un mero boceto que suena a demasiado fácil y a pincel alzado.
La pintura pasó de ser un esfuerzo denodado, detallista y escrupuloso, que a veces llevaba décadas de faena obsesiva y extenuante, a ser un grupo de trazos creativos pero rápidos, inspirados o graciosos.
Buscando la tumba de Delacroix subimos hasta Pére-Lachaise. Allí no hay tantas palomas ni tantos gorriones. Son los dominicos del cuervo. Es todavía una tarde soleada, y entonces ni sus graznidos ni el silencio mortuorio nos deprimen.
Andamos, eso sí, en respetuoso mutismo por ese parque lleno de árboles y por esa necrópolis poco ornamental, sobre todo si uno la compara con su lujosa versión de la Recoleta.
Aquí la muerte parece ser más discreta, menos farolera, algo muy curioso si entendemos que estos habitantes gozan de la verdadera gloria universal. Porque están enterrados aquí Colette, Balzac, Moliere, Chopin y Fellini. La tumba de Delacroix es notoria pero no fastuosa.
La tumba de la Piaf es modesta, aunque emocionante; unas rosas mustias le rinden desmayado homenaje. La tumba de Oscar Wilde está protegida con paneles de acrílico, y estos guardan las huellas de cien besos que le han estampado a lo largo de los años.
La tumba de Jim Morrison tiene clavada una botella de vino en la tierra y está vallada, la custodian muchachos que toman cerveza a su salud y en un árbol próximo, forrado de cañas de bambú, decenas de turistas han pegado sus chicles de colores, presuntamente en recuerdo de los que mascaba el líder The Doors.
Acaso la más conmovedora sea la tumba que une a Yves Montand y Simogne Signoret, porque han elegido un lecho conjunto de amor eterno. Hay placas, paneles, bustos, estatuas e inscripciones que evocan con tristeza y orgullo a grandes hombres y mujeres de la France; también a héroes, mártires de todas las guerras y de todos los tiempos, y finalmente, a víctimas de horribles accidentes aéreos.
Los cementerios no son para los muertos, sino para los vivos. Sin pretender tener razón en estos asuntos tan transitados y tan trascendentales, no puedo dejar de pensar como pensaba Favoloro que la muerte es un apagón y nada más.
Quien parte no se lleva ningún dolor ni cuestión pendiente, cierra los ojos y entra en ese sueño sin sueño ni conciencia ni perturbaciones ni pasado ni presente ni futuro.
Somos nosotros quienes necesitamos creer que ellos pasaron a otro estado superior, porque eso nos permite defender la idea de que siguen existiendo.
Se trata de un juego de espejos, puesto que el estado de no existencia es inconcebible para nuestro propio narcisismo: nunca dejaré de existir, a mí eso jamás me ocurrirá.
Y también necesitamos, por ese mismo camino, quedarnos con una coordenada terrena (como el cementerio de Pére-Lachaise) para saber que no se han ido del todo, para seguir venerándolos, para visitarlos y para escucharnos a nosotros mismos en esa plegaria de admiración y en ese diálogo ilusorio.
El ser humano es como el viejo que busca al pez y lo atrapa, pero lo pierde: a la larga todo acaba siendo inútil, pero queda el orgullo de haber luchado. Queda esa obra. Que Delacroix pintó de múltiples formas.
Caminamos mientras el sol sigue alto, y al borde del anochecer entramos en Notre Dame, con tan buena suerte que está por comenzar la ceremonia de la tarde. Parece una misa con pompa y todo: suena el órgano imponente, entran tres sacerdotes a la zona del altar mayor y un coro de siete cantantes entonan salmos y temas religiosos.
Hay más turistas que feligreses, y uno siente escalofríos al ver el sitio exacto donde Napoleón se coronó emperador, y los escenarios reales de “El jorobado de Notre Dame”.
A pesar de mi agnosticismo y mis objeciones a los jerarcas eclesiásticos, me persigno porque fui criado por salesianos y porque en parte ésa sigue siendo mi cultura personal. Andamos en puntas de pie, para no molestar a los franceses que rezan.
Pero los turistas se manejan desaprensivamente a los gritos, empujándose los unos a los otros para sacarse una foto desde un mejor ángulo, pisoteando simbólicamente a los que están postrados y en recogimiento.
Muchos vienen de países donde semejantes afrentas se pagarían con la cárcel, o con algo peor, como la horca o el filo de la cimitarra. Aquí nadie les pide ni siquiera buena educación.
Siguen a los gritos, convirtiendo uno de los templos más serios y hermosos del mundo en un jolgorio personal y en una estampita de Facebook. Estos depredadores son, en realidad, los peores cuervos de París.
Los cuervos de París. Nobles, bellos, crueles y negrísimos cruzan la ciudad en vuelos rasantes e inesperados que aterrorizan a los gorriones y ponen nerviosas a las palomas. El otro día, frente a la Iglesia de Saint Sulpice, uno de ellos se precipitó sobre un palomo y estuvo a punto de acabarlo a picotazos, pero la proximidad de un coche lo persuadió de escapar a último momento.
El palomo, un tanto maltrecho, logró renguear hacia un cordón de la vereda, provisoriamente libre de su verdugo alado. Eugenio Delacroix, quizás el mejor pintor francés de todos los tiempos, se instaló en una casa cercana a esa iglesia, la segunda más importante de París después de Notre Dame.
Tenía el encargo y el firme propósito de pintar una capilla interna después de haber hecho cuadros maravillosos que hoy descuellan en el Louvre. Allí vimos un duelo medieval, con armaduras y lanzas.
Y otro más, pero esta vez en el Oriente lejano: “El combate del Giaour y del pachá”, nuevamente dos a matarse sobre corceles briosos. Más tarde, describe en “La matanza de Quíos”, una escena bélica, dinámica y absolutamente desoladora, y te deja sin aliento con su espléndida y cinematográfica “La batalla de Nancy”.
Delacroix es un pintor de batallas, un narrador de peligros, de tragedias y de peripecias. Un artista épico. “La muerte de Sardanápolos” recrea una orgía de erotismo y de puñales: cuando los rebeldes asedian el palacio de un príncipe, éste da la orden a sus eunucos y a los oficiales de degollar a sus mujeres, sus pajes, hasta sus caballos y sus perros favoritos; ninguno de los objetos que habían servido a sus placeres debían sobrevivir.
El cuadro causó escándalo en su tiempo. Nadie se la quería comprar. Quince años después lo hizo un industrial, pero antes de entregárselo, Delacroix tuvo la precaución de pintarlo de nuevo, aunque en una versión más reducida. Allí están sus esbozos, bocetos y estudios; también sus pequeños y geniales grabados, los tigres y las cacerías de leones.
Pero a pesar de todo este despliegue, sigue acaparando la atención máxima “La libertad guiando al pueblo”, tal vez la pintura más famosa de la historia de Francia.
De ese cuadro, que representa la Revolución Francesa y el advenimiento de la era de la luz y de la razón (también de las guillotinas), y que erige a la libertad como una mujer valiente, me detengo en el niño que la secunda y que blande dos pistolas de chispa.
Ignoro si ya se ha hecho, pero ese niño casi adolescente es una novela en sí mismo. ¿Qué fue de su vida, cómo siguió luchando, qué destino le deparó la paz y cómo murió?
Delacroix eligió una casa radicada a pocas calles de Saint Sulpice para abocarse día y noche a su capilla. Puso especial cuidado en mandar construir en la parte trasera un atelier amplio y luminoso, sobre un jardín repleto de rosas y de silencios, donde el pintor se sentaba a meditar.
Los jefes del cuerpo de jardineros de las Tullerías, el parque bucólico que flanquea al Louvre y desemboca en la Plaza de la Concordia, trabajaron para reconstruir ese edén privado de Delacroix, donde uno puede sentarse escuchar a los pájaros después de haber visitado estas estancias llenas de historia y ese atelier donde el pintor preparó los frescos que luego ejecutaría en los muros internos y en la bóveda de esa capilla.
El proceso se inició en 1849, y lejos de optar por escenas pías y estáticas, Delacroix eligió dibujar con grandes líneas de fuerza a ángeles combatientes, armados y vengadores. Tenía en la cabeza a Rafael, a Tiziano, a Rubens.
Y es inverosímil que no haya pensado en Miguel Ángel y su Capilla Sixtina, puesto que se trataba de murales pintados directamente sobre el enduido. En su casa de rue Furstemberg, muy cerca de donde había transcurrido su infancia, dedicó muchos años a la tarea.
El ángel que termina pintando no es etéreo, sino forzudo: entabla una puja llena de músculos con Jacobo, una pelea física de igual a igual que reinterpreta un pasaje bíblico. Después está Heliodoro, un ministro rapaz, que es arrojado violentamente del templo cuyos tesoros tanto codiciaba.
Y en el cielo raso, aguarda San Miguel, pero no en una versión beatifica, sino lanceando con saña y pericia a un dragón endemoniado. Me impresionan las anotaciones que Delacroix escribe en su diario, porque menciona el gran tema que lo desveló a lo largo de toda su vida: la lucha.
Cualquier combate, batalla o pelea, es una metáfora de la lucha que emprenden el hombre y la mujer contra su destino, y el artista con su arte. ¿Por qué nos sigue interesando la épica? Porque metaforiza esa lucha esencial de los seres humanos.
Es una revelación simple, que compartiré en unos días con Pérez-Reverte en Sevilla: ya he dicho que estos asuntos nos interesan porque atraviesan nuestra novelística y también nuestra mirada sobre el mundo.
Esa explicación de Delacroix también compete a Borges, que admiraba la épica de sus antepasados, creó su propia mitología épica de cuchilleros y reivindicó el western como uno de los últimos géneros épicos de la Humanidad.
Las décadas siguientes lo desmintieron, porque el género policial y el fantástico traerían nuevos formatos para un mismo espíritu. El razonamiento de Delacroix también se aplica a Hemingway, que buscó en las guerras, los toros, los safaris, el boxeo y la pesca una misma metáfora.
Es incomprensible que Borges no leyera “El viejo y el mar”, que es una nouvelle épica: el viejo pescador sale a buscar el último pez, lo encuentra, lucha con él, lo ata a su bote y cuando está regresando no puede evitar que se lo despedacen los tiburones.
Al llegar a la playa, cabizbajo y cansadísimo, un grupo de colegas que se habían reído de él, contemplan con gran respeto y admiración el tremendo espinazo del pez que lleva atado a un costado del bote. El hombre puede ser vencido, pero no derrotado.
Hemingway ganó el Pulitzer con esta metáfora épica: la vida es una lucha apasionante y quizás vana, porque al final todos fracasaremos, pero su empeño es también lo único que le da verdadero sentido a la existencia. La vida será una lucha que perderemos, o será la nada misma.
Bioy Casares estaba obligado a leer a escondidas a Borges, porque al autor de “El Aleph” algunos de los primeros cuentos de Hemingway le parecieron mediocres y porque su figura pública le resultaba temeraria y abominable.
“Se mató porque se dio cuenta de que era un escritor malo”, declaró Borges con malicia cuando Ernest se pegó un tiro con una escopeta en su casa de La Habana. Lo último que vemos de Delacroix es un homenaje que le hace Chagall. Hay, frente a frente, dos cuadros, y uno puede apreciar las diferencias. Me gusta Chagall, pero el esfuerzo de Delacroix es abigarrado y monumental, y la simpleza del joven colega se reduce por comparación a un mero boceto que suena a demasiado fácil y a pincel alzado.
La pintura pasó de ser un esfuerzo denodado, detallista y escrupuloso, que a veces llevaba décadas de faena obsesiva y extenuante, a ser un grupo de trazos creativos pero rápidos, inspirados o graciosos.
Buscando la tumba de Delacroix subimos hasta Pére-Lachaise. Allí no hay tantas palomas ni tantos gorriones. Son los dominicos del cuervo. Es todavía una tarde soleada, y entonces ni sus graznidos ni el silencio mortuorio nos deprimen.
Andamos, eso sí, en respetuoso mutismo por ese parque lleno de árboles y por esa necrópolis poco ornamental, sobre todo si uno la compara con su lujosa versión de la Recoleta.
Aquí la muerte parece ser más discreta, menos farolera, algo muy curioso si entendemos que estos habitantes gozan de la verdadera gloria universal. Porque están enterrados aquí Colette, Balzac, Moliere, Chopin y Fellini. La tumba de Delacroix es notoria pero no fastuosa.
La tumba de la Piaf es modesta, aunque emocionante; unas rosas mustias le rinden desmayado homenaje. La tumba de Oscar Wilde está protegida con paneles de acrílico, y estos guardan las huellas de cien besos que le han estampado a lo largo de los años.
La tumba de Jim Morrison tiene clavada una botella de vino en la tierra y está vallada, la custodian muchachos que toman cerveza a su salud y en un árbol próximo, forrado de cañas de bambú, decenas de turistas han pegado sus chicles de colores, presuntamente en recuerdo de los que mascaba el líder The Doors.
Acaso la más conmovedora sea la tumba que une a Yves Montand y Simogne Signoret, porque han elegido un lecho conjunto de amor eterno. Hay placas, paneles, bustos, estatuas e inscripciones que evocan con tristeza y orgullo a grandes hombres y mujeres de la France; también a héroes, mártires de todas las guerras y de todos los tiempos, y finalmente, a víctimas de horribles accidentes aéreos.
Los cementerios no son para los muertos, sino para los vivos. Sin pretender tener razón en estos asuntos tan transitados y tan trascendentales, no puedo dejar de pensar como pensaba Favoloro que la muerte es un apagón y nada más.
Quien parte no se lleva ningún dolor ni cuestión pendiente, cierra los ojos y entra en ese sueño sin sueño ni conciencia ni perturbaciones ni pasado ni presente ni futuro.
Somos nosotros quienes necesitamos creer que ellos pasaron a otro estado superior, porque eso nos permite defender la idea de que siguen existiendo.
Se trata de un juego de espejos, puesto que el estado de no existencia es inconcebible para nuestro propio narcisismo: nunca dejaré de existir, a mí eso jamás me ocurrirá.
Y también necesitamos, por ese mismo camino, quedarnos con una coordenada terrena (como el cementerio de Pére-Lachaise) para saber que no se han ido del todo, para seguir venerándolos, para visitarlos y para escucharnos a nosotros mismos en esa plegaria de admiración y en ese diálogo ilusorio.
El ser humano es como el viejo que busca al pez y lo atrapa, pero lo pierde: a la larga todo acaba siendo inútil, pero queda el orgullo de haber luchado. Queda esa obra. Que Delacroix pintó de múltiples formas.
Caminamos mientras el sol sigue alto, y al borde del anochecer entramos en Notre Dame, con tan buena suerte que está por comenzar la ceremonia de la tarde. Parece una misa con pompa y todo: suena el órgano imponente, entran tres sacerdotes a la zona del altar mayor y un coro de siete cantantes entonan salmos y temas religiosos.
Hay más turistas que feligreses, y uno siente escalofríos al ver el sitio exacto donde Napoleón se coronó emperador, y los escenarios reales de “El jorobado de Notre Dame”.
A pesar de mi agnosticismo y mis objeciones a los jerarcas eclesiásticos, me persigno porque fui criado por salesianos y porque en parte ésa sigue siendo mi cultura personal. Andamos en puntas de pie, para no molestar a los franceses que rezan.
Pero los turistas se manejan desaprensivamente a los gritos, empujándose los unos a los otros para sacarse una foto desde un mejor ángulo, pisoteando simbólicamente a los que están postrados y en recogimiento.
Muchos vienen de países donde semejantes afrentas se pagarían con la cárcel, o con algo peor, como la horca o el filo de la cimitarra. Aquí nadie les pide ni siquiera buena educación.
Siguen a los gritos, convirtiendo uno de los templos más serios y hermosos del mundo en un jolgorio personal y en una estampita de Facebook. Estos depredadores son, en realidad, los peores cuervos de París.
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