Apenas se habla de la soledad de las madres a poco de nacer un niño. Aún menos se habla de la soledad de las madres durante los años que vienen después. Julia me lo contó tantas veces que es como si lo hubiera vivido. La casa familiar, los años 70. Papel en las paredes, lámparas de luz acaramelada, patines de tela para atravesar el parquet. El de Julia era un hogar que olía a cera recién aplicada; territorio de electrodomésticos, horarios fijos, comidas humeantes. Una película de Doris Day.
Estaba esa madre, ama de casa a conciencia, que todo lo hacía, todo lo anticipaba; demiurga de una vida acompasada, gestora de las fotos perfectas para el más adecuado álbum familiar. Pero sobrevino ese día. Ni siquiera fue una catástrofe; apenas un desgarrón en la apretada trama de la rutina. Aunque, se sabe, tras las telas rotas puede colarse un frío de muerte.
Era el cumpleaños de Julia. Ya habían estado el mago, la coronita para la cumpleañera, el "Cumpleaños feliz" con los chicos del grado. Allá afuera anochecía, y en el interior del primoroso departamento solo quedaban los familiares y amigos más cercanos. Julia lo recuerda como biselado: cierto nerviosismo entre los adultos, una leve extrañeza, un busco una porción más de torta, salgo de mi pieza y miro. Mamá no está. El lienzo impecable del día a día se había rasgado y amenazaba tormenta. Para la niña que era Julia, lo que sobrevino fue un blando muro de adultos que la animaron a mirar otra vez los regalos, quizás la llevaron a cenar, seguro a dormir.
Al día siguiente, mamá estaba en casa. Aquí no ha pasado nada, sentenciaba el desayuno servido a la hora justa. Pero tras las cortinas del silencio adulto se filtraban retazos de alguna otra cosa. Que un desacuerdo banal entre papá y mamá. Que el silencio algo repentino, algo mecánico, de ella. La falta de portazo cuando se fue del cumpleaños. La mujer extraña que terminó siendo durante un buen rato, hasta que papá, que la buscó durante nunca se supo cuántas horas, la encontró caminando a la deriva, sin saber ni cómo, ni cuándo, ni dónde.
Cada vez que Julia me relata ese difuso recuerdo de infancia, pienso en el personaje de Julianne Moore en la película Las horas: aquella mujer aplastada por la eficacia limpia de su casa de los suburbios; lo titánico de la lucha consigo misma; el grito que, como un tsunami, pugnaba por salir tras cada uno de sus gestos rigurosamente contenidos. Las dos, Julia y yo, habíamos llorado a mares cuando vimos aquel film de Stephen Daldry. Y ahora es ella la que quisiera pero no puede llorar: me cuenta que tuvieron que pasar dos hijos y muchos años de crianza para que aquel episodio atrapado en su infancia cobrara, finalmente, otro color.
Porque le pasó. A ella, instalada en la vereda de enfrente de las Doris Day; a ella, profesional y "madre que trabaja", ama de casa de a ratos, a regañadientes y como se pueda, le ocurrió. El mandato de la perfección, transmutado en una disponibilidad a demanda que ya no huele a comida casera, pero se le parece. Tras una semana especialmente difícil, hacia la mitad de un día endiabladamente duro con su hijo menor, sintió el rasguido del lienzo. Vio a su hijo desafiarla, hacer una niñería, salir corriendo. Estaban los dos en el club y dentro de Julia, sin saber cómo, ni cuándo, ni dónde, algo se desconectó. No avisó a nadie. Dio media vuelta y se fue.
La encontraron poco más de una hora después. Todo pasó por un malentendido; calmó como pudo el llanto del chico: que no, que no te abandoné, claro que no.
"Y es que no lo abandoné, pero un poco sí -me dice, tan agarrotada que no puede llorar-. Fue como un punto ciego. No vi, no pensé, me olvidé de todo". Como Julianne Moore en Las horas. Como su propia mamá, asfixiada por las cuatro paredes de un hogar impecable. Como tantas otras -¿cuántas de nosotras?-, empeñadas en hacerlo todo, y bien. Y solas.
D. F. I.
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