sábado, 23 de junio de 2018

VISITÁ EL PALACIO BAROLO


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Como su gemelo, el Palacio Salvo de Montevideo, el Barolo no deja indiferente a nadie. Mucho menos a quienes, en alguna que otra noche porteña, vislumbraron cierta luminosidad allá arriba, en la cima del edificio: la singular existencia de un faro en pleno centro de la ciudad, tan cerca del vértigo urbano, tan lejos del puerto.
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El Barolo tiene encanto, algo de objeto inclasificable, un poco -o mucho- de misterio. Quizás por eso no sea extraño encontrar algún que otro habitante de Buenos Aires entre los grupitos de turistas que se apuntan a las visitas guiadas al palacio. Para todos, esa mole elegante a su manera, ecléctica y jaspeada de superficies curvas, con su particular modo de erguirse sobre la avenida de Mayo al 1300, posee un magnetismo difícil de definir. Y la posibilidad de conocer sus vericuetos, escaleras y terrazas internas no es como para dejar pasar.
Ante todo, la cifra de su personalidad: todo el edificio encierra un homenaje a La Divina Comedia, de Dante Alighieri. Allá por 1919, cuando el empresario Luis Barolo encargó la construcción del palacio, no lo hizo con aspiraciones precisamente modestas. Admirador de la obra del Dante, y convencido de que Europa iba a continuar presa de la furia destructiva de las grandes guerras, decidió que sería Buenos Aires la ciudad donde hallarían reposo los restos del poeta italiano. Y que el Barolo se convertiría en joya arquitectónica, homenaje y mausoleo.
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Desde luego, la llegada de las cenizas del poeta nunca se concretó. Pero Mario Palanti, el arquitecto a cargo del proyecto, plasmó en cada detalle del edificio las huellas -algunas más evidentes que otras- de la pasión por La Divina Comedia. Y a través de esa enorme celebración caminan quienes tienen la fortuna de recorrer el edificio.
Palanti organizó su obra en tres ejes: infierno, purgatorio, paraíso. Hacia abajo, en el subsuelo y en planta baja, están los territorios del averno. Por cierto, más bellos que endemoniados: hay que ver esas galerías abovedadas, el quiosco de influjo art déco, las cristaleras, las luminarias. Como testimonio de aquella ambiciosa aspiración de Barolo, aún es posible contemplar, unos pasos hacia dentro de la galería que se abre sobre avenida de Mayo, una réplica de la escultura que habría coronado el frustrado sepulcro americano del Dante. Luego, están las escaleras, cimbreantes y pródigas en deliciosas curvaturas que ayudan a elevarse hacia las entrañas de una construcción concebida, precisamente, como el ascenso desde el infierno hasta el paraíso.
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Todo, o casi todo, encierra algún tipo de simbología. En la planta baja, nueve bóvedas de acceso representan los nueve pasos de la iniciación y las nueve jerarquías infernales. En el hierro forjado de los ascensores se entretejen alusiones masónicas y enigmáticas referencias numéricas. Entre el piso uno y el catorce Palanti concibió al purgatorio y, cada dos pisos, entendió que se aludiría a uno de los siete pecados capitales.
En un edificio habilitado solo para oficinas, el juego es animarse a subir la mayor cantidad de escaleras posible; trazar, como el Dante, el camino hacia la luz. Para espíritus menos estoicos, están los ascensores. Allá arriba, a todos los aguarda la cúpula vidriada del faro. Y el vértigo de sentarse alrededor de la lámpara, con la ciudad tras las espaldas y el edén del cielo porteño, ahí nomás, al alcance de la mano.

D. F. I.

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