El Gobierno tiene dificultades para convencer a actores claves de la economía, como los empresarios, a quienes podría suponerse más afines a su orientación promercado
Sergio Berensztein
Los eventuales historiadores futuros de Cambiemos enfrentarán un desafío analítico que los contemporáneos no podemos desentrañar: cómo fue que el gobierno más procapitalista de la Argentina democrática tuvo tantas dificultades para comunicar su visión y persuadir respecto de las bondades de su programa a los principales actores del mercado, tanto dentro como fuera del país. ¿Cuáles son las raíces de esa mutua desconfianza? ¿Hasta qué punto limita la capacidad de éxito, en especial en términos económicos, de esta intensa y voluble gestión de Mauricio Macri?
Es comprensible que los contratiempos surjan en el vínculo con actores políticos y sociales menos afines a los círculos sociales y culturales a los que el propio Presidente y la mayoría de sus colaboradores pertenecen y en los que crecieron y se formaron. Muchos interlocutores habituales del Gobierno (legisladores, gobernadores, sindicalistas) expresan frecuentemente frustración por el resultado de esa interacción. "No cumplen la mayoría de las promesas", me dijo hace poco un líder provincial radical integrante de Cambiemos. "Les ofrecimos en múltiples oportunidades hacer un acuerdo marco para que la agenda en el Congreso avance con cierta previsibilidad, pero nunca obtuvimos una respuesta positiva", comentó un influyente legislador opositor. Curiosamente, o no, los que menos reclaman son los sindicalistas, acostumbrados a negociar con empresarios, en particular los líderes de los grandes gremios industriales y de servicios. Entre bueyes no hay cornadas. Y si las hay, quedan dentro de un intervalo de razonabilidad en el que las ambigüedades son habituales en asados bien regados y otros encuentros sociales.
El actor social más crítico es, notablemente, el empresariado. Esto incluye (pero de ningún modo agota) a quienes frecuentaban a los destituidos Francisco "Pancho" Cabrera y Juan José Aranguren. ¿Cambiará esto ahora que la sociedad Morgan Stanley Capital International (MSCI) reclasificó a la Argentina como país emergente? Muchas empresas tendrán acceso a financiamiento más fluido y barato, lo que ayudará a generar riqueza y empleo. Además, resurgen los activos argentinos y si las firmas recuperan algo del valor perdido por la reciente crisis cambiaria y el derrumbe del peso, algo debería mejorar el humor de algunos empresarios. Esta perspectiva que se le abre al país, que requiere un riguroso cumplimiento de las metas acordadas con el FMI (sobre todo en materia fiscal), no alcanza para que los principales líderes del sector privado disimulen su fastidio con un gobierno que está muy lejos de haber satisfecho sus expectativas, hasta para los que al inicio de la gestión fueron menos optimistas. Esto excluye un minigrupo integrado por titulares de algunos grandes bancos extranjeros y un cúmulo acotado de productores agropecuarios que mantienen fluidos contactos con las principales autoridades en un entorno de confianza mutua.
Los motivos de controversia fueron y son muy variados. Están quienes siempre descreyeron del gradualismo, esa parsimoniosa estrategia de corrección de los grandes desequilibrios macroeconómicos a la que el Gobierno se aferró tanto y que ahora ha tenido que abandonar frente a la obligación de encarar el ajuste fiscal siempre postergado. Luis Caputo reconoció que esta crisis forzó al Gobierno a sintonizar sus políticas monetarias y fiscales, que durante 30 meses se habían movido en dirección opuesta. Sea por motivos ideológicos o por una lectura pragmática de la realidad, la enorme mayoría de los empresarios era consciente de que un incremento en el costo del crédito para el país complicaría, como ocurrió, el andamiaje discursivo y el sistema operativo de un gobierno que, con candidez, reconocía no tener un plan B. "En el sector privado, estos mismos exejecutivos jamás se hubieran dado el lujo de carecer de un plan de contingencia", señaló en mayo el extitular de una cámara industrial luego de escuchar a un funcionario de la mesa chica en un concurrido almuerzo. "Forma parte del manual de procedimientos estandarizados de cualquier corporación". Hubo plan B: recurrir al FMI.
Otras críticas no apuntaban a los instrumentos, sino a los resultados. "No tenemos suficiente rentabilidad para animarnos a nuevas inversiones", me dijo en marzo el CEO de una gran empresa. Si bien el dólar a 28 pesos implica un horizonte más despejado, debía convencer a su casa matriz de que valía la pena seguir apostando por la Argentina. Sus pares de Brasil le habían sacado ventaja, a pesar del absoluto acertijo en el que se convirtieron las próximas elecciones presidenciales. Uno de los temas que más irritan es la presión tributaria nacional, provincial y municipal. Y se acumularon en múltiples sectores quejas por la falta de respuestas efectivas a reclamos puntuales. "Esperemos que con Dante (por Sica, el nuevo ministro de Producción) estas cosas mejoren", señaló un funcionario con despacho en la Casa Rosada el mismo sábado en el que se conoció su nombramiento.
En el Gobierno sobran motivos para que esta brecha parezca irremontable. Una no menor es el traspaso a precios de la devaluación. "Es una locura lo que están haciendo muchos empresarios", dicen, casi parafraseando al genial e inolvidable Carlos Pugliese, hombres del Gobierno que hacían cosas similares cuando conducían sus empresas. El atraso cambiario fue, hasta abril pasado, un tema de recurrente conflicto, tanto para aquellos con dificultades para exportar como para los que se veían asediados por la limitada apertura comercial. Lo mismo ocurría con el costo de financiamiento, incluso antes de las tasas exorbitantes que fijaron primero Sturzenegger y luego Caputo para desalentar la compra de dólares. Muchos empresarios se habían habituado a los créditos subsidiados y no lograban adaptarse a las tasas de mercado. El costo laboral fue otro tópico que caracterizó esta difícil relación entre el Gobierno y el sector privado: como resultado de la corrección cambiaria, el tema quedó por ahora postergado.
Las acusaciones cruzadas se intensifican en temas más complejos. "El 'círculo rojo' nunca nos comprendió ni le dio a Mauricio el crédito que merece". "No comprenden el cambio cultural que vivió el país y que queremos potenciar". Estas afirmaciones reverberan una y otra vez en despachos oficiales, incluso con relación a cuestiones de transparencia y ética en los negocios. "Las empresas se adaptan a las reglas del juego tratando de minimizar los riesgos; por eso los amigos del poder, en general empresarios locales, tienen ventajas en un entorno de regulaciones discrecionales y baja competitividad", advirtió un veterano auditor de empresas multinacionales.
El problema no es solo de este gobierno: algo parecido ocurrió con otros casos de administraciones "promercado" que chocaron con importantes protagonistas de un capitalismo al que pretendían reformular. Ocurrió en el menemismo, incluso luego de la implementación del plan de convertibilidad. También hubo fuertes refriegas en el México de Salinas, tanto por la apertura como por el inusual rigor de las autoridades tributarias, y hasta en la dictadura de Pinochet, particularmente en el contexto de la gran crisis de 1982. "No te olvides de la nacionalización de los bancos", me recordó un viejo profesor al que consulté para esta columna. Tal vez lo que parece un hecho sorpresivo sea en el fondo la manifestación de las naturales rispideces entre reguladores y regulados, sobre todo cuando los primeros pretenden cambiar los usos y costumbres que hicieron poderosos a los segundos. A eso se agregan cuestiones de egos y esos prejuicios personales que siempre condimentan, y complican, las relaciones humanas.
Analista político
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