Todo el mundo se equivoca, ¿cierto? Así es, todos cometemos errores. Fantástico. Pero como ocurre con otras cosas importantes, no existe ninguna asignatura que nos enseñe a meter la pata.
No, un momento, tal vez me expresé mal. No hay forma de equivocarse bien. De cometer errores mejores. Y, por cierto, hay fallas fatales. Así que sería un poco contradictorio, si no acaso evolutivamente inconveniente, el tratar de hacer las cosas lo peor posible.
Me refiero, más bien, a una disciplina que nos entrene desde pequeños a aprovechar la riqueza que se esconde en los errores. Como mucho, nos enseñan, con resignación redundante, que nadie es perfecto. Vaya novedad. La cuestión es por qué no somos perfectos.
Bueno, por un lado, porque resultaríamos insufribles. Pero hay algo más. La evolución tiende a eliminar todo aquello que no cumple ninguna función, y el error no se ha transformado en un apéndice en vías de extinción. Por el contrario, forma parte de nuestra vida diaria.
Los errores están siempre ahí. Algunos son menores. Otros, más serios. Algunos se basan en la ignorancia. Otros son fruto de la negligencia, la distracción o la impericia. Somos muy creativos al fallar, y muy fecundos. No es casual. Se trata de una de nuestras facultades mentales más avanzadas. Resulta un poco difícil imaginar que una bacteria se equivoque. Viceversa, uno puede ver perros y gatos cometer errores cada tanto. Pocos, es verdad, pero a medida que aumenta la complejidad de los organismos, las equivocaciones se hacen cada vez más presentes.
Sin embargo, desde niños nos adoctrinan para lidiar con este asunto de una forma emocional, casi siempre cargándonos de culpa. Es algo innecesario e inútil. A nadie le gusta equivocarse, y lo primero que sentimos al cometer un error es una gran frustración.
Se trata de una de sus funciones básicas. Desarrolla nuestra tolerancia a la frustración. Es una destreza clave, porque si conseguimos sobreponernos y volvemos a intentarlo, el error producirá su segunda y más fructífera alquimia: nos motivará a hacerlo bien.
Desde luego, existen muchas otras formas de aprender, aparte del ensayo y error. Pero la práctica hace al maestro, y practicar es equivocarse de forma sistemática. Hasta rozar cada tanto la inasible perfección.
Hay errores que conducen a descubrimientos revolucionarios y otros que son burda y letal mala praxis. No hablo de estos, sino de la pequeña, cotidiana e inofensiva metida de pata que tanto nos amarga.
Los periodistas somos estudiosos de las equivocaciones. La razón es simple: salen publicadas. No se imaginan cuánto duele ver una metida de pata histórica en letra de molde y saber que circulan cientos de miles de copias. Recuerdo mi primera errata épica. Muy suelto de cuerpo traduje mal Geneva y salió publicado que Génova tenía un nuevo y más potente acelerador de partículas. Cuando me recobré, y luego de varias docenas de cartas de lectores en las que me calificaban de un montón de cosas irreproducibles, tracé el camino de ese error. Me pregunté cómo se había originado. Es un proceso estándar en ciertas disciplinas, pero no es algo que nos enseñen en la escuela primaria. A la equivocación se la esconde o se la castiga, pero no se la interroga. Craso error.
Descubrí que buena parte de las fallas se siembran. Arrancan mucho antes de consumarse. Suelen resultar de una constelación de pequeños errores, y detonan solo si se combinan en ciertas condiciones y en un orden específico.
Nunca olvidé la lección de Ginebra, como la llamo: chequear siempre cada dato, aunque sea obvio, aunque haya una sola letra de diferencia. Aunque parezca por completo ocioso.
Esto ocurrió hace más de 30 años, y desde entonces concibo el error menos como una falla que como un maestro. Uno al que conviene escuchar con atención.
A. T.
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