viernes, 29 de junio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


Desde Francia, Jorge Fernández Díaz comenzó una bitácora de viaje llamada París no se acaba nunca: Diario radial de un argentino en Europa. A continuación, la primera entrega.
París
Estamos en la Cité International de las Artes. Es una asociación que promueve la investigación y la creación artística en todas sus disciplinas. Tiene un edificio gigantesco de pasillos oscuros y ateliers luminosos, a orillas del Sena y en el barrio de Le Marais, que es una especie de Palermo Soho a la enésima potencia. El complejo está lleno de pianistas, violinistas, pintores, escultores, escritores e intelectuales variados.
Cada mañana escuchamos que una de nuestras vecinas toca música clásica en el piano. Desde nuestro balcón, Dios nos perdone, se ven el río, la increíble catedral de Notre Dame y, recortada contra el horizonte, la Torre Eiffel.
En la galería que da a la calle, se estacionan cada noche inmigrantes polacos, búlgaros y rumanos; maridos arrojados de sus casas y mendigos inofensivos, que por la mañana levantaron vuelo sin dejar rastros.
Una de las imágenes más impactantes de esta ciudad la proporcionan justamente esas gentes sin techo. Una vez, girando en una callecita, vimos a uno de ellos dormido junto a una pila de libros.
Otra vez, a la sombra de Notre Dame, detectamos que un homeless dormía junto a un libro abierto por la mitad. Finalmente, en el boulevard Saint Michel un gordo en situación de calle leía una novela gorda mientras esperaba la limosna.
No se entiende cómo no se ha escrito todavía esta noticia mundial: los mendigos de París leen novelas. Tal vez porque no se trata de quemados del paco, ni de hijos y nietos de la miseria institucionalizada por generaciones y generaciones, sino de personas que fueron a la escuela y por alguna razón, en algún momento de sus vidas, se quebraron, sin perder ni por un segundo su afición por la lectura.
El ministro de Educación de Macron, un experto en el tema, acaba de ratificar que aún en un mundo de pantallas y tecnología, lo único que prepara a los niños para el porvenir es acostumbrarse a leer libros.
A uno lo deja alelado detenerse en una plaza cualquiera y ver, en un mediodía de media semana, que de cincuenta personas, 35 están leyendo cuentos, novelas y ensayos. Lectores de todas las edades, pero principalmente jóvenes treintañeros.
Se descalzan en los céspedes inmaculados y leen un rato antes de proseguir con la tarea diaria. A propósito, los franceses no son remilgados sino extremadamente responsables y prolijos: improvisan picnics en plazas y parques, y a lo largo de la costa del Sena; comen y toman vino, y al retirarse limpian lo que ensuciaron con naturalidad, sin esperar que el Estado se haga cargo de esa faena.
Es inquietante asistir de lejos a una típica cita parisina: una mujer de película, pero vestida de manera simple, está descalza y permanece graciosamente sentada en la baranda de granito del Sena, y su apuesto galán, que también se descalzó y tiene un porte digno y despreocupado, le habla en voz muy baja: entre ambos hay dos copas y una botella de vino blanco.
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Las damas y los caballeros son naturalmente gráciles y elegantes, y se entiende por lo tanto que Francia haya exportado cuatro expresiones ya universales: savoir faire, glamur, chic y charme. Las mujeres no son lindas ni están fuertes, son bellas. Que no es lo mismo.
Si hay cirujanos plásticos, deben ser los mejores del mundo, porque rara vez uno ve por la calle a una mujer siliconada o deformada por las operaciones, ni teñida obsesivamente de rubio.
Una salida de amigos puede ser un desconcertante juego de bochas (la petanque): las damas lo juegan con zapatos de taco aguja y los hombres con calzado lustrado en areneros limpios y con bolas plateadas, mientras beben en vasos de cristal champan rosado.
El mayor museo es la propia Ciudad Luz, plagada de detalles y de armonía, y de gente manifiestamente feliz. Hace muchos años que no veo tantas personas riendo por las calles. Aquí parece haber triunfado el impensado igualitarismo capitalista.
Hasta los ferroviarios, que están en huelga feroz, han entregado un cronograma de sus paros para no producir más trastornos a los ciudadanos. No hay estrépito en las bocacalles, casi nadie toca bocina; los niños son silenciosos y los perros rara vez ladran.
En muchos cafés, hay bibliotecas, y uno puede tomar un libro y quedarse horas leyendo sin que lo apuren. Los restaurantes tienen por costumbre servir gratis una botella de agua corriente, que es tan o más deliciosa que nuestra agua mineral.
Como en Italia y en España, las verduras tienen aquel sabor que apenas recordamos de nuestra infancia. En algunos barrios, uno puede toparse con una cantante de ópera entrada en kilos que deleita a los peatones con su arte, o un músico eximio que hace maravillas con su arpa.
Más allá de estos elogios merecidos y de esta mirada rápida, lúdica, turística y por lo tanto superficial, Francia no se sustrae a la crisis europea, pero no resiste una mirada crítica de un argentino lleno de cicatrices.
Alguien que vivió verdaderas crisis y que lucha, tal vez en vano, por un país normal, no puede sino admirar este modelo republicano que nació con múltiples dolores de parto, que sufrió cruentos retrocesos, que cometió serias injusticias, pero que hoy es una nación ejemplar e inalcanzable.
Muchos escritores argentinos vivieron, estudiaron y escribieron en París, desde Cortázar hasta Caparrós, pasando por Saer y Soriano. Creo que todos, más allá de ideologías, sintieron la ambigüedad de admirar a Francia y, a la vez, añorar a la Argentina.
Cada noche, le leo a mi mujer “París era una fiesta”. Allí Ernest Hemingway, que en esta ciudad es un héroe local, cuenta sus años de bohemia y de pobreza.
A veces seguimos sus pasos por la margen izquierda del Sena, por el barrio Latino y por ese laberinto llamado “Shakespeare and Company”, extraordinaria librería donde a Hemingway le prestaban novelas y le daban consejos. Y donde él les hacía creer que ya había almorzado, cuando en realidad no tenía un franco para comprar ni un pan.

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