lunes, 25 de febrero de 2019

CUESTIONES DE TIEMPO


Medir el tiempo, un empeño que va más allá de la ciencia
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El físico francés Olivier Marchon desvela las paradojas surgidas a la hora de demarcar horas, días y meses, desde el sistema romano hasta el reloj atómico 
"Nombrar el tiempo, contarlo, brinda la ilusión de que lo controlamos y permite tal vez ahorrarnos la pregunta angustiante sobre su esencia", escribe Olivier Marchon en El 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo (Godot). En un mismo movimiento, el físico francés se sincera sobre los límites de su investigación -centrada en mostrar cómo, cuando el tiempo "enloquece", revela las arbitrariedades de su medición- e invita a profundizar en los interrogantes fundamentales: ¿Por qué necesitamos partir lo que es continuo? ¿A quién beneficia y a quién perjudica algo tan supuestamente inocuo como el calendario?
"El tiempo, tanto o más que el espacio, es un objeto político: hay que ocuparlo, poseerlo, para controlar mejor los espíritus", insiste el autor. Su libro demuestra cómo la fijación y el cambio de sistemas y paradigmas expresa la medida precisa del poder de algunos personajes o las tendencias triunfantes al interior de una determinada sociedad. Por ejemplo, antes de Julio César, los años del calendario romano duraban 355 días cada dos, y 377 los demás. Ese "mes intercalar", prerrogativa de los papas, se incluía o suprimía según las conveniencias políticas del momento. Cuando descubrió que el año solar duraba 365 días, el sabio egipcio Sosígenes le propuso al emperador adaptarse a la nueva realidad.
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Para que el primer día del primer año del nuevo calendario cayera en el lugar adecuado, debieron sumarse tres meses intercalares. Así, el 46 a.C duró 445 días. El 45, primero del calendario "juliano", llegó finalmente a tener 365. Basado en la realidad objetiva del curso del sol, también marcó el momento en que los religiosos perdieron el monopolio sobre la manipulación del tiempo y -de alguna manera, por extensión- la humanidad. Todavía el 1° de enero tardaría siglos en imponerse como comienzo indiscutido del año. "Hubo un tiempo en que se festejaba el año nuevo el 1° de enero en España, el 1° de marzo en Rusia, el día de Pascuas en Francia, el 25 de marzo en Inglaterra, el 1° de abril en Toulouse, el 1 °de septiembre en Bizancio y el 25 de diciembre en Alemania", enumera Marchon.
Uniformar sistemas
Las cosas empezaron a cambiar en el siglo XVI, cuando la consolidación de los estados modernos despertó la necesidad de uniformar estilos. La religión conservaba su cuota de poder. Nuestro calendario se llama "gregoriano" por el papa Gregorio XIII, cuya bula Inter Gravissimas eliminó diez días de 1582 para corregir un desfasaje con el sol. Aquel sistema también tardó en imponerse, lo que generaría unas cuantas paradojas que no son muy conocidas. Por ejemplo, William Shakespeare -nacido en la Inglaterra protestante y juliana- y Miguel de Cervantes -de la España católica y gregoriana- murieron en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, pero con diez días de diferencia.
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La Revolución Francesa fue un foco de resistencia al calendario gregoriano. Espantados ante la división en meses desiguales y la semana nacida de la creencia de un mundo creado en siete días, los defensores de la libertad, la igualdad y la fraternidad dividieron el año en 12 meses de treinta días. En vez de semanas, cada mes tendría tres "décadas" de diez días. Además rebautizaron a los meses -vendimiario, brumario, nivoso, pluvioso, ventoso- y reemplazaron a los santos y las fiestas con frutas y animales. San Lucas se convirtió en el Día del Pimiento; Navidad, en el Día del Perro. El experimento terminó en 1806, cuando Napoleón reanudó relaciones con el papa.
"Mi historia favorita es la de la semana de cinco días en la Unión Soviética", dice Marchon. "Stalin tomó esa medida increíble para aumentar la productividad. Una pesadilla que ni siquiera el más ultraliberal del mundo se atrevería a imaginar hoy". En octubre de 1929, los soviéticos empezaron a transitar la Nepreryka, una "semana de los trabajadores" que eliminaba el reposo dominical cristiano. Los días se llamaron amarillo, rosa, rojo, violeta y verde. A cada trabajador se le atribuyó un color, que indicaba su jornada de descanso. Lógicamente, solo podía descansar junto a sus compañeros cromáticos, casi siempre lejos de familiares y amigos. En noviembre de 1931 Stalin tuvo que reconocer el fracaso: la medida había bajado la moral de los camaradas y con ella la productividad, exactamente lo contrario de lo que se había buscado.
Pasan las horas
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"Mi meta fue mostrar que hay algo artificial en la medición del tiempo", explica Marchon. "El aspecto científico es una cuestión de precisión: ¿cuán largos son un año o un día? El creativo, qué calendario usar o cómo medir las horas es, por supuesto, artificial. Estamos en 2019, pero eso es totalmente arbitrario".
La historia del reloj es, entonces, la historia de otra arbitrariedad. Como la duración del día y la noche varían en las distintas estaciones, también lo hacen las horas. En el siglo XIII los primeros relojes empezaron a contar en segmentos iguales. La tecnología liberaba al hombre de la dependencia del sol. Aunque no del todo. La llamada hora francesa -dos series de doce; la primera desde la mitad del día; la segunda desde la mitad de la noche- distaba de ser igual en todos lados. Por eso los astrónomos inventaron la "hora promedio", una hora francesa cuyo mediodía se obtenía "promediando" todo el año.
El siguiente paso fue un patrón internacional: la misma lógica horaria para todas las ciudades del mundo. Había que elegir una ciudad de referencia, cuestión que se vinculaba con la del meridiano cero e influiría en las cartas de navegación de todo el planeta. Después de una extensa batalla, los británicos se impusieron a los franceses en la Prime Meridian Conference de 1884. Desde entonces, el Greenwich Mean Time (GMT, tiempo medio de Greenwich) es el parámetro -y el meridiano- a partir del cual los países calculan su hora.
De espaldas al sol
Después de la Segunda Guerra Mundial, el sistema empezó a mostrar sus limitaciones: ajustarse a las irregularidades de la rotación de la Tierra no era una opción para la conquista del espacio y las exigencias de la industria informática. En 1955, el National Physical Laboratory de Londres puso a punto el primer reloj atómico operacional, con un margen de error de 0,0000000001 segundo. Cinco años después, el GMT cedió su lugar al Tiempo Universal Coordinado (UTC), sincronizado sobre el tiempo atómico.
Tampoco alcanzó. Aquel segundo se había calculado en base a la rotación terrestre de 1820. "Bajo el efecto combinado de los vientos, las mareas y los movimientos internos de su núcleo, nuestro planeta se lentifica", explica Marchon. Cuando se inventó el tiempo atómico, una jornada duraba 2,05 milisegundos más que en 1820. Un desfasaje que siguió aumentando y que después de algunas décadas se convierte en un minuto; después de algunos siglos, una hora. Para que sigamos alineados al tiempo "real", el Servicio Internacional de Rotación de la Tierra y Sistemas de Referencia agrega cada tanto segundos intercalares. Como la gran mayoría de las computadoras del mundo están conectadas a servidores que funcionan a base de relojes que dan el UTC, el proceso implica manipulaciones manuales que pueden hacer fallar sistemas enteros.
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"Al día siguiente del 30 de junio de 2012, 400 vuelos de la compañía aérea australiana Qantas quedaron clavados en el suelo a causa de un sistema de reservación tildado", revela el físico francés.
El mundo debatirá la supresión del segundo intercalar en 2023. "Volcarse integralmente al tiempo atómico sería un acontecimiento de un alcance increíble. Por primera vez en la historia, la medición del tiempo estaría totalmente desligada de la observación de los movimientos celestes", escribe Marchon. "¿Qué perderíamos, o qué ganaríamos, al dejar que sean los relojes atómicos (y no el sol o las estrellas) los que decidan cada segundo del ritmo de nuestras existencias?"
La duda subyacente es si seguiremos alejándonos de la naturaleza o, algún día, aparecerán métodos que nos vuelvan a acercar. Cuando le preguntan qué piensa, Marchon responde que le gustaría tener una máquina del tiempo para saberlo.
Pablo Corso

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