Se cumplen 35 años de la muerte de Julio Cortázar. Es la mejor ocasión para repetir una y mil veces: queremos tanto a Julio. Le debemos tanto los argentinos a Julio Cortázar que en paz descanse.
Murió en París donde eligió vivir. Una leucemia analfabeta le fue erosionando su cuerpo pero su corazón ya venía muerto desde la muerte de su gran amor, de Carol Dunlop, su tercera esposa con la que hoy comparte el cielo y la tierra en el cementerio de Montparnasse.
Queremos tanto a Julio. Le debemos tanto. En la literatura, es decir en el placer y el goce por la belleza pura y en la política, es decir en el compromiso solidario con los más débiles y los buscadores eternos de utopías y de la igualdad entre los hombres.
Los libros fueron su tabla de salvación. La posibilidad de seguir flotando aún en las tormentas más terribles. En su casa de la infancia de Banfield, se encerró a leer día y noche cuando su padre los abandonó para siempre, sin decir una palabra.
A escribir día y noche, también se encerró en su casa de la madurez en París cuando América Latina empezó a desgarrarse en su alma. Nunca dejó de ser un cronopio que sólo perseguía su regocijo personal.
Vos sabes, le dijo a Fernández Retamar, en una carta de 1967, que el almidón y yo, no hacemos buenas camisas. Era tierno y tenía un sentido del humor maravilloso. Disfrutaba de la metafísica de Macedonio Fernández porque se reía a carcajadas.
El realismo socialista siempre le resultó aburrido, pesado, decía que en esos casos la ideología mataba a la literatura y que llegó a sentir horror por esos escritores de la obediencia debida.
Julio Florencio Cortázar tenía cara de chico aún en sus 69 moribundos años. Y era un chico a la hora de escribir como un cronopio que buscaba lo lúdico. Siempre el juego. En su niñez imaginaba animales mitológicos para sorprender y sorprenderse y apostó siempre a lo fantástico, a esa dimensión alucinante de la realidad más cotidiana. La supo encontrar y la supo contar.
Con Borges compartió muchas más cosas de lo que los militantes políticos literarios de los finales del 60 podían imaginar. Porque era una de las tantas antinomias, como se decía entonces. Borges o Cortázar.
El reaccionario de derecha o el amigo de la Cuba de Fidel y el Chile de Salvador Allende. Borges o Cortázar, como una segunda vuelta de la batalla entre Boedo y Florida, era discusión apasionada en las universidades y los bares. Sin embargo, ambos amaron profundamente los laberintos, el tango, el jazz y las muchachas de ojos verdes como La Maga.
Ambos fueron tozudos antiperonistas y quisieron morir fuera de la Argentina. Y allá están sus restos, más cerca entre sí que de nosotros. Y en lo que para muchos fue una señal mágica, Borges fue el editor del primer cuento de Cortázar en la revista “Los anales de Buenos Aires”.
Queremos tanto a Julio. Le debemos tanto. Y los periodistas de mi generación lo amamos porque metió de prepo el lenguaje de la calle en la alta literatura. Porque todos alguna vez intentamos imitarlo sin el menor de los éxitos, porque todos alguna vez lo leímos con el mayor de los placeres.
Primero fue un revolucionario de las letras y después de las ideas. Fue un antes y un después de la barba. Primero sacudió la estructura de la novela con Rayuela. Hoy una edición original en buen estado se puede comprar por 30 mil pesos.
En 1963, puso al lector en un pié de igualdad con el autor. Le permitió que cada uno eligiera su propia novela en esa maravillosa caja china que fue Rayuela, con una novela dentro de otra, con ese rompecabezas para jugar, siempre jugar con el ingenio y las neuronas y sobre todo con el lenguaje al que lo dio vuelta como una media una y mil veces.
El año que viene, más precisamente el 27 de marzo, en el marco del Congreso de la Lengua que se va a realizar en mi querida Córdoba, se presentará una nueva edición conmemorativa de Rayuela preparada por la Real Academia Española, la Academia Argentina de Letras y la editorial Alfaguara.
Ahí se incluye la reproducción del “Cuaderno de Bitácora”, con las notas de Julio para la escritura de la novela. Va a tener textos complementarios de Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Adolfo Bioy Casares y Mario Vargas Llosa, entre otros. Cuando viajó a Cuba se conmovió al ver un pueblo haciendo la revolución y su vida cambió. Y los personajes y los puntos de vista en sus libros, también.
Con el Che Guevara, en su “Libro de Manuel” hizo una crítica dura a los dogmáticos de la guerrilla y ya que estamos en ese libro imperdible digamos que el protagonista se llamaba Marcos y que por eso el subcomandante zapatista de Chiapas se bautizó con ese nombre.
En homenaje a Cortázar que, de estar vivo, dijo que apoyaría la causa que fue casi pacifista de los zapatistas y que hoy está casi extinguida, con el mismo entusiasmo con que apoyó a los sandinistas en esa Nicaragua tan violentamente dulce, antes de que Daniel Ortega la amargara y malversara con una dictadura feroz y corrupta de un señor que incluso abusó sexualmente hasta de su hija.
Queremos tanto a Julio. Le debemos tanto. Clarín publica una hermosa foto de Julio que tomó Dani Yako en diciembre de 1983. Sus ojos vivaces detrás de unos lentes gigantescos y el cigarro en su boca lo integran al paisaje de una calle bien porteña. Julio había vuelto después de una década.
Su inclaudicable y corajuda lucha por denunciar a la dictadura argentina y reclamar por los desaparecidos porque sentía al país lejano como su “Casa Tomada”, como esa pesadilla que escribió de un saque, con todos los fuegos el fuego.
Cortázar sí que dio vuelta al día en 80 mundos y en su último round tuvo “62 modelos para armar”. Nunca olvidó el susto que se pegó a los 9 años cuando robó un libro de Edgar Allan Poe para leerlo ni el placer que sintió cuando tradujo toda su obra. Julio Cortázar fue un grande, uno de los padres eternos de nuestra literatura.
Sus cuentos tienen la impronta de dos de sus ídolos, de Charlie Parker y de Justo Suárez. La cadencia y el torrente que improvisa del saxofonista del jazz y la habilidad para esquivar y la dureza para pegar del boxeo del Torito de Mataderos. Una vea, Julio publicó una nota sobre el arte del pugilato en las páginas de El Gráfico.
Queremos tanto a Julio. Le debemos tanto. Por dos motivos fundamentales. Porque todos sus textos son una incitación a la libertad y una apología de la belleza.
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