viernes, 22 de febrero de 2019
UN RELATO DE MARCELO BIRMAJER
Un relato de Marcelo Birmajer que narra un intenso y misterioso romance durante un recital de Sui Generis.
No sé cuál de mis hijos me había usado la Sube pero, cuando la puse contra el detector del colectivo, no tenía saldo. El colectivero ya me estaba haciendo señas para que me bajara; un señor sexagenario se ofreció a pagar con su tarjeta por mí. Me acerqué a su asiento a regresarle el dinero, y se negó a recibirlo.
-Debés estar cansado de que te digan que tienen una historia para contarte- dijo.Me senté a su lado en la butaca libre y respondí: -Yo ya estaba cansado de antes.
Sospecho que lo consideró una licencia para contar. En cualquier caso, luego de lo que había hecho por mí, no me podía negar a escucharlo.
“Adiós Sui Generis fue el más importante recital al que no concurrí en mi vida. El recital era de la mayor trascendencia para mí, por distintos motivos. El primero, y más importante, mi admiración por la música de la banda, que luego se continuó en la admiración por García. No me gusta llamarlo Charly. El apodo me parece menor. El otro motivo es que me estaba escapando de la Triple A”.
Al día siguiente tenía un pasaje para España; esa noche debía pasarla en algún lugar de incógnito, no en mi casa ni en mis sitios de referencia. La Triple A me buscaba por un malentendido. Yo había estado de novio con una montonera y ellos consideraban que debían matarme también a mí.
Yo no sólo nunca me había metido en política, ni siquiera era peronista. Mucho menos de izquierda. Pero esa mujer me volvía loco. La amé profundamente, aunque ella apenas si me quiso. Nunca entendí por qué se acostaba conmigo.
Que yo la amara era lógico: era hermosa, fresca, misteriosa, sensual. Pero yo… míreme. No era muy distinto hace cuarenta años. Cuando me dejó, quise hacerles llegar a los muchachos de la Triple A la noticia de que yo ya no era un blanco. Que no me mataran.
No había sido montonero ni siquiera cuando ella me dejaba tocarla; muchos menos ahora. Ya tenía el corazón roto, no quería que además me lo quitaran. Uno quiere vivir, eso tampoco entiendo por qué.
Pero no había manera de comunicarse con la Triple A. No tenían un teléfono ni un centro de atención. Era curioso: los compañeros de mi ex novia sí podían comunicarse con López Rega y sus secuaces.
De hecho, se habían reunido con Lopecito cuando el General aún vivía. Pero los que no teníamos ninguna relación con el Movimiento, y de carambola nos buscaban para matarnos, no teníamos con quién hablar”.
En fin, lo mejor que se me ocurrió fue esconderme en el Luna Park, en septiembre de 1975, para ir directo de allí a Ezeiza y rumbo a Madrid, no a visitar al General, que ya había vuelto y muerto, sino a no verlo nunca más, ni a él ni al resto de su runfla, con la que ya bastante había intimado, en todos los sentidos menos políticos.
Pero no conseguí entrada: ni para el primer ni para el segundo recital. Repleto. Ni pude colarme. Escuché desde una puerta cómo García echaba a los espectadores de la primera función, que no querían irse después del segundo bis.
Y no pude dejarme llevar por la marea humana que entró a la segunda. Partes del recital se grabaron, pero hay partes que no. ¿A dónde fueron a parar? Porque el hecho de que yo suba a un colectivo, le pague incidentalmente su boleto, etcétera, es lógico que se pierda en el tiempo.
¿A quién le importa? ¿Para qué conservarlo? Pero una canción de García, que nadie grabó, pero miles escucharon…¿desaparece así como así del mundo? ¿No está más? ¿No existe? Sería una injusticia.
El segundo recital terminó, y la noche era cálida. Me quedé allí mismo, parado, viendo salir a la gente, pensando que si me mataban, que fuera allí mismo, cuando una chica me pidió fuego. Yo no fumaba. Pero de pronto, de la nada, apareció un encendedor en mi bolsillo.
La aparición del encendedor me asustó. ¿De dónde había sacado yo un encendedor? Tal vez era un pantalón que no usaba hace tiempo, y ella, mi ex novia, había dejado allí el encendedor de otro, de aquel con quien se había marchado, porque ella tampoco fumaba.
El otro era su “superior” en la escala jerárquica. Le encendí el cigarrillo a Gertrudis, y le pregunté qué tal había estado el recital. Gertrudis era muy bonita. No era la belleza despampanante de mi ex novia, pero era también muy bella y muy dulce. Me sentí bien apenas me habló.
Toda mi vida ha sido así: ninguna mujer a la que intenté acercarme me prestó atención; pero todas las que me eligieron me gustaron. Ellas eligen por mí. Gertrudis me dijo que no había podido entrar a ninguna de las dos funciones. Le dije, con una extraña exaltación, que yo tampoco.
Como si el hecho de habernos quedado afuera de algún modo nos asociara; y resultó que ella pensaba igual. Miró para ambos costados, bajó la voz y me dijo en tono conspirativo: -Sé de un lugar donde Charly y Nito van a ir a tocar ahora, una despedida única, sin la banda.
La miré como si estuviera loca. No sólo me resultaba increíble que pudieran seguir tocando luego de esos dos recitales devastadores, sino que desde todo punto de vista era una locura.
Por otra parte, ¿cómo podía saberlo ella, contármelo así de buenas a primeras, y no el resto de los argentinos que se habían quedado sin poder entrar? Pero me dejé llevar, ¿qué iba a hacer?
Por un instante, pensé que podía ser una espía de la Triple A que me estuviera llevando a una emboscada, a mi última morada. Hay momentos en que uno está dispuesto a cualquier cosa. Yo no había bebido ni fumado nada extraño: me alcanzaba con ver a Gertrudis caminando de espaldas.
Ese paso tan audaz, como diría María Elena Walsh, pero en un sentido completamente distinto. Cada vez me gustaba más. Tenía rulos y era rubia, y qué caderas, por no decir todo lo que seguía. Siempre he sido muy respetuoso de la mujer, discúlpeme, incluso tantos años después.
Pero es el día de hoy que pienso en ella, y volvería a caminar con los ojos cerrados hasta el fin del mundo, de mi vida. Llegamos a la calle Bedel, a la vuelta de La Recova, usted ha de conocerlo, a las tres de la mañana del día siguiente, a el bar El Fugitivo, y nos tuvimos que sentar en las escaleras
El local apenas si estaba lleno, pero toda la gente estaba sentada en sillas, y no nos dejaban pasar. Desde las escaleras igual se podía ver y escuchar. García y Mestre cantaban: hubo un tiempo en que fui hermoso, y fui libre de verdad. Cuando terminó la canción, Gertrudis y yo nos besamos.
Toqué su cuerpo desnudo bajo la ropa. La pasión nos abrasó de tal modo, que necesitábamos estar el uno con el otro allí mismo. Pero nunca he sido de esa naturaleza. Tuvimos que buscar un hotel. Yo no tenía tanto tiempo, antes de la salida de mi avión.
Así que abandonamos el recital y nos metimos en la primer pensión que encontramos. No le voy a decir que, por estar con ella, me pareció un hotel cinco estrellas.
Era un tugurio repugnante. Pero estar con ella hizo que todo valiera la pena. Y es probable que esa haya sido la noche más feliz de mi vida. Nos mentimos que volveríamos a vernos. Y sentí que todo era una extraña parábola cuando le dije “adiós, sweet Gertrudis”.
-Si yo fuera un millenial- diagnostiqué- diría “uf”. Pero lamentablemente nunca he formado parte del lenguaje contemporáneo. En cualquier caso, es una historia que valió la pena escuchar.
-No terminé- me aclaró mi benefactor-. Cada tanto, a lo largo de estos 45 años, regreso al bar de la calle Bedel, a la vuelta de La Recova, y ahí está.
-¿Quién? ¿Gertrudis?- pregunté sorprendido- ¿Trabaja ahí? ¿Por eso sabía lo del recital?
-No, no. García, y Nito Mestre. Están cantando. Generalmente, Canción para mi muerte. Están iguales a esa noche de septiembre de 1975. Me da la impresión de que soy el único que puede verlos.
Pero eso es imposible, porque el bar está lleno, aunque únicamente con gente sentada. Y lo más increíble de todo, siempre, invariablemente, use el pantalón que use, encuentro el encendedor en el bolsillo.
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