“Los 70 años de Guinzburg”, por Alfredo Leuco
Malena Guinzburg tiene razón: su viejo, se murió muy joven. Ella, que es su heredera en todo el sentido de la palabra, dijo que por eso, estuvo mucho tiempo enojada con la vida. O con la muerte.
Tan joven se murió Jorge que ayer hubiera cumplido 70 años. Estaría en la plenitud de su humor, sagacidad y creatividad. Insisto porque no se puede creer: recién hubiese cumplido 70 años y ya hace 11 que se murió.
Recuerdo perfectamente aquel día maldito en que las lágrimas sepultaron a las carcajadas. Ya pasaron 11 años y todavía no lo podemos creer. Aquel día sentí que alguien le había clavado una puñalada en la espalda a la risa.
Veo los viejos programas de la tele, Peor es Nada, Mañanas Informales o la Biblia y el Calefón y creo que todavía está ahí, que se fue a Japón a ver a su viejo y glorioso Vélez. Con Jorge Guinzburg murió mucho más que uno de los periodistas, humoristas y conductores de televisión y radio, más creativos, divertidos y talentosos de este país. Sus malditos pulmones lo traicionaron.
Los mismos pulmones que le serruchaban la respiración convertida en asma. Esa asma que lo llevó a vivir a Córdoba, para recuperarse con el aire libre y fresco de la sierras. Esa traición todavía nos sigue doliendo. Benjamín y Eugenia, sus padres, soñaron con que la Capilla del Monte cordobesa le abriera las puertas de su respiración.
Recuerdo su bigote poblado, su audacia para preguntar y abrir cabezas para dinamitar la solemnidad. Su solidaridad efectiva junto a Carlos Bianchi uno de sus ídolos y amigos con el que tenían una fundación para hacer el bien sin mirar a quien.
Instaló para siempre la pregunta safada de “como fue tu primera vez” y convirtió en horario central las mañanas televisivas. Inventó una nueva fuente de trabajo.
Tengo mucho que agradecerle a Jorge Guinzburg. Igual que todos los argentinos y un poquito más porque fue el primero que me convocó para trabajar en radio en Buenos Aires. Qué tiempos aquellos. Qué manera de reírnos adentro y afuera del estudio.
Después del programa nos íbamos al bar de al lado, en la avenida Santa Fé a tomar café y a seguir de joda. Le hacíamos la vida imposible a la negra Elizabeth Vernacci que ya era una locutora fuera de serie. Jorge bastoneaba con olfato periodístico y picardía y siempre le faltaba el respeto al micrófono.
Cuando venía el informativo hacíamos una pelea colectiva parecida al pogo que después instaló en la tele con Mañanas informales. Era guapo el petiso. Se plantaba confiado en sus conocimientos de judo. Todavía recuerdo las fotos de su época de hippie, cuando era uno de los genios de Satiricón, con los bigotazos de mexicano y el pelo larguísimo.
“La noticia rebelde” que revolucionó la manera de hacer periodismo por otros medios. La que cambió el lenguaje y permitió que las voces de la calle tuvieran su lugar además de las voces del diccionario como diría Serrat. Extrañamos tanto a Jorge. Esa inteligencia para la réplica que rompía la barrera del sonido.
Jugábamos a ver quién era más pollerudo y clasificábamos a los entrevistados en dos bandos: los que invitaríamos a comer un asado y los que no. Su cara de chico travieso. Aquí en radio Mitre tuvo momentos memorables.
Nunca lo vi tan feliz como el día que casó con Andrea Stivel. Era su fiesta de casamiento y él nos hacía divertir a nosotros, los invitados. Estaba profundamente enamorado de esa mina que lo deslumbró en el viejo canal 7 y que lo duplicaba en altura. Desparejos en los centímetros. Muy parejos en las neuronas y el amor.
Extrañamos tanto a Jorge. Su epitafio debería decir como el de Tato Bores, “Cómico de la Nación”. A veces me pregunto que hicimos los argentinos para merecer un castigo tan feroz. Porque se nos mueren demasiado jóvenes los que más alegrías nos despiertan.
Jorge, Tato, Adolfo Castello, Fernado Peña, Carlos Abrevaya, Daniel Rabinovich, el negro Roberto Fontanarrosa, el otro gran negro y rosarino, Alberto Olmedo. Lo extrañamos más todavía en estos tiempos donde necesitamos más risas que nunca. Jorge fue taxista y vendedor de carteras de cuero y cinturones. Durante la dictadura se exilió en las agencias de publicidad. Escribió radio para Cacho Fontana y tele para Tato.
Joaquín Sabina, el gran amigo de Guinzburg lo recordó con unas palabras muy emotivas: “Desde el principio Jorge me apoyó invitándome generosamente a sus variados programas de televisión, abriéndome su casa y haciéndome el incomparable regalo de su humor, su cultura y su inteligencia.
Como todos los sabios, empezaba por reírse de sí mismo, para ya luego reírse de todo lo divino y lo humano. Era un lujo estar con él. Tanto que desde que se fue, hace ya once años, falta algo muy importante en mi Buenos Aires querido: su compañía, su hospitalidad y su ejemplo.
Porque charlar con él, o ir a alguno de sus programas o cenar en su casa era una auténtica fiesta, una de las mejores maneras porteñas de ser feliz. Para mí el Petiso fue, y sigue siendo hoy, insustituible”. Sabina supo regalarle una Cortina genial para uno de sus programas más exitosos. Lo definía bien a Guinzburg y a su trabajo.
Si, el que te “jedi” la primera vez, falló,
si no sales en la foto,
si tu “jermu” se rajó,
busca en el control remoto,
la Biblia y el calefón.
Si te mete cuernos la ciudad,
si agoniza el rey del carnaval,
si te privatizan parte del corazón,
vacunate contra el miedo,
vamos a hacerte el humor
con Charly, Diego y Olmedo,
la Biblia y el calefón.
Si no juegas nunca de local,
si te ríes para no llorar,
si el “laburo” ingrato te afanó la ilusión,
no necesitas permiso,
vamos a hacerte el humor
con el flaco y el petiso,
la Biblia y el calefón.
El petiso, Jorge la peleó hasta el final con mucho coraje pero se murió, se nos murió. Era nuestro Woody Allen. Tenía apenas 59 años. Ayer hubiera cumplido 70 años. Nadie pudo reemplazarlo.
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