martes, 26 de febrero de 2019

HABÍA UNA VEZ.....


Cada persona mide las cosas, el tiempo y el futuro de una forma personal y única. Somos influenciados por nuestra familia, pares y maestros, aunque finalmente la medida se afinca dentro de nosotros de forma distintiva, diferente y precisa. Se relaciona con el mundo que nos rodea, nuestro hacer y cada una de las decisiones que tomamos.
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El acto de cocinar hace que hasta los segundos cuenten. ¿Cuánta manteca le pongo a la sartén? ¿Cuántas horas de cocción lleva el pollo? ¿Le agrego un vaso de vino o dos? La intuición también forma parte de las medidas por tomar. Ella mide todo antes de decidir. La vida puede ser una suma de pequeños detalles.
¿Cómo, de que forma se mide la vida? Será por alientos, halos, centímetros. ¿Se medirá con tazas de café, por el lóbulo de mis orejas, que crecen y cuelgan desmedidamente? ¿Por el sendero de los huemules en el bosque, que me lleva a la cascada de las piedras redondas? O debo medir con logros, besos, corbatas, viajes de avión. Quizás, como dicen mis detractores, por la leña quemada en mis fuegos de cocina, o por las costillas de novillo asadas a la estaca, o las carísimas milanesas empanadas en brioche y doradas en manteca clarificada.
Solo los enemigos dicen la verdad; amigos y amantes mienten incesantemente atrapados en la red del deber.
Era muy niño cuando me compraron mi primera regla de madera; tenía números negros y medía hasta treinta centímetros. Entraba en mi cartuchera con los útiles de colegio. Los primeros días de clase todo se guardaba prolijamente, hasta los compases, que tenían una mina de lápiz para realizar círculos perfectos. Aunque nada era perfecto, la vida me iluminaba con sol, nubes, nieve y viento. Eran mis aliados. Allí conocí la adversidad y el amor, los pequeños pasos que nos van atrasando en todo, negados, hasta que la meta se torna imposible. Quedamos tan, tan lejos, que ya no podemos llegar y nos lo hacen saber cada día. Por eso, un día cerré los ojos y las puertas y elegí la libertad. Desterrado y descartado, encaré un nuevo rumbo con mis medidas diferentes, unas medidas que sonaban como el tamborcito de mi alma. Tenía trece años.
Con el correr de las semanas y los meses mi cartuchera estaba cada vez más flaca, todo se extraviaba; lápices, sacapuntas y goma de borrar. Lo que parecía una promesa de triunfos se convertía en una cremallera que ya no valía la pena cerrar; yerma de contenidos, terminaba abandonada en algún rincón de mi cuarto, donde se sumaba a otra docena de reclamos de mis padres y maestros. En aquellos años, la medida y la proyección del tiempo abrazaba la brevedad, lo inmediato. Solo pensaba en las horas siguientes, el mañana parecía demasiado lejano.
De mis días de colegio lo mejor era el viaje de una hora en el colectivo entre los árboles, mirando el lago azul, las montañas y las casas andinas que siempre tenían en las chimeneas un hilo de humo. Adivinando en cada parada quién subiría, los pasajeros que siempre lo hacían se repetían año a año. Mi maestra, la señorita Martínez, se subía impecablemente con su delantal blanco tableado en el kilómetro 11, yo la amaba y ella me dispensaba un cariño que nunca olvidé.
Me es fácil medir el tamaño del viento, de las olas, de las nubes cuando están cargadas de nieve, la sonrisa o la tristeza de mis hijos reflejada en sus ojos al alba.
Ya pasaron cincuenta y cinco años de esos días escolares y sigo midiendo mis actos y días con aquella pequeña regla de madera de números negros. Extraviada en el desorden de mi niñez, quedó impresa en mi alma para siempre. Lejos de la academia, me enseñó con irreverencia la medida de la felicidad.

F. M.

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