martes, 18 de junio de 2019
HISTORIAS PARA RECORDAR,
Malvinas. Los amigos que volvieron a las islas en su viejo avión de instrucción
Esta nota es parte del especial Grandes Crónicas, de Revista Brando*
Esto tranquilamente es una película. Dos aviadores militares retirados emprenden la última gran aventura de sus vidas: cruzar América de norte a sur piloteando el viejo avión con el que aprendieron a volar. En una punta del continente, los despide el hombre que restauró el avión, que cumple su sueño de volver a poner en el aire una de las mejores máquinas de guerra de su época. En la otra punta, en el sur, los esperan sus excompañeros, la última generación de pilotos navales que voló el mítico T28. En el medio, volarán 14 horas por día durante 10 días sobre el mar y la selva, visitarán 15 aeropuertos y volverán a vivir una emoción (volar para cumplir una misión) que no experimentaban desde que pelearon en una guerra.
Eduardo y Diego fueron compañeros en la Guerra de Malvinas. A fines de 2014 volaron en un T28 restaurado desde Miami hasta las islas, en una travesía que duró 10 días y les exigió hacer 15 escalas.
Esto tranquilamente es una película, pero no lo es. Es la historia que protagonizaron Diego Goñi y Eduardo Gatti, de 61 y 62 años, abuelos y pilotos navales retirados que decidieron cerrar con un vuelo épico un capítulo que se había abierto hacía 37 años cuando se subieron por primera vez a un avión de combate. Esto les marcó la vida para siempre, a tal punto que no volvieron a sentir nunca más -ni cuando navegaron mares, ni cuando vivieron en otros países o cuando viajaron por el mundo- la experiencia de su juventud; al no encontrarla por ningún lado, la fueron a buscar. O, en realidad, la historia los fue a buscar a ellos.
En mayo de 2014, Gatti viajó a Miami a buscar un avión para su empresa. A eso se dedica, en parte, Eduardo: es piloto y dirige una compañía de transporte aéreo para vuelos privados. Estaba en el hangar de South Aviation, una empresa de fletes aéreos, en el aeropuerto de Fort Lauderdale, cuando se encontró con el argentino Federico "Fred" Machado, dueño de South Aviation y conocido en el ambiente aerocomercial, entre otras cosas, por comprar aviones de guerra para restaurar. "Me cuenta que había comprado un T28 y que lo estaba reparando y pintando con los colores que tenía cuando estaba en servicio en la Armada Argentina", recuerda Eduardo. A Eduardo el nombre lo devolvió a sus 25 años, a los vuelos de instrucción que hizo con ese avión durante un año mientras estudiaba para piloto en la Escuela de Aviación Naval. Entonces, Machado le dijo que quería llevar el avión a Argentina y le preguntó si conocía a algún piloto naval que pudiera volarlo hasta allá. En la jerga, "hacer el ferry". A Eduardo se le salían los ojos de órbita.
"Yo nunca hubiera hecho esto sin Eduardo", dice Diego. "Yo nunca lo hubiera hecho sin Diego", dice Eduardo. "Esto" era una travesía tan peligrosa como inolvidable. Por su costado peligroso, solo ponían sus vidas uno en manos del otro y de nadie más. Por su costado inolvidable, ninguno la quería vivir sin la compañía de su viejo amigo
Al mismo tiempo, en Buenos Aires, Diego Luis Goñi, dueño de una compañía exportadora, recibía, por el comentario de un conocido, la misma historia: Machado estaba buscando dos pilotos navales para traer el mítico T28 al país. Para Diego, la aviación había sido una pasión que se esfumó muy rápido. Al revés que Eduardo, una vez que pidió la baja como piloto naval, luego de la guerra de Malvinas, en 1983, nunca más había volado ni había tenido contacto con la aviación. Se dedicó a navegar, dirigió y fundó empresas, pero nunca había vuelto a pilotear. Pero esta historia le revolvió algo. "Eduardo, Machado restauró un T28 y lo quiere traer a Argentina", le escribió por mail a su amigo desde hacía 37 años. "Ya sé", le respondió Eduardo. "Le dije que lo íbamos a hacer nosotros".
Ambos pidieron la baja de la Marina después de la guerra.
"Yo nunca hubiera hecho esto sin Eduardo", dice Diego. "Yo nunca lo hubiera hecho sin Diego", dice Eduardo. "Esto" era una travesía tan peligrosa como inolvidable. Por su costado peligroso, solo ponían sus vidas uno en manos del otro y de nadie más. Por su costado inolvidable, ninguno la quería vivir sin la compañía de su viejo amigo de la Marina. Los dos pilotos se hicieron amigos en 1977, cuando compartían habitación durante el curso de aviador naval, junto con otros 20 guardiamarinas egresados de la Escuela Naval. La amistad entre esos hombres fue casi una necesidad, una reacción natural a la dureza del entorno. "Fue un entrenamiento muy duro. O generabas lazos o te matabas", dice Eduardo.
Habían llegado a la carrera militar por caminos distintos. Diego venía de familia militar, pero nadie ponía en él ninguna expectativa -tenía un largo historial adolescente de indisciplina-, así que pudo elegir sin demasiadas presiones la carrera de Arquitectura. Su padre, oficial de la Armada, no lo quería en la milicia o, más bien, no le tenía fe. "Mi viejo no daba dos mangos por mí", dice Diego. En eso estaba cuando le tocó el servicio militar y el número alto lo destinó a la Armada: no se fue más. Hizo la Escuela Naval primero y luego entró en la Escuela de Aviación Naval. Quería ser piloto.
Eduardo, en cambio, hijo y nieto de jueces, sin contacto con el mundo militar más que la colimba, comenzó a estudiar Ingeniería cuando supo que podía congeniar una carrera militar con sus deseos de tener un título universitario siendo oficial de la Armada. Así terminó en la Escuela Naval y luego como piloto. Le fascinaban los aviones. "Eduardo", le decía su papá, que quería para su hijo un futuro en la abogacía y para eso había levantado un próspero estudio jurídico en el sur del conurbano bonaerense. "Eduardo -le decía-, dejate de joder con los avioncitos". Casi 20 años después, a los 43, Eduardo le dio el gusto y se recibió de abogado. Pero primero voló.
Fue en la Escuela de Aviación Naval que Eduardo y Diego se subieron por primera vez al T28, que aunque tenía unos años era el mejor avión de combate que existía por entonces. Los T28 de la Armada habían llegado al país en 1960. Unos pocos años antes, en 1955, la Aviación Naval había derrocado al presidente Juan Domingo Perón y la Armada había obtenido el aval político y militar suficiente como para renovar su poder de fuego sin restricciones de presupuesto. Así fue como le compró a Francia 65 aviones que habían usado en la guerra con Argelia durante los años 50.
A las características de fábrica, los franceses les habían agregado blindaje y un mejor motor, lo que los convertía, dice Diego, en los aviones de combate más destacados de la época. Tenía, además, otra ventaja: era un buen avión de instrucción gracias a su doble cabina, que permitía pilotearlo en cualquiera de las dos posiciones, por lo que parte de los 65 aviones fueron al entrenamiento de pilotos de la Escuela de Aviación Naval, donde ellos, toda su generación y algunas anteriores y posteriores aprendieron a volar. "Era como aprender a manejar con un Fórmula 1", recuerdan.
El avión había sido restaurado por otro argentino que se dedica, entre otras cosas, a comprar aviones de guerra para refaccionar.
Tan exigente era el avión que se convirtió en el filtro de la escuela: controlarlo en cualquiera de sus condiciones -acrobacia, en formación, en simulacros de combate- era el requisito número uno para egresar. "El que no lo podía controlar se iba", recuerda Eduardo. A la mitad de la promoción le ganó el avión y, de los 22 que empezaron el curso a principios del año, egresaron solo 11. Muchos de ellos, de hecho, apenas lo intentaron una vez. "Se bajaban y decían: «Esto no es para mí»". Y volvían a los barcos: barqueros, los llaman los pilotos navales. Toda esa camada, recuerdan, sufrió el avión. Era rápido, muy potente y, por algunos de los cambios mecánicos que le habían hecho los franceses, despegaba casi de costado. La sensación de estar a punto de estrellarse era constante. "El único que no sufría era Diego", cuenta su amigo. "Era el mejor piloto". Diego dice que Eduardo exagera, pero reconoce que su generación de pilotos, por voz de mando y cualidades técnicas, deposita en ambos cierto liderazgo. No fue casual, por esto tampoco, que ellos fueran los que trajeron al país el T28 otra vez.
Tan exigente era el avión que se convirtió en el filtro de la escuela: controlarlo en cualquiera de sus condiciones -acrobacia, en formación, en simulacros de combate- era el requisito número uno para egresar. "El que no lo podía controlar se iba", recuerda Eduardo. A la mitad de la promoción le ganó el avión y, de los 22 que empezaron el curso a principios del año, egresaron solo 11.
Un año duró el entrenamiento. Ya egresados, los dos participaron de las maniobras que pusieron a Argentina y a Chile a un paso de la guerra. Estaban apostados con sus T28 en estancias de la Patagonia, esperando la orden de atacar objetivos chilenos, y mataban el tiempo haciendo sobrevuelos para poner nerviosos a los artilleros chilenos. Y, cuatro años después, en 1982, participaron en la guerra de Malvinas, donde Eduardo guió desde un avión Neptune hasta los aviones de la Fuerza Aérea que atacaron y hundieron el buque inglés Sheffield. El fin de la guerra fue para ellos el fin de sus carreras militares. Más allá de las circunstancias, habían alcanzado de muy jóvenes lo máximo a lo que puede aspirar un soldado y sabían que, de ahí en más, los esperaba una larga carrera -eran tenientes de fragata- con baja gratificación. Ya por entonces se habían casado y buscaban un horizonte más estable.
Los dos hablan de aquellos años de pilotos como de los más emocionantes y muchas de sus vivencias son recuerdos marcados a fuego. De todas ellas, su formación como pilotos a bordo de un viejo avión a hélice con sus nombres escritos a mano con pintura, símbolo de estatus, pero también de identificación del hombre con su máquina, fueron las que más mantuvieron presentes desde que volvieron a la vida civil. Eduardo pidió la baja en 1983 y se empleó como piloto de YPF y luego como piloto privado de un hombre de negocios millonario que los fines de semana le pedía que lo llevara a recorrer sus campos. Diego se fue en 1984 a Salta a trabajar en una empresa familiar. Recién volvería a volar treinta años después.
La seguridad del vuelo fue una preocupación constante, tanto por el avión como por el desgaste personal que significaba la atención de la máquina.
A comienzos de octubre de 2014, Eduardo y Diego llegaron a Fort Lauderdale para traer a Argentina el T28. Se habían preparado durante varios meses, estudiando la ruta y armándose de equipos de supervivencia en caso de que el avión fallara; podía pasar, no dejaba de ser un viejo avión. Por eso buscaban siempre que las rutas de vuelo fueran sobre el agua, de manera tal de amerizar si el avión no lograba superar la exigencia de 13 o 14 horas de vuelo diario. Marineros al fin, el agua es para ellos su ambiente natural. "Es amistosa para nosotros", dice Eduardo. Como la autonomía de ese avión es muy limitada -300 millas-, tenían que ser muy precisos con el tiempo y con las distancias de vuelo en la planificación. Ningún aeropuerto podía estar a más de 280 millas de distancia entre sí, para guardarse 20 millas de combustible en caso de no poder aterrizar y tener que buscar una pista alternativa, que no siempre tenían a mano.
En 1982, participaron en la guerra de Malvinas, donde Eduardo guió desde un avión Neptune hasta los aviones de la Fuerza Aérea que atacaron y hundieron el buque inglés Sheffield. El fin de la guerra fue para ellos el fin de sus carreras militares.
A Miami llegaron un mes antes de la salida; necesitaban terminar de preparar los aspectos legales y técnicos de un viaje de 6250 millas en un avión de los años 50, que debía aterrizar en 15 pistas de cinco países distintos. Pero, además, debían volver a pilotear un avión del que se habían bajado hacía casi 40 años. Eduardo tenía unas 350 horas de vuelo con un T28 y Diego cerca de 500. Para eso programaron dos semanas de entrenamiento con un instructor colombiano que lo venía volando seguido en los últimos tiempos; a los dos días lo despidieron: "Hicimos dos horas de vuelo cada uno y nos dijo que no necesitaba explicarnos nada", cuenta Diego. En alguna dimensión de la relación de estos hombres y esa máquina, el tiempo no había pasado. Despegaron del aeropuerto de Fort Lauderdale el 26 de octubre; un minuto después del despegue ya volaban sobre el agua, el único paisaje que a estos dos marinos los deja tranquilos. El que piloteaba era Diego: "Ahora sí, dijo, empezó el viaje".
Al romperse uno de los paracaídas, decidieron que, de necesitarlo, lo usaría el que estuviera piloteando.
Durante 10 días volaron 14 horas por día. Gastaron miles de dólares en combustible y aceite para el avión: reventaron sus tarjetas. Volaron debajo de tormentas, a centímetros del agua y apenas por encima de las sierras del Caribe porque un desperfecto que sufrieron en cuanto despegaron los obligaba a no superar los 5000 o 6000 metros de altura. Entonces volaban bajo. Conocieron Bahamas, República Dominicana, Granada y las Guayanas inglesa y francesa. Prefieren la francesa, menos hostil. Durmieron en hoteles de lujo y en otros no tanto. Se pelearon incontables veces, incontables veces se amigaron. "La relación de amistad que mantuvimos durante los últimos 40 años fue puesta a prueba en más de una oportunidad durante este viaje", afirma Diego. Después de cada aterrizaje, debían dedicarle tres horas de servidumbre al viejo avión, para cargar combustible, cambiarle el aceite y reparar sus desarreglos.
Tuvieron problemas técnicos, se les rompió un paracaídas y sufrieron el desgaste de pasar muchas horas encerrados en una cabina pequeña y ajustada. La rotura del paracaídas los llevó a decidir cuál de los dos, en caso de una emergencia, se salvaría. Como se alternaban en el mando del avión, quedó para el que lo piloteara. "Fue un viaje muy duro física y psíquicamente", reconoce Diego. Dicen que no tuvieron miedo. "Estamos amortizados", afirma Eduardo. Pero en un episodio que los hizo pensar que se estrellarían por una falla eléctrica del avión, Diego atinó a intuir que se iban a matar y que, en ese caso, la muerte era una lástima, no tanto por lo definitiva, sino por lo inoportuna. "Justo ahora", pensó un segundo antes de retomar el control de la máquina.
Durante 10 días volaron 14 horas por día. Gastaron miles de dólares en combustible y aceite para el avión: reventaron sus tarjetas. Volaron debajo de tormentas, a centímetros del agua y apenas por encima de las sierras del Caribe porque un desperfecto que sufrieron en cuanto despegaron los obligaba a no superar los 5000 o 6000 metros de altura. Entonces volaban bajo. Conocieron Bahamas, República Dominicana, Granada y las Guayanas inglesa y francesa.
La seguridad del vuelo fue una preocupación constante, tanto por el avión como por el desgaste personal que significaba la atención de la máquina. Cuando volaban para la Marina y sus aviones tenían pintados sus nombres en el fuselaje, apenas si le dedicaban tiempo al mantenimiento. Ahora, en cambio, debían ocuparse hasta del último detalle, y ya no tenían 20 años. Volaron sin avión de apoyo, contrariamente a lo que les habían recomendado, pero tenían garantizada asistencia en caso de un imprevisto, que harían saber a través del sistema de seguimiento satelital Spidertracks que habían conseguido instalar.
"La relación de amistad que mantuvimos durante 40 años fue puesta a prueba en más de una oportunidad en este viaje"
Desde el aire y en territorio brasileño vieron la deforestación del Amazonas: cruzaron Brasil siguiendo el trazo de miles de kilómetros de campos de soja ganados a la selva virgen, sobre donde aterrizarían si el T28 decidía dejar de volar. "La primera parte de la ruta consistía en ir sobre el agua del Caribe. Volar sobre el mar lo tenemos asimilado desde la cuna", dice Eduardo. La segunda parte del viaje, el ingreso a Sudamérica desde el norte, era más complicada: "Queríamos bordear la costa marítima, pero era una ruta mil millas más larga y no teníamos asegurado el reabastecimiento de combustible, además de que en algunos lugares solo había playa angosta con marea baja y selva". Decidieron volar sobre el continente aprovechando el "valle" de campos cultivados que se está comiendo el Amazonas. "Era una seguidilla casi continua de campos aptos para aterrizar en caso de una emergencia", cuentan. Todo el viaje lo planificaron con Google Earth. En Brasil, aterrizaron en los aeropuertos de Protásio de Oliveira (pegado a Belém), Imperatriz, Palmas, Barra do Garças y Campo Grande. Al país entraron por Iguazú, luego sobrevolaron Goya, Reconquista, San Fernando y, por último, bajaron en la Base Aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca.
"Viajamos como langostas", grafica Diego. Cuando aterrizaron en el destino final, donde estaban sus compañeros de camada, expilotos, muchos de ellos excombatientes de Malvinas, identificados emocionalmente con el viejo T28 que veían descender desde el cielo y desde el pasado, Diego y Eduardo entendieron el sentido de la travesía: las cosas, dicen, se pueden hacer aunque haya pasado el tiempo. Después de irse jóvenes y desilusionados de la vida militar, había revancha tanto para estos dos hombres como para la máquina y, con ella, para todos los hombres que la volaron. El nombre oficial de la aventura encierra mucho de ese significado: "Vuelvo al Sur". Así, en primera persona, "Vuelvo al Sur": el que habla es el avión.
El final de "Vuelvo al Sur", la travesía de los ex militares, pilotos y amigos Diego Goñi y Eduardo Gatti, fue el comienzo de muchas otras nuevas experiencias. Hubo homenajes de camaradas, como los recibimientos en la Base Aeronaval Espora (Bahía Blanca) y una celebración en el Regimiento de Granaderos a Caballo (Buenos Aires), reencuentros con viejos compañeros de la carrera militar y, luego de esta crónica, un desfile por programas de radio y diarios.
S. Z.
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