sábado, 29 de febrero de 2020
HISTORIAS DE NUESTRA PATRIA,
La decisiva batalla de Cepeda
Cepeda fue "la batalla de un minuto y la definición de un siglo", según la fórmula acuñada por el historiador D.L. Molinari. Sin embargo, más allá de la hipérbole utilizada, el sentido certero que se buscaba transmitir tenía que ver con la virtual insignificancia de la acción bélica, analizada en términos estrictamente militares, en contraste con las enormes consecuencias político-institucionales del hecho en sí, ocurrido el 1º de febrero de 1820 en la cañada del arroyo Cepeda -cerca de los pagos de Pergamino- que le dio nombre. Décadas más tarde, en 1859, dos ejércitos argentinos volverían a enfrentarse allí.
Ahora bien, como combate, la primera batalla de Cepeda no consistió más que en una furiosa carga de la caballería federal -las tropas del Ejército Aliado de Estanislao López y Francisco Ramírez- que originó una desbandada de sus similares nacionales bajo la dirección del general José Rondeau, a la sazón último director de Estado de las Provincias Unidas. En cambio, la infantería del ejército directorial, compuesto casi exclusivamente por batallones porteños, ofreció alguna resistencia para luego emprender el retiro al mando del general Balcarce, quien salvó la artillería y, dirigiéndose al pueblo de San Nicolás, embarcó las tropas de regreso a Buenos Aires. Como se dijo, la batalla de Cepeda no merecería figurar entre los grandes acontecimientos bélicos de nuestra historia salvo por las consecuencia institucionales que allí se originaron.
En primer lugar, la llegada a los primeros planos de la vida política de nuestro país de los líderes populares del Litoral, tales los casos del caudillo y gobernador de Santa Fe, E. López, y del jefe supremo de Entre Ríos, Francisco "Pancho" Ramírez, quienes -emancipados de la tutela de Artigas, vencido por el segundo de los nombrados meses después- impusieron, con distinta suerte, algunas de sus ideas centrales. Así, por ejemplo, no se discutió más, después de Cepeda, la forma de gobierno que debía adoptarse en el ámbito rioplatense, sepultando las aspiraciones monárquicas que, con diversas dosis de pragmatismo, habían buscado llevar adelante los miembros del Directorio.
De la mano de esa irrupción de los caudillos -que con el tiempo se multiplicarían en las distintas provincias- vino la desaparición de las autoridades nacionales, con la renuncia del director Rondeau y la disolución del Soberano Congreso, aquel cuerpo que se había instalado en 1816 en Tucumán para declarar formalmente la independencia, trasladándose luego a Buenos Aires y que llegó sancionar en 1819 una carta constitucional para nuestro país.
Empero, si tuviésemos que escoger entre todas las consecuencias derivadas de esa batalla, sin dudas, la opción recaería sobre el surgimiento de la provincia de Buenos Aires. En efecto, hasta ese momento Buenos Aires tenía una organización política, jurídica y administrativa de tipo polivalente, en parte heredada del antiguo régimen virreinal y que poco -o casi nada- habían modificado los gobiernos revolucionarios, la gobernación-intendencia diseñada a fines del siglo XVIII que había ido sufriendo deserciones y amputaciones forzosas, como la propia Santa Fe.
A partir de Cepeda, entonces, y por imposición de los caudillos vencedores, quienes lo pusieron como condición para negociar un tratado de paz, los porteños fueron obligados a organizarse como entidad de derecho público dotada de autonomía. De esta forma nació la provincia de Buenos Aires en su calidad de tal, con sus primigenias instituciones políticas y gubernamentales: la Junta de Representantes, compuesta de diputados de la ciudad y, luego, también de la campaña, y el Poder Ejecutivo, con su primer gobernador, don Manuel de Sarratea, elegido por aquellos.
La firma del Tratado de la Capilla del Pilar (allí estaba instalado el campamento del Ejército Aliado federal), el 23 de febrero de 1820, cristalizó la actuación del flamante gobernador, sentó las bases de una nueva era política con base en el sistema republicano y auspició la forma de Estado federal, inaugurando una tradición de acuerdos, pactos y convenciones que fueron una de las principales columnas en la construcción del futuro edificio institucional argentino.
J. P. G.
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