sábado, 29 de febrero de 2020

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


LEÍDO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
De terror
El trágico caso de Rufina Cambaceres, la joven que fue sepultada viva
Era una de las adolescentes más hermosas de su tiempo. Se enamoró de Hipólito Yrigoyen. Pero se enteró de un secreto terrible sobre él y no lo pudo resistir. Lo que siguió fue un espanto.

Tumba de Rufina Cambaceres.



Luciano Lamberti
He aquí todos los elementos para una buena historia gótica que hubiera hecho las delicias de las hermanas Brontë. La protagonizan tres historias de amor y desengaño, una mala praxis médica y el viejo cuidador de un cementerio. Pero vamos por orden. Primero, la familia.
Los Cambaceres eran de una aristocracia venida a menos en la sociedad argentina del siglo XIX. Cultos, inteligentes, adinerados y con una pésima fama. En 1876, Eugenio Cambaceres había tenido un romance con una tal Emma Wizjiak, soprano del Teatro Colón, casada. Fueron descubiertos por el marido de la cantante lírica en uno de los palcos del teatro. Éste desafió a Eugenio a un duelo, pero después terminó yéndose del país (y dejando la mujer acá).
Hasta ese momento, Cambaceres tenía lo que se conoce como un futuro prometedor en la política. La vergüenza social lo alejó de ese ámbito (así como, si somos justos, las denuncias que realizó sobre los fraudes en su propio partido).
Se dedicó, entonces, a la literatura, con suerte desigual, pero una de sus novelas, Sin rumbo, influenciada por Emile Zola y el naturalismo, sigue andando por las librerías de usado y quizás alguna profesora de Lengua lo dé en clases.
Lo cierto es que Cambaceres registró como pocos los problemas que estaban generando las olas inmigratorias en el país, así como los defectos congénitos de la burguesía argentina, cosa que no le sería perdonada jamás. Encima, años después, sumó un tercer escándalo a su vida, al enamorarse de Luisa Bacichi.

La bóveda de Rufina Cambaceres es una de las más famosas de La Recoleta.
Bacichi había nacido en 1855, y era bailarina, lo que para la época significaba ser más o menos una prostituta encubierta. De origen italiano, vino a Buenos Aires con una compañía de baile y se quedó por el amor que lo unía con Cambaceres.
Para la sociedad porteña, fue el tiro de gracia que acabaría hundiendo a Eugenio en el peor de los descréditos. Se casaron en 1887 y en 1888 tuvieron una hija. Le pusieron el mismo nombre que su bisabuela: Rufina. Eugenio murió poco después.
Una amiga le reveló lo que todo el mundo sabía menos Rufina: que Yrigoyen era el amante secreto de su madre.
La decepción
Rufina se crió en un ambiente aristocrático, haciendo las cosas que las jóvenes hacían en esa época: tareas de bordado, paseos con amigas, cuchicheos y sueños románticos. Como en un cuento de hadas, su belleza pronto empezó a competir con la de la madre, cuyo espejo le dijo un día que la más bonita no era ella, sino su hija.
Muerto Eugenio, la familia mantenía un cierto grado de conducta social: hacían fiestas íntimas, ágapes. Uno de los más fervientes asistentes era un joven alto, inteligente, elegante, de voz gruesa. Se llamaba Hipólito Yrigoyen, era abogado y años después sería uno de los presidentes argentinos más importantes, el primero de la Unión Cívica Radical, que ganó con la nueva Ley Saénz Peña, que consideraba al voto secreto y obligatorio (pero eso sí: para los varones).
Rufina era menor cuando lo conoció y se enamoró de él, que ya pisaba los 50, pero en esa época esa diferencia era aceptable, incluso aconsejable. Se produjo entre ellos, entonces, uno de esos romances platónicos hecho de pequeños gestos significativos, abonado por una lentitud exasperante.
Una noche, él la invitó al Colón para escuchar a la orquesta sinfónica. Se aproximaba la tragedia: ninguno de ellos lo sabía, aunque tal vez Rufina, que tenía diecinueve años, algo sospechaba en su corazón.

Hipólito Yrigoyen fue dos veces presidente de Argentina
Lo que sigue es parte de la leyenda. Hay versiones, reversiones y perversiones, como en toda leyenda, pero hoy la podemos imaginar así.
Rufina estaba ilusionada con la invitación de Yrigoyen. Pensaba que esa noche, después del Colón, consumarían el amor que hasta el momento había permanecido en el plano de la sugerencia.
Una amiga fue a visitarla esa mañana y hablaron del tema. La amiga, de la que no sabemos el nombre, estaba rara. Tenía que decirle algo, algo que consumía por entero el espacio de su corazón, pero no se animaba.
Al final decidió que era hora. Le dijo que quería evitarle una humillación peor de la que ya estaba sufriendo. Y le confesó lo que sabía, lo que todo el mundo sabía, excepto ella: que Yrigoyen era el amante secreto de su madre, Luisa.
Rufina se demudó. Le dijo a su amiga que no se sentía bien, que tenía que descansar un segundo en su cuarto, que la dejara sola. Subió la escaleras y ya no volvió a bajar.
Dos horas después, la mucama de la familia la encontró en su cama. Por la posición del cuerpo, antinatural, no parecía dormida. Intentó despertarla: le habló, la tomó del hombro, la sacudió. Rufina no se incorporaba. Una hora después, el médico de la familia acudió a la casa. De solo verla, de solo tocar la frialdad de su piel ya entendió lo que pasaba. La auscultó, sin embargo, para asegurarse, y no le encontró el pulso. Oyó lo que le decían y entendió: a pesar de su corta edad, Rufina había muerto de un síncope. Literalmente, se le había roto el corazón.
Si esto fuera una historia de amor terminaría en este punto. Sería un buen final romántico. Pero es una historia gótica, como escribí más arriba, y esto es solo el comienzo.
Arañazos en un cajón
Esa misma noche enterraron a Rufina en el panteón de la familia Cambaceres. Como era costumbre en la época, lo hicieron con las joyas que le habían pertenecido en vida. Su madre, desconsolada, se echó sobre su cuerpo antes de que clavaran la tapa del cajón. Gritaba que no estaba muerta, que no podía estar muerta. Entre los parientes y amigos tuvieron que sostenerla de los brazos, llevársela, tranquilizarla.
Aquí es donde entra en escena el viejo cuidador del cementerio de la Recoleta. La función del cuidador era, en esa época, la de un guardia de seguridad. Dado que los burgueses enterrados allí lo hacían con sus joyas, había un gran peligro de saqueadores, que aprovechaban esas primeras noches, donde los cuerpos todavía no despedían un olor insoportable, para robárselas.
El cuidador hacía recorridas nocturnas con un farol a kerosén colgándole de la mano. Y a la madrugada siguiente, mientras recorría la zona del panteón de la familia Cambaceres, oyó los ruidos. Ruidos profundos y graves.
​El cuerpo de Rufina tenía la cara, el cuello, el pecho, arañados. Bajo sus uñas, restos de la madera del cajón.
El cuidador retrocedió y casi se cae. Salió corriendo, entonces, a dar el aviso a la familia. Temía lo peor: que hubieran entrado ladrones al panteón, que se hubieran llevado las joyas de la pobre Rufina, muerta en la flor de la edad.

Detalle de la bóveda de Rufina Cambaceres.
A la mañana siguiente, Luisa y un amigo acudieron al cementerio. Acompañados por el cuidador, abrieron la vieja puerta chirriante del panteón. Lo primero que descubrieron fue que el cajón estaba movido.
Los hombres entraron, lo abrieron con palancas. Lo segundo que descubrieron fue que la tapa del cajón estaba arañada del lado de adentro, y que el cuerpo de Rufina se había dado vuelta: yacía boca abajo. Lo tercero que descubrieron fue que las joyas seguían ahí; lo cuarto, los arañazos. Rufina tenía la cara, el cuello, el pecho, arañados. Bajo sus uñas, restos de la madera del cajón. Entonces empezaron a entender.
Rufina se había despertado en algún momento de esa noche. A oscuras, oyendo el sonido de su respiración, todavía calmo, con rachas del recuerdo de esa mañana, la revelación espantosa de su amiga, su posterior desvanecimiento.
Rufina extendió las manos, tocó la felpa interior de su propio ataúd. Gritó hasta desgarrarse la voz. Golpeó el cajón una y otra vez. A lo que sigue no es aconsejable, siquiera, imaginarlo. Lo cierto es que murió, volvió a morir, esa noche, de asfixia.
La culpa
La catalepsia, el fenómeno por el cual un cuerpo reproduce todos los síntomas de la muerte, era bastante común a principios del siglo pasado. Pensemos en la fiebre amarilla, en la velocidad con que los muertos se enterraban, en la cantidad de casos, verídicos o no, que conocemos, de oídas.
Era tan común que el mismo cementerio de la Recoleta, a metros de donde está enterrada Rufina, un hombre se hizo instalar un sistema de campanas para avisar desde el cajón si seguía vivo. Lo cierto, también, es que a partir del caso que hoy nos ocupa, se instituyó la ley según la cual se deben velar por veinticuatro horas los cuerpos antes de ser enterrados, transformando esos velorios en acontecimientos sociales.
La estatua de mármol blanco de Rufina todavía está en una de las esquinas del cementerio de Recoleta, y cualquiera puede visitarla. La muestra de pie, con una mano en el picaporte del panteón, saliendo, al fin, libre. Es un monumento a la culpa que sentía su madre.

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