viernes, 28 de febrero de 2020

HISTORIAS DE DOLOR Y SUPERACIÓN,


Los últimos testigos del horror

Un mural con fotos en blanco y negro da inicio al recorrido. Familias reunidas, chicos, científicos. Hombres en el campo y en la ciudad; mujeres en la playa, en una boda.
 "Aquellos son mi mamá y mi papá", dice con su voz aguda y enérgica Diana Wang. Señala una de las fotografías que muestran la etapa previa al horror y allí están: su madre y su padre caminando por la calle.
 Eso fue antes de vivir escondidos, de tener que huir de Polonia, de llevarse a su pequeña Diana a América del Sur, de dejar a su hijo con una familia católica para salvarlo y recuperarlo cuando el infierno terminara; es antes de saber que nunca volverían a ver al niño. En la foto, la pareja sonríe. También lo hace ahora a mi lado Diana: sonríe feliz, pero seria.
Diana Wang nos acompaña en esta visita privada al Museo del Holocausto que, tras ser remodelado durante dos años, hoy reabre al público. Ella fue presidenta del capítulo local de Generaciones de la Shoá y colaboró en la modernización de este espacio junto con un equipo interdisciplinario de profesionales y sobrevivientes. Recorrerlo nos puede llevar una hora y media o el día entero; dependerá del grado de profundidad que le demos a la experiencia. Hay pantallas táctiles, dispositivos interactivos, se puede bajar una app, ver videos con testimonios inéditos, hay diarios de la época -nacionales e internacionales-, elementos de uso cotidiano que se resignifican a la luz de una historia que ya conocemos.

Damos unos pasos y un mapa que se ilumina en el suelo muestra cómo avanzó el nazismo; se tiñen de rojo las regiones, los países. La mancha crece y Polonia, a los pies de Diana, sangra.

Una sala ocupa exactamente el espacio de un vagón de tren como los que llevaban a los prisioneros. La pequeña ventana donde se proyecta un paisaje en movimiento produce un efecto inmersivo que contagia desde lejos el miedo, también la sensación de hacinamiento. Solo esa ventanita, todo ese efecto.

Sobre las cuatro paredes de un ambiente cerrado se narra lo cotidiano del gueto. En las filmaciones de las víctimas en su día a día se ve un cadáver, apenas uno en representación de tantos. Los demás que aparecían fueron quitados en la edición.

En otro cuarto, un televisor exhibe escenas impresionantes. Está ubicado discretamente tras una medianera baja y junto a un cartel de advertencia. Tomar la decisión -y el coraje- de asomarse es personal y no resulta imprescindible para percibir el dolor. En la sutileza de un discurso sin estridencias se impone, por sí misma, la gravedad del nazismo.
Unos nombres se escriben con luz en las paredes de un hall inmenso. Las palabras se desarman, las letras vuelan hacia el techo hasta convertirse en estrellas y desaparecer. Identifican a los seis millones de asesinados.

Pero el relato no termina con los muertos, sigue con los rescatadores y con quienes se salvaron.
En el epílogo del itinerario, Lea Novera, que actualmente tiene 92 años, va a respondernos. "¿En qué campo de concentración estuviste?", "¿cómo llegaste a la Argentina?", "¿qué te enseñó la guerra?", "¿odiás?", le preguntamos a través de un micrófono a la mujer, que está dentro de una pantalla. Sobre la base de una extensa entrevista, y gracias a la inteligencia artificial, es posible este diálogo.

Los sobrevivientes ya van llegando al final de la vida que lograron conservar a pesar de todo. "La semana pasada fallecieron tres", lamenta Diana, y su vocecita, la que traza un hilo invisible entre ese y este lado de la historia, se vuelve más débil.

"¿Por qué vos sobreviviste?". Lea contesta que cree que no habrá sido por ser más fuerte ni más inteligente que el resto, sino porque, seguramente, estaba destinada a vivir para contarlo. Ella es una de las últimas testigos del Holocausto y, tecnología mediante, en este museo de resguardo de la memoria, seguirá cumpliendo su misión. Siempre.

S. B.

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