martes, 3 de marzo de 2020

FRANCISCO OLIVERA OPINA,


La utopía del presidente reformador


Francisco Olivera
Es más que nada una incertidumbre silenciosa. En la Unión Industrial Argentina, optimista desde el 10 de diciembre y hasta con casos internos de euforia individual, se ha empezado a percibir algo de impaciencia. La crisis que el Gobierno debe resolver es muy compleja y no hay todavía una sola señal, ni siquiera tibia, de mejora en la actividad. “Ojalá Alberto Fernández pudiera ser por lo menos un Michel Temer”, razonaron ahí hace unos días. Hay que interpretarlo en la lógica del establishment económico, donde una referencia al expresidente brasileño no significa desdén. Todo lo contrario: fue él quien encabezó en Brasil, pese a las dificultades, una transición que incluyó varias reformas, incluida una laboral. Después vino Bolsonaro con la segunda, la previsional, y es probable que en pocos días el Congreso empiece a discutir la tributaria. Todo ese proceso fue posible gracias a lo que parece imposible aquí: el respaldo mayoritario de una clase política que entendió que el país estaba frente a un problema estructural.
Brasil aún no despegó. Los últimos datos de la Confederación Nacional de la Industria indican que la actividad fabril llegó el mes pasado al enero más alto de los últimos cuatro años, pero los números oficiales habían consignado una caída en diciembre, que incluyó al consumo, y que la formación bruta de capital fija, un termómetro de la inversión, seguía en niveles bajos: en 2019 fue de 15,3%, muy lejos de los registros de los países desarrollados, que oscilan entre el 24 y el 30%. Es cierto, además, que las comparaciones entre estos socios del Mercosur son inapropiadas porque ambos tienen características diferentes. Brasil carece de una sociedad movilizada como la argentina de estos días, y sus sindicatos han sido históricamente menos combativos. La reforma laboral de Temer, por ejemplo, revocó sin grandes inconvenientes la contribución obligatoria de los trabajadores a las organizaciones gremiales. Sin embargo, en la visión empresarial, el escenario brasileño puede servir al menos como ejemplo de lo que no se ha hecho en la Argentina. En su estudio preliminar sobre Utopía, la obra de Thomas More, el ensayista y diplomático español Antonio Poch traza la diferencia entre lo “proyectivo” y lo “utópico”: lo primero se piensa como objetivo alcanzable; lo segundo, como ficción. Aun así, dice Poch, una utopía es un medio, no un fin: aquel lugar imaginario por el que tomamos conciencia de un mal propio. Es lo que representan aquí las reformas de Brasil: un faltante que tampoco resulta inocuo porque tarde o temprano incidirá en decisiones de inversión. “Si no cambiamos, en tres años perdemos el tren”, dijeron a este diario en una cámara que incluye a multinacionales.
Por eso es natural que los empresarios se hayan ilusionado en diciembre con el triunfo de Alberto Fernández. Porque, al igual que el economista Guillermo Calvo, creen que una administración peronista es, pese a las arbitrariedades inherentes al movimiento, la única capaz de tomar medidas impopulares o, al menos, atenuar el poder sindical. Algunas señales de estos días parecen haberles dado la razón. Hugo Yasky, secretario general de la CTA, le viene aportando a la discusión paritaria consignas de ortodoxia económica: “La cláusula gatillo genera esa dinámica inflacionaria en la que siempre vamos a ir corriendo de atrás”, dijo. Y la cúpula de la UIA salió anteayer conforme de la Casa Rosada, donde se había reunido con sus pares de la CGT y ministros: los reproches de los sindicalistas fueron hacia ellos por los aumentos de precios, pero quedó claro que no complicarían al Gobierno reclamando mejoras por encima de la inflación. “Mi mujer me manda al supermercado y el queso está a 400 pesos”, se quejó Antonio Caló, líder de la UOM. Perdido por perdido, prefieren el testimonio doméstico al costo salarial.
Es cierto que en la Argentina gobierna un frente de múltiples necesidades y que la política podría arruinarlo todo. Eso también pasa en Brasil. Lo entendió hasta Paulo Guedes, ministro de Hacienda formado en la escuela de Chicago. “Bolsonaro apoya las reformas, el problema es el timing”, admitió en diciembre en una entrevista con O Globo. Su propuesta de enmiendas constitucionales para ajustar el Estado, denominada “Plano Mais Brasil”, afectará entre otros a empleados públicos que, con los evangélicos, configuran la base electoral del presidente. Pero Guedes ha decidido ir por todo para quedarse con algo, estrategia que define en inglés: “Big, bold targets” (grandes, valientes objetivos). Ya a principios del año pasado, en plena discusión por la reforma previsional, había amenazado con renunciar si el proyecto no estaba antes de junio. Se aprobó tres meses después.
Pero ese no parece ser el estilo de Alberto Fernández, últimamente dedicado a lo contrario: atenuar intenciones o proyectos que se filtran a los medios desde distintas dependencias de la administración, como la elevación de la edad jubilatoria a principios de esta semana o, ayer, los aumentos tarifarios. “Que nadie se apure, hoy no está en carpeta”, aclaró ayer el Presidente sobre el anticipo que había hecho Santiago Cafiero, su jefe de Gabinete. Felipe Solá, que conoce bien esos temas sensibles, tampoco quiso apresurarse cuando, la semana pasada, en su visita a Brasil como canciller, le preguntaron si la Argentina acompañaría en el acuerdo con la Unión Europea. “Eso lo va a resolver en su momento el Presidente”, contestó. Los brasileños lo entendieron, pero no pudieron evitar sorprenderse horas después, cuando oyeron a Fernández decir que no podría atender la invitación de Bolsonaro a reunirse en Montevideo el día de la asunción de Lacalle Pou, incluso ofreciendo esperarlo algunas horas para que inaugurara aquí las sesiones del Congreso. “Ahora la pelota está del lado argentino: ellos tendrán que proponer algo. Felipe había hecho un gol y el VAR se lo anuló”, sonrieron representantes del Palacio de Itamaraty.
Son los motivos de la prudencia de los industriales, que aguardan una rápida recomposición de la relación porque, dicen, la Argentina no podrá prescindir nunca de Brasil. Pero el Frente de Todos tiene sus tiempos, sus modos, su estrategia y, más que nada, su agenda. Y eso hará siempre difícil todo vaticinio, incluido el sueño de que Alberto Fernández se convierta, de pronto, en un transformador al estilo Temer, un presidente que llegó al poder porque su jefa, Dilma Rousseff, se vio obligada a renunciar por un proceso de destitución abierto en el Senado. La situación argentina es casi la opuesta: no hay aquí ningún dirigente con mayor poder que Cristina Kirchner.

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