martes, 10 de marzo de 2020

LA OPINIÓN DE PABLO SIRVÉN,


¿Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia?

Pablo Sirvén
En su mensaje de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso, hace justo una semana, el presidente Alberto Fernández "olvidó", en el inicio de su discurso, incluir entre sus saludos protocolares a las autoridades presentes, a los miembros de la Corte Suprema de Justicia. No pudo no haber divisado a su titular, Carlos Rosenkrantz, ubicado a centímetros del estrado principal (al que luego de su alocución, cuando la cadena nacional terminó, sí se acercó a saludar, al igual que a la doctora Elena Highton de Nolasco, los únicos presentes del alto tribunal). Unos minutos antes, Fernández había rotulado a Comodoro Py como un "oligopolio judicial", sin intentar la más mínima autocrítica de lo mucho que hicieron, precisamente, en esa construcción, a lo largo de los años, los gobiernos peronistas, del menemismo al kirchnerismo. Días atrás, el Presidente había cuestionado a la Corte por tener 40.000 millones de pesos en un plazo fijo mientras su personal trabaja -describió- "en condiciones infrahumanas".
Hace 29 años, un grupo reducido de periodistas denunciamos ante la Justicia al animador Gerardo Sofovich por incompatibilidad de funciones como consecuencia de producirse a sí mismo programas, al tiempo que se desempeñaba como interventor de la TV Pública (entonces ATC). La degradación del sistema judicial comenzó a acelerarse en esos años noventa con la Corte de la "mayoría automática". Pero, aun así, algunas formas todavía se respetaban. Al ser procesado, Sofovich debió renunciar sin dilaciones. Ya no sucedería lo mismo, dos décadas más tarde cuando, en cambio, Amado Boudou también fue procesado mientras se desempeñaba nada menos que como vicepresidente de la Nación, pero por causas bastante más graves, lo cual no fue un obstáculo para que continuara en el cargo hasta la extinción de su mandato. Por si fuera poco, se cargó al entonces procurador general de la Nación, Esteban Righi, con la anuencia de Cristina Kirchner, que ahora debe soportar las sucesivas reivindicaciones que hace el presidente Alberto Fernández de aquel jefe de fiscales y, mucho antes, connotado ministro del Interior del fugaz gobierno de Héctor J. Cámpora. La actual vice, durante su segundo mandato presidencial, quiso "democratizar" la Justicia a su manera con una ley que pretendía establecer la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura por el voto popular. La Corte frenó todo por inconstitucional.
Pero la degradación para horadar la independencia de ese poder no se detiene. La ofensiva contra los tribunales entró ahora en una nueva y más virulenta fase, tal vez siguiendo aquel viejo axioma del general Juan Perón: "Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia".
Si bien no se advierte que públicamente alguien dictara una directiva para atacar de manera coordinada a ese poder, lo cierto es que la acumulación de episodios y declaraciones preocupantes en los últimos días en ese sentido es abrumadora. Conforman, de hecho, un plan monumental para desprestigiar, atemorizar y limar a la Justicia. Ya no es solo la hartante y caprichosa letanía del lawfare , recientemente bendecido también por el Congreso Nacional del Partido Justicialista. Ahora van por mucho más: desde la atrevida interpelación tuitera de Cristina Kirchner a la Corte, porque "no se les mueve un pelo", hasta las groseras difamaciones del senador Oscar Parrilli ("ser juez es como tener sarna") y Florencia Kirchner, que se refirió a los "orangutanes de la Justicia", pasando por el condenado, y ahora de vuelta en libertad, Julio De Vido, que pide sanciones para jueces y fiscales.
A eso se suma la amenaza de intervención a la Justicia de Jujuy -fue multitudinaria la manifestación en la capital provincial y promete ser aún mayor la convocada frente al Congreso para pasado mañana, bajo la consigna "Jujuy no se toca"-; el papelón con Daniel Scioli para obtener el quorum y votar en Diputados reducir las jubilaciones de magistrados y diplomáticos sin acordar con la oposición una cláusula que evite el funcional "éxodo judicial" que el oficialismo pretende; las adhesiones de Axel Kicillof y otros connotados integrantes del Gobierno a Martín Sabbatella, tras ser condenado por abuso de autoridad en la aplicación de la ley de medios, y, por cierto, las alocadas deducciones conspirativas a partir de las palabras de un columnista de este diario. Era lógico que los militantes virtuales, cebados en las letrinas de las redes sociales, se excitaran por tal sucesión de acontecimientos.
Por acción u omisión -mirar para otro lado también es dejar hacer y consentir lo que hacen y dicen otros-, el presidente Alberto Fernández se aleja de una de sus grandes ilusiones políticas para su gestión: recobrar en sus propios procedimientos y modos ecos de Raúl Alfonsín, a quien con tanto esmero evocó en sus discursos del 10 de diciembre y del 1º de marzo. Recrear real y profundamente esa impronta lo conectaría con lo mejor del respeto a las instituciones desde el regreso de la democracia, en 1983. No solo eso: asumir -pero de verdad- esa épica impediría, al mismo tiempo, que su perfil distintivo se vaya diluyendo y pase a la historia como quien, después de diez años de haber advertido con lucidez implacable sus defectos, sea el paradójico instrumento para restaurar en la cima del poder lo peor del kirchnerismo.

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