El sicario italiano que llegó a la Argentina para matar a un capo de la mafia pero terminó asesinado. Los jefes de la Camorra y la Cosa Nostra entraron al país escapando de la justicia italiana. Detrás de uno de ellos llegó un sicario a quien llamaban Don Vito y era el más eficaz asesino a sueldo de la mafia de su país. Nunca desperdiciaba una bala, pero terminó muerto en un crimen oscuro y sin culpables
Por Matías Bauso
Gaetano Fidanzati cuando fue atrapado en la Argentina
A principios de la década de los 90 del siglo pasado una segunda oleada de inmigración italiana llegó al país. La primera, la de los que descendían de los barcos y se forjaron un futuro a base de trabajo y esfuerzo llegó 80 años antes y fue masiva. Esta fue escasa y sus integrantes no eran cultores del trabajo honesto como sus antepasados.
Importantes mafiosos italianos recalaron en ese tiempo en Argentina (también lo hacían en Venezuela y en Brasil). Escapaban de la justicia de su país que había decidido juzgarlos y minar sus negocios espurios. El juez Giovanni Falcone era su pertinaz perseguidor (hasta que en 1992 hicieron volar su auto con una explosión: junto a él fueron asesinados su esposa y cuatro policías de la custodia).
Dos importantes capo mafias de dos clanes diferentes fueron los más notables de los que llegaron al país. Vicente Francesco Marianello, tercero en el orden jerárquico de la Camorra napolitana, recaló en Miramar. Poco tiempo después se lo involucró en la Conexión Santa Cruz de la Sierra- Buenos Aires. Fue detenido en la ciudad balnearia en enero del 90.
Un mes después, en febrero de ese año, el que cayó preso fue Gaetano Fidanzati, quinto en el orden de mérito de la Cosa Nostra, que se había escapado de Italia para no purgar una dura condena. Allí un tribunal lo había penado con 22 años de prisión por asociación ilícita, tráfico de drogas y lavado de dinero. Pero luego de una breve detención fue liberado por cuestiones formales. Mientras se decidía sobre la validez del proceso, Fidanzatti se fugó hacia Argentina, que siempre fue una tierra amable para los que buscan impunidad.
Pero algo había cambiado. Algunas dicen que Interpol puso más empeño y contó con la colaboración de las fuerzas policiales argentinas; que por ese motivo pudieron atrapar en el país a dos importantes capo mafias en un lapso tan breve.
Otros, menos ingenuos, cuentan otra historia.
A fines de 1989, Valeriano Forzatti llegó a Ezeiza. Otro italiano que no venía a hacer turismo. En Italia era buscado por la Masacre de Laguna Blue ocurrida en febrero de 1989. Laguna Blue no era una playa paradisíaca sino un cabaret de escaso lujo situado en Ferrara. Una noche, Forzatti ingresó al local con parsimonia, atravesó el humo azul de los cigarrillos y se paró en medio de la pista mirando hacia todos los rincones. Era el único que no bailaba ni reía, el único sin una copa en la mano. Una chica le propuso bailar y él la corrió, con desdén, con su brazo.
Cuando encontró lo que buscaba caminó con decisión hacia una mesa del fondo. Se paró frente a un hombre que estaba sentado, lo miró y con un disparo preciso le perforó la frente. El compañero de mesa, cubierto de sangre salpicada y enceguecido por la furia, se lanzó sobre el asesino. Forzatti volvió a disparar y otra vez le bastó un solo tiro. Padre e hijo, dueños del local, estaban muertos.
Una mujer gritó y lo insultó, el asesino no tuvo problema en volver a apretar el gatillo. Y acertó de nuevo: sangre fría y puntería le sobraban. Detrás del mostrador (no era una barra) el encargado manoteó un arma; pero fue lento y Forzatti se cobró una nueva víctima. Con el quinto muerto aparecen las divergencias. Algunos dicen que se enfrentaron fuera del local cuando el otro fue a buscar la revancha. Otros sostienen que intentó atacarlo dentro del cabaret y también fue alcanzado por una bala.
Valeriano Forzatti fue atrapado cuando había aterrizado en el país para matar a otro capo mafia
A esa altura de los eventos, los que habían sobrevivido no se movían. Ya nadie fumaba y la música se había apagado aunque nadie pudiera precisar cómo. Sólo se escuchaban las pisadas de Forzatti hacia la puerta, algunas de ellas más estruendosas, por el contacto -el chapoteo- de las suelas contra los charcos de sangre originados por él mismo. Antes de cruzar la puerta se giró y les dijo a los testigos que no se animaban a mirarlo: “Ustedes no vieron nada. No se olviden, nunca se olviden que les perdoné la vida”.
Forzatti era conocido como Don Vito. También lo llamaban Il Capo degli Sparatore (El Rey del Gatillo). Cualquiera de los dos apodos era incriminatorio por sí solo. Forzatti era un sicario, un asesino a sueldo. En Italia era célebre por la capacidad que tenía para cumplir con los encargos. Por lo general no desperdiciaba balas.
La causa que tenía, la de la Masacre de Laguna Blue, no lo preocupaba demasiado. Sabía que en su tierra siempre encontraba escapatoria; que si bien siempre sabía quién se quería vengar, también estaban los poderosos que le debían favores o le temían y que le garantizaban impunidad y protección. Era útil.
Sin embargo la ambición pudo más. Una oferta irresistible lo hizo dirigirse a Argentina. Pero al poco tiempo de llegar, una nutrida delegación de la Policía Federal irrumpió en el Hotel Esmeralda, del Microcentro porteño, y lo detuvo. Tenía orden de extradición. Era el 6 de marzo de 1990. Al día siguiente la imagen de este hombre de 38 años apareció en la tapa de Clarín. El pelo trabajosamente acomodado hacia atrás, las cejas frondosas, la mirada seca. Una campera de jean y una chomba.
Es alto y fuerte. Conserva un aire desafiante, invicto. El agente de Interpol que lo lleva, con las manos esposadas a su espalda, parece un enano al lado suyo. La prensa argentina se mostraba sorprendida porque en muy pocas semanas tres importantes mafiosos italianos habían sido arrestados en el país.
En el interrogatorio, uno de los agentes le preguntó por qué lo buscaban de Italia, cuál era la causa del requerimiento. Con una sonrisa, Forzatti le dijo que la justicia de su país se estaba poniendo algo quisquillosa, que él sólo le había quitado la cartera a una viejita por la calle.
Pese a su postura, Forzatti sabía que algo no andaba bien. Había llegado vía Venezuela, otra guarida utilizada por los mafiosos, y casi no se había movido, estaba estudiando el terreno. Repasó en su cabeza si había cometido alguna imprudencia, si había dado algún paso en falso para haber sido descubierto con tanta celeridad. Pero no encontraba nada. Si hasta se había hospedado bajo el nombre falso de Mario D’Alessio.
Su detención no era consecuencia de la perspicacia de la fuerzas del orden (locales o internacionales). La historia parece haber sido otra. Todo indica que se debió a una delación.
Fidanzati fue juzgado a su regreso a su tierra. Y fue condenado. Pero estuvo, otra vez, poco tiempo entre rejas. Nuevamente errores de procedimiento le consiguieron la libertad
Gaetano Fidanzati, enterado de que el más eficaz killer de la mafia italiana estaba en el país, supuso que venía por él. Eran varios los que querían su cabeza. Argentina era un buen lugar para esconderse de la justicia pero no de sicarios. La impunidad tiene sus desventajas. Atemorizado por el peligro cierto que corría su vida elucubró varias estrategias de acción. Luego de una charla con su abogado defensor, Pedro Bianchi, decidió entregarse ante la policía. El abogado le habría asegurado que no corría peligro de ser extraditado. Así negoció su entrega. Él daba las coordenadas para encontrar a Marianello (su rival) y a Forzatti y a cambio le aseguraban que sólo sería juzgado por violar leyes migratorias del país (por su ingreso irregular a Argentina), delito cuya pena no superaba los tres años. Además de su libertad conseguía proteger su vida, que con Forzatti en la calle no valía nada.
Bianchi, el abogado defensor del capo de la mafia, era muy conocido en el ambiente. Era un personaje influyente en Tribunales y no le hacía asco a ningún defendido. Representó entre otros a los Shocklender, Yiya Murano, Arquímides Puccio, Aníbal Gordon, Francois Chiappe, al criminal nazi Erich Priebke y a Emilio Massera. Una auténtica galería del horror de los 80. Sin embargo, Bianchi no era un improvisado. Su capacidad técnica era reconocida por su pares. Era un católico recalcitrante, de permanente mal humor y siempre llevaba encima un arma, al tiempo que se vanagloriaba de su habilidad en el disparo. Sus honorarios eran altísimos. Se dice que a Fidanzati le cobró 200 mil dólares. Pero la estrategia de Bianchi fracasó estrepitosamente. En 1993 fue extraditado a Italia. Bianchi no le pudo dar demasiadas explicaciones.
En ese tiempo los negocios de la Cosa Nostra, y por ende los de Fidanzati, eran el tráfico de heroína, contrabando de diamantes y el lavado de dinero. Se dice que él fue el nexo para conseguir con los clanes mafiosos de Nueva York el canje de cargamentos de heroína por los de cocaína con los que evitaban el traspaso de dinero.
Fidanzati fue juzgado a su regreso a su tierra. Y fue condenado. Pero estuvo, otra vez, poco tiempo entre rejas. Nuevamente errores de procedimiento le consiguieron la libertad. En 2009 fue noticia: por enésima oportunidad la policía lo apresó. Murió en su casa en el 2013 en Sicilia. Tenía 78 años.
Regresemos a Valeriano Forzatti. Detenido en la cárcel de Devoto veía como el juicio de extradición avanzaba. Lo habían dejado solo. Nadie quería quedar pegado a un reconocido sicario. La vida en Devoto no era fácil. Estaba destinado al peor pabellón. En el que habitaban los desahuciados, en el que la esperanza no tenía lugar; allí tampoco existían las mínimas normas de convivencia.
Forzatti era lo suficientemente duro para sobrevivir. Pero sabía que en ese clima anárquico era un blanco fácil. Ahora todo el mundo conocía su paradero. La elusión, su habilidad como escapista, habían sido una de sus principales armas de defensa en esos años. Ahora estaba quieto en un lugar, que para colmo de males era permeable. Intentó que lo trasladaran pero no lo consiguió. Si en Argentina debía tener cuidado, debía estar alerta para no ser víctima de algún ataque, Forzatti estaba convencido de que en Italia no duraría vivo ni siquiera un par de semanas. La orden de extradición era su condena de muerte.
Se sospecha que fue por eso que la noche del 6 de marzo de 1993 cuando un guardia ingresó a su celda, Forzatti lo atacó con el caño del lavatorio que había desprendido unas horas antes. Le dio decenas de brutales golpes en la cabeza. La masa encefálica del guardia quedó esparcida por el piso de la celda. Cuando otro guardia intentó defender a su compañero, Forzatti también se encargó de él. Este, al menos, logró sobrevivir. Forzatti creyó que quitando esa vida había conseguido extender la suya. Que al tener un delito “argentino”, cometido en suelo argentino (y uno bien grave) ya no sería deportado, que ya no volvería a Italia.
Forzatti fue asesinado en la cárcel de Caseros. El sicario murió con tanta violencia como la que había ejercido toda su vida
Tuvo razón sólo en parte. Ese homicidio le aseguró no regresar a su tierra. Pero una semana después estaba muerto. Lo mataron con la misma crueldad con la que él mató.
El 8 de marzo fue llevado ante el juez a comparecer por su crimen. El magistrado ordenó que fuera trasladado al Hospital Borda para que se le hiciera un exhaustivo análisis psiquiátrico. Según dijeron los investigadores en el momento en ese traslado fue golpeado ferozmente por los compañeros del guardia asesinado y quedó moribundo con severas heridas internas en el tórax y en la cabeza. Producto de esa especie de linchamiento, Valeriano Forzatti murió el 13 de marzo de 1993.
Fueron juzgados guardiacárceles y médicos del Servicio Penitenciario por el crimen. Autores, partícipes necesarios y cómplices. Pero todos fueron declarados inocentes en el juicio oral porque no había ninguna prueba que los inculpara. Los hechos habían ocurrido de manera diferente a la que los investigadores determinaron en un principio. La causa volvía a foja cero. Todo debía investigarse de nuevo. Alguien había buscado falsos culpables para que no surgieran los verdaderos responsables del asesinato.
Luego de ser llevado al Borda, Forzatti fue alojado en la alcaidía de Tribunales bajo estricta custodia (la acusación original decía que ahí lo habían golpeado como venganza). El día 12 de marzo fue derivado a la cárcel de Caseros, el penal al que Forzatti había expresamente solicitado no ir ya que allí se encontraba alojado, su enemigo, el que lo había delatado: Gaetano Fidanzatti.
A la mañana siguiente, Forzatti apareció muerto. Tenía 18 fracturas en los huesos de su torso, hemorragias internas y conmoción cerebral. Los peritajes determinaron que esas lesiones se produjeron entre 2 y 5 horas antes de su deceso. Es decir alguien lo mató durante su breve estadía en Caseros.
Con el tiempo se confirmó que Valeriano Forzatti había venido al país a cumplir un contrato. Debía matar a un capo mafia. Pero su objetivo no era Gaetano Fidanzatti sino a Vicente Francesco Marianello, el mafioso que había elegido la costa como refugio.
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