JOSÉ NUN
¿Es posible un acuerdo de gobernabilidad en la Argentina?
Lo que vuelve improbable el consenso es la existencia de dos visiones enfrentadas de la política, una de cuño autocrático y otra republicana
La decadencia argentina es notable. En términos del PBI por habitante, en 1913 nuestro país era el décimo del mundo; en 2019, ocupaba el puesto número 70. En las últimas décadas, el aumento de los niveles de desempleo, de informalidad y de pobreza es de sobra conocido, lo mismo que el crecimiento de la desigualdad social. La pandemia ha dejado todo esto al desnudo a la vez que lo agudizó.
Frente a este panorama, son muchos los ciudadanos que consideran imprescindible un acuerdo entre los dirigentes que nos saque del pantano. Lo creo altamente improbable por varias razones. La principal es que no se trata de una cuestión de personas, sino de que vuelven a enfrentarse hoy dos visiones de la política, una de cuño autocrático y otra de cuño republicano, que privan a ese acuerdo del marco común que lo torne viable. No es casual que los pactos hayan sido posibles solo cuando los representantes de ambas posiciones estuvieron fuera del poder, como ocurrió con La hora del pueblo, en 1970.
Para la primera de esas visiones, la democracia se reduce básicamente al voto; Estado y gobierno son la misma cosa; y tanto la separación de poderes como los controles sobre quienes mandan resultan temas secundarios. La segunda concepción toma como punto de referencia a la Constitución nacional, que establece un régimen republicano, representativo y federal, con división de poderes y mecanismos de control, y, por lo tanto, ni reduce la democracia a un mero procedimiento ni asimila Estado y gobierno. Desde 1930, nuestra historia ha estado dominada por dictaduras militares y por la primera visión, encarnada en el peronismo. Para peor, asistimos desde hace años a una degradación del movimiento creado por Perón, que aleja cualquier perspectiva de acuerdo, y es a esa degradación a la que quiero referirme.
Perón fue un autócrata que hizo respetar los derechos de los trabajadores y cuidó que la distribución del ingreso resultara sensiblemente más equitativa. Para ello se valió de métodos que no tuvieron nada de republicanos, en un país donde, por lo demás, estos gozaron históricamente de escaso favor. A la distancia se advierte mejor que su dictadura fue la de un oportunista con principios, algo que no entendieron muchos de sus seguidores de izquierda y de derecha, seguros de la maleabilidad de su pragmatismo. En este sentido, siempre rindió tributo a la influencia ideológica que tuvo sobre él Benito Mussolini. Perón residió en Italia entre 1939 y 1941, en pleno auge del fascismo y cuando la democracia liberal declinaba en todo el mundo. El Duce abogaba por un “socialismo nacional” que incluía el uso de la fuerza, el salario mínimo, la jornada de ocho horas, el voto femenino, la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas y otros temas que Perón hizo suyos, como la centralidad de las corporaciones (“la comunidad organizada”) y la idea del movimiento como sistema total.
Claro que llegó al poder unos meses después de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial y del fusilamiento de Mussolini. De ahí que Perón adaptara y tamizase con astucia lo aprendido. (No es casual que cuando nacionalizó los ferrocarriles los bautizara con los nombres de nuestros próceres liberales). Pero mi interés aquí es otro. Independientemente de la opinión que nos merezca, se trató de un líder de masas que estableció una relación carismática
Menem postuló un peronismo neoliberal con amplios sectores populares, que depositaron en él su confianza. Cuando esto sucede, señalaba Max Weber, es posible que el dirigente “viva para su obra” o demuestre ser una persona “mezquina, advenediza, efímera y presuntuosa”. Y no es exagerado decir que Perón “vivió para su obra”, aunque esta implicase el recurso a la violencia y la restricción de las libertades públicas.
El contraste con Menem no puede ser más marcado. El caudillo riojano (cuyo ascenso frustró las inclinaciones republicanas del ala cafierista del movimiento) reemplazó a los descamisados por sus “hermanos y hermanas” y fue a su encuentro al estilo evangelista en el “Menemóvil”, invocando a Dios y a la Virgen. Al llegar a la presidencia se vanaglorió de violar sus promesas electorales, abandonó la “tercera posición” y postuló un peronismo neoliberal, guiado por Alsogaray y por Cavallo. Tras el telón de la estabilidad cambiaria que le brindó el Plan de Convertibilidad, llevó adelante uno de los procesos de privatizaciones y de concesiones más masivos, veloces y subsidiados del mundo; subordinó a los poderes Legislativo y Judicial; provocó una fuerte redistribución regresiva del ingreso, e hizo un hábito de la corrupción. Aquí ya no podemos hablar de alguien que “vivió para su obra”, sino de un autócrata borracho de poder.
¿Qué decir del kirchnerismo? El poco conocido gobernador de Santa Cruz llegó a la presidencia gracias al dedo de Duhalde (que esperaba ser su tutor) y al rechazo que provocaba el menemismo. Tuvo a su favor que el país estaba saliendo de la crisis de 2001/2 y, a falta de un plan propio, aprovechó un excepcional boom de los productos primarios para bajar rápidamente la desocupación y la pobreza, mantener la estabilidad cambiaria y gozar de un sostenido superávit fiscal. Para construir su base de apoyo político recurrió a la transversalidad, se recostó en las organizaciones de derechos humanos (cuya importancia recién entonces descubrió) y echó los cimientos de un capitalismo de amigos que le rindió pingües beneficios. De ahí a alimentar un sueño dinástico faltaba un paso, que dio al designar a su esposa como sucesora. Solo que, al no haberse introducido los cambios estructurales que el país necesitaba, la declinación de los precios de exportación desaceleró el crecimiento y, ya en el segundo gobierno de Cristina Kirchner, condujo al estancamiento económico, a una fuerte suba de la pobreza y a la reaparición de la espiral inflacionaria, del déficit fiscal y del endeudamiento público. Mientras los países vecinos duplicaban sus activos, el nuestro entraba en crisis en un contexto de saqueo del erario y de impericia técnica. Su solución más creativa fue falsear las estadísticas oficiales.
Un repudio creciente a estas prácticas condujo al gobierno a Macri, cuyo pálido republicanismo no fue óbice para que intentase nombrar por decreto a nuevos miembros de la Corte Suprema, esterilizara órganos de control como la Oficina Anticorrupción y acabase profundizando el desastre económico que había heredado y elevando a nuevas magnitudes la desigualdad y la pobreza. En un país que electoralmente va de rechazo en rechazo, retornó al poder un peronismo fragmentado, a la cabeza de una coalición variopinta. La conduce Cristina, convertida en presidenta de facto, sin más proyecto propio conocido que anular los procesos en curso contra ella y los suyos y perpetuar la visión autocrática, repartiendo cargos públicos y ayuda social.
O sea que asistimos a una doble decadencia: la del país y la del movimiento creado por Perón, que se ha venido deslizando desde hace años de la primera a la segunda alternativa planteada por Weber. Esto no solo impide un genuino acuerdo de gobernabilidad y alienta a elementos desestabilizadores, sino que permite que los grandes intereses económicos usen el lenguaje republicano para proclamarse defensores de la libertad y cuestionar un estatismo de contornos indefinidos. Entretanto, crecen la miseria, la crisis y la inseguridad, y con ellas, un malestar ciudadano en busca de canales de expresión. La peligrosa consecuencia es un país cada día menos previsible cuando más debiera serlo.
Lo que vuelve improbable el consenso es la existencia de dos visiones enfrentadas de la política, una de cuño autocrático y otra republicana
La decadencia argentina es notable. En términos del PBI por habitante, en 1913 nuestro país era el décimo del mundo; en 2019, ocupaba el puesto número 70. En las últimas décadas, el aumento de los niveles de desempleo, de informalidad y de pobreza es de sobra conocido, lo mismo que el crecimiento de la desigualdad social. La pandemia ha dejado todo esto al desnudo a la vez que lo agudizó.
Frente a este panorama, son muchos los ciudadanos que consideran imprescindible un acuerdo entre los dirigentes que nos saque del pantano. Lo creo altamente improbable por varias razones. La principal es que no se trata de una cuestión de personas, sino de que vuelven a enfrentarse hoy dos visiones de la política, una de cuño autocrático y otra de cuño republicano, que privan a ese acuerdo del marco común que lo torne viable. No es casual que los pactos hayan sido posibles solo cuando los representantes de ambas posiciones estuvieron fuera del poder, como ocurrió con La hora del pueblo, en 1970.
Para la primera de esas visiones, la democracia se reduce básicamente al voto; Estado y gobierno son la misma cosa; y tanto la separación de poderes como los controles sobre quienes mandan resultan temas secundarios. La segunda concepción toma como punto de referencia a la Constitución nacional, que establece un régimen republicano, representativo y federal, con división de poderes y mecanismos de control, y, por lo tanto, ni reduce la democracia a un mero procedimiento ni asimila Estado y gobierno. Desde 1930, nuestra historia ha estado dominada por dictaduras militares y por la primera visión, encarnada en el peronismo. Para peor, asistimos desde hace años a una degradación del movimiento creado por Perón, que aleja cualquier perspectiva de acuerdo, y es a esa degradación a la que quiero referirme.
Perón fue un autócrata que hizo respetar los derechos de los trabajadores y cuidó que la distribución del ingreso resultara sensiblemente más equitativa. Para ello se valió de métodos que no tuvieron nada de republicanos, en un país donde, por lo demás, estos gozaron históricamente de escaso favor. A la distancia se advierte mejor que su dictadura fue la de un oportunista con principios, algo que no entendieron muchos de sus seguidores de izquierda y de derecha, seguros de la maleabilidad de su pragmatismo. En este sentido, siempre rindió tributo a la influencia ideológica que tuvo sobre él Benito Mussolini. Perón residió en Italia entre 1939 y 1941, en pleno auge del fascismo y cuando la democracia liberal declinaba en todo el mundo. El Duce abogaba por un “socialismo nacional” que incluía el uso de la fuerza, el salario mínimo, la jornada de ocho horas, el voto femenino, la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas y otros temas que Perón hizo suyos, como la centralidad de las corporaciones (“la comunidad organizada”) y la idea del movimiento como sistema total.
Claro que llegó al poder unos meses después de la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial y del fusilamiento de Mussolini. De ahí que Perón adaptara y tamizase con astucia lo aprendido. (No es casual que cuando nacionalizó los ferrocarriles los bautizara con los nombres de nuestros próceres liberales). Pero mi interés aquí es otro. Independientemente de la opinión que nos merezca, se trató de un líder de masas que estableció una relación carismática
Menem postuló un peronismo neoliberal con amplios sectores populares, que depositaron en él su confianza. Cuando esto sucede, señalaba Max Weber, es posible que el dirigente “viva para su obra” o demuestre ser una persona “mezquina, advenediza, efímera y presuntuosa”. Y no es exagerado decir que Perón “vivió para su obra”, aunque esta implicase el recurso a la violencia y la restricción de las libertades públicas.
El contraste con Menem no puede ser más marcado. El caudillo riojano (cuyo ascenso frustró las inclinaciones republicanas del ala cafierista del movimiento) reemplazó a los descamisados por sus “hermanos y hermanas” y fue a su encuentro al estilo evangelista en el “Menemóvil”, invocando a Dios y a la Virgen. Al llegar a la presidencia se vanaglorió de violar sus promesas electorales, abandonó la “tercera posición” y postuló un peronismo neoliberal, guiado por Alsogaray y por Cavallo. Tras el telón de la estabilidad cambiaria que le brindó el Plan de Convertibilidad, llevó adelante uno de los procesos de privatizaciones y de concesiones más masivos, veloces y subsidiados del mundo; subordinó a los poderes Legislativo y Judicial; provocó una fuerte redistribución regresiva del ingreso, e hizo un hábito de la corrupción. Aquí ya no podemos hablar de alguien que “vivió para su obra”, sino de un autócrata borracho de poder.
¿Qué decir del kirchnerismo? El poco conocido gobernador de Santa Cruz llegó a la presidencia gracias al dedo de Duhalde (que esperaba ser su tutor) y al rechazo que provocaba el menemismo. Tuvo a su favor que el país estaba saliendo de la crisis de 2001/2 y, a falta de un plan propio, aprovechó un excepcional boom de los productos primarios para bajar rápidamente la desocupación y la pobreza, mantener la estabilidad cambiaria y gozar de un sostenido superávit fiscal. Para construir su base de apoyo político recurrió a la transversalidad, se recostó en las organizaciones de derechos humanos (cuya importancia recién entonces descubrió) y echó los cimientos de un capitalismo de amigos que le rindió pingües beneficios. De ahí a alimentar un sueño dinástico faltaba un paso, que dio al designar a su esposa como sucesora. Solo que, al no haberse introducido los cambios estructurales que el país necesitaba, la declinación de los precios de exportación desaceleró el crecimiento y, ya en el segundo gobierno de Cristina Kirchner, condujo al estancamiento económico, a una fuerte suba de la pobreza y a la reaparición de la espiral inflacionaria, del déficit fiscal y del endeudamiento público. Mientras los países vecinos duplicaban sus activos, el nuestro entraba en crisis en un contexto de saqueo del erario y de impericia técnica. Su solución más creativa fue falsear las estadísticas oficiales.
Un repudio creciente a estas prácticas condujo al gobierno a Macri, cuyo pálido republicanismo no fue óbice para que intentase nombrar por decreto a nuevos miembros de la Corte Suprema, esterilizara órganos de control como la Oficina Anticorrupción y acabase profundizando el desastre económico que había heredado y elevando a nuevas magnitudes la desigualdad y la pobreza. En un país que electoralmente va de rechazo en rechazo, retornó al poder un peronismo fragmentado, a la cabeza de una coalición variopinta. La conduce Cristina, convertida en presidenta de facto, sin más proyecto propio conocido que anular los procesos en curso contra ella y los suyos y perpetuar la visión autocrática, repartiendo cargos públicos y ayuda social.
O sea que asistimos a una doble decadencia: la del país y la del movimiento creado por Perón, que se ha venido deslizando desde hace años de la primera a la segunda alternativa planteada por Weber. Esto no solo impide un genuino acuerdo de gobernabilidad y alienta a elementos desestabilizadores, sino que permite que los grandes intereses económicos usen el lenguaje republicano para proclamarse defensores de la libertad y cuestionar un estatismo de contornos indefinidos. Entretanto, crecen la miseria, la crisis y la inseguridad, y con ellas, un malestar ciudadano en busca de canales de expresión. La peligrosa consecuencia es un país cada día menos previsible cuando más debiera serlo.
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