Rimbaud y Verlaine, juntos otra vez
Tomarlos como símbolo de conquistas actuales, ¿no es una simplificadora extrapolación?
Podrá decirse que la poesía de Arthur Rimbaud (1854-1991) es siempre contemporánea, pero la pandemia se las ingenió para darle también actualidad al individuo que la escribió, marcado por el estereotipo del artista maldito. Lo cierto es que antes de que empezara a trastocar en plena adolescencia la poesía –un hecho del que él no llegó a tener en realidad noticias–, Arthur era casi el negativo del iconoclasta por el que se lo tiene hoy. Rimbaud aceleró su conversión en Rimbaud por culpa de una suspensión de clases: no hubo en su caso cuarentena o aislamiento social, sino el parate de la guerra franco-prusiana, que se hizo notar de inmediato en Charleville, la localidad fronteriza con Bélgica en la que nació.
Hasta ese entonces, Rimbaud era conocido en su lugar de origen por su beatitud religiosa y por ganar a escala nacional concursos de poesía en latín. Era un prodigio, y su madre, de extracción rural, soñaba con verlo ingeniero. La cotidianidad de tiempos de guerra, contra todo, lo desordenó. Pronto se lo empezó a ver deambulando con los malandras del pueblo. Poco después huyó a París para intentar sumarse a la Comuna, el gobierno revolucionario que tuvo en sus manos la ciudad durante unos meses de 1871. Vitalie, la madre sobreprotectora, logró que volviera, aunque Rimbaud pronto empezaría a mandar cartas y versos a mansalva algunos escritores celebrados. A Paul Verlaine le pareció descubrir talento en ese admirador provinciano, y lo invitó a que se diera una vuelta por París. El resto es historia conocida: con su nulo respeto por los protocolos sociales, Rimbaud, dotado de una insólita lengua viperina y al mismo tiempo llamando al desorden de los sentidos, escandalizó a los almidonados cenáculos de aquellos días. El frenético vínculo amoroso entre los dos poetas los lanzaría por su parte a una vorágine de la que todavía nos llegan las esquirlas.
Hasta ese entonces, Rimbaud era conocido en su lugar de origen por su beatitud religiosa y por ganar a escala nacional concursos de poesía en latín. Era un prodigio, y su madre, de extracción rural, soñaba con verlo ingeniero. La cotidianidad de tiempos de guerra, contra todo, lo desordenó. Pronto se lo empezó a ver deambulando con los malandras del pueblo. Poco después huyó a París para intentar sumarse a la Comuna, el gobierno revolucionario que tuvo en sus manos la ciudad durante unos meses de 1871. Vitalie, la madre sobreprotectora, logró que volviera, aunque Rimbaud pronto empezaría a mandar cartas y versos a mansalva algunos escritores celebrados. A Paul Verlaine le pareció descubrir talento en ese admirador provinciano, y lo invitó a que se diera una vuelta por París. El resto es historia conocida: con su nulo respeto por los protocolos sociales, Rimbaud, dotado de una insólita lengua viperina y al mismo tiempo llamando al desorden de los sentidos, escandalizó a los almidonados cenáculos de aquellos días. El frenético vínculo amoroso entre los dos poetas los lanzaría por su parte a una vorágine de la que todavía nos llegan las esquirlas.
Más allá del recuerdo biográfico y escolar que favoreció –o complicó– el trayecto vital de Rimbaud, una noticia reciente volvió a poner a su figura en primer plano, y con él la de Verlaine. El motivo es la propuesta de tres influyentes entusiastas –entre ellos Frédéric Martel– de que los restos de Verlaine y Rimbaud sean transferidos al solemne Panteón en el que se encuentran, entre otras luminarias, Voltaire, Victor Hugo, Marie Curie y André Malraux. La idea –que acaba de tener el respaldo de Roselyne Bachelot, la ministra de Cultura francesa– es un gesto de época. Nadie puede negar un espacio central en la literatura a los autores de
Una temporada en el infierno y Mis prisiones, pero, tomarlos como símbolo de conquistas actuales, ¿no es más bien una frivolidad, una simplificadora extrapolación? Los primeros en oponerse fueron los descendientes de la familia Rimbaud. El escritor Régis Jauffret subraya, por su parte, el absurdo de darle al dúo el estatus de una pareja. La relación entre los dos duró poco tiempo y desde su ruptura, en enero de 1875, cuando Rimbaud tenía veinte años (viviría hasta los 37) y a Verlaine le quedaba todavía mucho por delante, nunca se volvieron a ver. “Nuestros criterios morales evolucionan tan rápido –sostiene Jauffret, después de acotar que la obra del más joven de los dos se ríe con ganas de todo lo que en teoría celebra el Panteón– que dentro de poco alguien recordará que Rimbaud ni siquiera tenía diecisiete años cuando tuvo su primera relación con Verlaine. En poco tiempo, se va a considerar que se trataba de un abuso”.
Una temporada en el infierno y Mis prisiones, pero, tomarlos como símbolo de conquistas actuales, ¿no es más bien una frivolidad, una simplificadora extrapolación? Los primeros en oponerse fueron los descendientes de la familia Rimbaud. El escritor Régis Jauffret subraya, por su parte, el absurdo de darle al dúo el estatus de una pareja. La relación entre los dos duró poco tiempo y desde su ruptura, en enero de 1875, cuando Rimbaud tenía veinte años (viviría hasta los 37) y a Verlaine le quedaba todavía mucho por delante, nunca se volvieron a ver. “Nuestros criterios morales evolucionan tan rápido –sostiene Jauffret, después de acotar que la obra del más joven de los dos se ríe con ganas de todo lo que en teoría celebra el Panteón– que dentro de poco alguien recordará que Rimbaud ni siquiera tenía diecisiete años cuando tuvo su primera relación con Verlaine. En poco tiempo, se va a considerar que se trataba de un abuso”.
El adocenamiento puede ser un efecto colateral de tanta buena voluntad. Convertir las pasiones y nada apacibles querellas entre Verlaine y Rimbaud en telenovela pasteurizada parece, más que un homenaje, una forma de desactivar lo desafiante de su conflictiva relación. Rimbaud y Verlaine –el primero sobre todo, que pronto se iría a deambular por Europa, Java y terminaría en África– iban y continúan yendo contra cualquier versión conformista y arcádica que pueda proponerse de ellos.
Basta leer la biografía que Enid Starkie le dedicó en 1947 a Rimbaud (imprescindible todavía a pesar de algunos errores) o la más cercana de Jean-jacques Lefrère (Arthur Rimbaud, 2001) para seguir asombrándose de esos “amores de tigre”, como los llama un informe policial. Lefrère les sigue el rastro durante el año que los dos poetas pasaron entre Bruselas y Londres, desde el momento en que el adolescente Arthur intercepta en la calle al casado Verlaine para irse de París (partió apenas con el bastón y sombrero que tenía encima) hasta que llegan a los titulares de los diarios, después de que el segundo le pegara al primero, en Bruselas, un tiro que resultaría menos dramático de lo que podría haberse aventurado.
No conocemos de verdad ni a Verlaine ni a Rimbaud –ninguna biografía por buena que sea es capaz de esa proeza– pero es difícil imaginar que esos dos amantes, tan distintos, quieran pasar lado a lado toda la eternidad.
P. B. R.
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