miércoles, 30 de septiembre de 2020

ZARAZA,,,EL PURO BLA..BLA


La sarasa, el deporte nacional que empobrece el debate

Luciano Román
Un acto fallido le ha puesto a este tiempo de la Argentina el verbo que le faltaba: "sarasear". Revelada por un micrófono indiscreto, la propuesta del ministro de Economía refleja la chatura de un debate público dominado por la orfandad conceptual, la liviandad discursiva y la improvisación permanente. Revela también la vocación por sobrevolar los problemas sin sumergirse en ellos. En muchas áreas, no solo en la política, la Argentina ha institucionalizado el guitarreo y ha convertido la sarasa en un deporte nacional.
Lo del ministro Guzmán sirve para poner en palabras algo que ya sabíamos. Con frecuencia, tras la apariencia de un discurso gubernamental, se esconde una mera sarasa. El asunto tiene un significado mayor del que podría sugerir la anécdota pintoresca. Revela, en principio, una subestimación de la audiencia que el ministro tenía adelante
Lo del ministro Guzmán sirve para poner en palabras algo que ya sabíamos. Con frecuencia, tras la apariencia de un discurso gubernamental, se esconde una mera sarasa. El asunto tiene un significado mayor del que podría sugerir la anécdota pintoresca. Revela, en principio, una subestimación de la audiencia que el ministro tenía adelante. Debía exponer ante diputados de la Nación. ¿Supuso que si saraseaba no se iban a dar cuenta? Implica, también, una desvalorización de su propia investidura. ¿Al ministro no le importa que se lo vea saraseando en el Congreso
Eulogia Merle

No figura en el Diccionario de la Real Academia, pero el significado de "sarasear" es bien claro en nuestra lengua coloquial: es hablar sin decir nada; es revestir un mensaje vacío e insustancial de la apariencia de un discurso conceptual; es engañar al interlocutor con un palabrerío huérfano de contenido. Sería tranquilizador creer que solo fue la ocurrencia de un ministro. En realidad, la sarasa parecería una marca de identidad de un país que, en todos los órdenes, ha perdido sustancia, densidad conceptual y profundidad en el debate.
Para ser justos, el saraseo no es solo patrimonio argentino. Para confirmarlo, basta con medir las distancias entre Churchill y Boris Johnson, entre Roosevelt y Donald Trump o entre Cardoso y Bolsonaro. No se necesita ser Nobel de Literatura, como fue Churchill, para marcar rumbos a través de las ideas y la palabra. La Argentina tuvo líderes de ese tamaño. Todavía vale la pena leer a Sarmiento. Todavía queda en estas páginas la herencia cultural de Mitre. Todavía es posible emocionarse con discursos como los de Avellaneda o los de Alfredo Palacios. ¿Pero dónde están ahora esos faros conceptuales, esas voces capaces de marcar una huella?
Hoy cuesta encontrar originalidad y espesor en la discusión pública, en los debates legislativos, en los alegatos y las sentencias judiciales, en las tesis universitarias y hasta en las homilías religiosas. Por supuesto que en cada uno de esos ámbitos hay hombres y mujeres brillantes, hay voces originales y algunos discursos sobresalientes. También se conserva un estándar de excelencia en la vida cultural de la Argentina (en las letras, en el teatro, en la prensa escrita, en las academias). Pero eso no parece marcar la tonalidad general. El promedio parece estar más cerca de la sarasa que de individualidades descollantes o islas de buena calidad.
En el ámbito político-institucional, la del ministro de Economía no fue la primera confirmación de que asistimos a una temporada alta de sarasa. Otro micrófono traicionero había revelado la propuesta del gobernador tucumano, Juan Manzur, a la ministra de Seguridad de la Nación: "Vos tenés que poner a alguien que los escuche, que los atienda, y después hacemos lo que nosotros queremos". Hablaban de un Consejo de Seguridad Interior del que debía participar la oposición. Manzur proponía, en definitiva, que el consejo fuera pura sarasa, un montaje para la tribuna. En medio de una sesión, un senador comparó a otro con Mario Sánchez, un cómico recordado por un personaje que saraseaba todo el tiempo y hablaba de los pajaritos. Es cierto: frente a la exhibición erótica de un diputado, la sarasa parece una cortesía.
Más allá de confesiones de parte y anécdotas reveladoras, el saraseo contamina buena parte del debate público. Cuando el Gobierno dice, por ejemplo, que sus modelos son los de Finlandia o Noruega, ¿lo dice con verdadero conocimiento de causa? ¿Se han estudiado en profundidad las fórmulas de esos países? ¿Se sabe, por ejemplo, que la columna vertebral del sistema educativo finlandés es una altísima exigencia en la formación docente? ¿Se sabe que en Finlandia rige un sistema muy selectivo de ingreso a los colegios y universidades? ¿Se sabe que Noruega elevó la edad jubilatoria a los 67 años y Finlandia estableció una jubilación flexible que ata la edad del retiro al aumento de la expectativa de vida? ¿El Gobierno está proponiendo esos debates en la Argentina, o dice Finlandia y Noruega como un eslogan vacío? Antes nos queríamos parecer a Alemania y ahora a los países nórdicos. Pero ha quedado en evidencia: todo eso sería pura sarasa. En realidad, nos parecemos cada vez más a un país que ha extraviado el rumbo, donde los temas se plantean a la bartola y la palabra oficial cotiza al nivel del panelismo tuitero.
El discurso político está dominado por muletillas, hashtags y lugares comunes. Parece colonizado, además, por palabras vaciadas de contenido. Se dice diálogo y se practica el monólogo; se dice "trabajo conjunto", pero se despliega, en verdad, una estrategia de demolición del adversario; se dice federalismo y se les quita a las provincias hasta la potestad de decidir sobre sus escuelas. Hace décadas que los gobiernos creen más en los eslóganes que en las ideas. Eso fue "pobreza cero"; eso parece ser ahora la "mesa contra el hambre". Detrás de esos rótulos y enunciados llamativos, no han aparecido ideas novedosas e innovadoras; tampoco estudios rigurosos ni programas consistentes. Con esa misma frivolidad, los gobiernos caen en la tentación de juzgarse a sí mismos: antes fue "el mejor equipo de los últimos 50 años", ahora "un gobierno de científicos". La política argentina también se ha especializado en coleccionar frases que la han puesto más cerca del ridículo que de la creatividad.
"No creo en los planes", ha dicho el Presidente. Y las preguntas son inevitables: ¿ha habido una estrategia seria para enfrentar la pandemia? Se han visto ligereza y falta de rigor en el manejo de las cifras, al extremo de traspapelar 3500 muertos en la provincia de Buenos Aires. También ha habido improvisación y desprolijidad en la comparación con otros países. ¿Hay un rumbo para conducir la economía? Se dice que no se va a endurecer el cepo y a las 48 horas se anuncia todo lo contrario. Se afirma que la prioridad es generar empleo, pero se mira con indolencia el éxodo de grandes empresas. ¿Hay un programa para combatir la inseguridad? Un día avalan la liberación masiva de presos y al siguiente lo relativizan; frente a la toma de tierras se asume una postura dubitativa; un ministro dice una cosa y otro, exactamente la contraria. La demagogia discursiva se ha naturalizado. El revoleo superficial de temas y palabras huecas ya forma parte del folclore nacional.
Cuando se comprueba que en lugar de discurso, de datos rigurosos, de meditación y de coherencia, hay sarasa, se rompe un pacto de confianza entre el ciudadano y el gobernante. Se cae, además, en un peligroso escepticismo, porque un país no se reconstruye con sarasa, se reconstruye con ideas. El desliz ministerial en el Congreso ha tenido, después de todo, la virtud de revelar un camino equivocado. Nunca es tarde para rectificar. La Argentina tiene reservas de calidad y de excelencia para enriquecer el debate público y darle mayor relevancia. Estamos a tiempo de abandonar la sarasa para pensar el futuro con audacia y con profundidad. Se trata de algo simple pero fundamental: ejercitar la seriedad.

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