Postales de una mediocridad asfixiante

Sergio Berensztein
Sería injusto y simplista pretender una descripción de la política argentina a partir de dos episodios recientes que impactaron en la opinión pública y pusieron de manifiesto un alarmante grado de improvisación, descoordinación, falta de sentido común y disfuncionalidad. Por un lado, la imagen del presidente de la Nación, megáfono en mano, intentando vanamente poner orden al caos imperante en la mismísima Casa Rosada, reconvertida súbitamente en una inapropiada cochería pueblerina para velar los restos de Maradona, el mayor ídolo del país en su historia. Por otro, el hasta ahora canciller Solá usando su peculiar imaginación para narrar una conversación telefónica de la cual no participó -porque desconocía el lugar donde se llevaría a cabo- nada menos que entre el presidente electo de EE.UU., Biden, y el propio Fernández, que derivó en un escándalo diplomático con el FMI, principal acreedor del país y con el que se negocia un nuevo programa que podría involucrar fondos frescos, esenciales para recomponer transitoria y parcialmente las magras reservas que acumula el Banco Central por la desconfianza que genera el Gobierno en el marco de lo que Marcos Buscaglia define en su último libro como "la peor crisis de la historia" (estábamos muy mal y se sumó la pandemia).
Hay (aunque no se note demasiado) bastante gente perteneciente a las diferentes expresiones partidarias e ideológicas que trabaja seria y responsablemente para resolver los principales problemas de la ciudadanía. Pero por esta clase de comportamientos bochornosos (que no se limitan al actual oficialismo, sino que reconocen antecedentes en otros gobiernos civiles y militares) el país está estancado hace demasiadas décadas


¿Valora el Presidente la genuina contribución de su equipo de colaboradores a su gestión? ¿Le importa si hacen mínimamente bien su trabajo? ¿Cuáles son los criterios con los que monitorea y evalúa su performance? Habida cuenta del insólito desmanejo de la (in)seguridad durante el velorio y de la boutade de Solá. ¿Qué debería ocurrir para que un ministro dimita o para que el Presidente decida reemplazarlo?
En este primer año, pocos funcionarios abandonaron sus cargos (María Eugenia Bielsa, Sergio Lanziani y Alejandro Vanoli): insuficientes para extraer una conclusión. A punto de cumplir un año en el poder, el Presidente se haría un gran favor si reconsidera el tamaño y la composición de su gabinete. Puede que en este caso en particular sus opiniones sean coherentes con sus acciones y descrea en serio de la meritocracia. O tal vez se deba a su concepción laxa y exagerada de pragmatismo, por la cual la agenda pública se va estableciendo sobre la marcha, de acuerdo con las intenciones y los intereses de diferentes sectores del Frente de Todos, en especial de Cristina, cuyo peso relativo parece cobrar cada vez mayor relevancia a pesar de los indisimulables desencuentros con su compañero de fórmula. El "vamos viendo" como política de Estado.

Nos enfrascamos en discutir la fórmula de actualización de los siempre magros haberes de los jubilados, pero seguimos sin abordar la principal causa para que deban ajustarse: la creciente inflación, el peor y más dañino impuesto que el Gobierno recauda sobre todo a costa de los sectores que tienen ingresos fijos. "Habría que preguntarle al ministro Guzmán, es un problema macroeconómico", declaró al respecto el domingo pasado la titular de Anses, Raverta. ¿Pertenecen al mismo equipo de gobierno? Raverta tiene a su cargo la desagradable (¿imposible?) tarea de disimular el ajuste fiscal cuyas principales víctimas son jubilados y pensionados. La inflación permite márgenes de flexibilidad para implementar discrecionalmente recortes reales a todos aquellos que reciben ingresos públicos con la trampa de las actualizaciones ex post: los ingresos se incrementan siempre más tarde que los precios, suponiendo que el porcentaje refleje la caída efectiva en la capacidad de compra. Si se toma como parámetro el tipo de cambio, en términos reales la caída suele ser mucho mayor. El esfuerzo retórico por disimular el ajuste quedó desbaratado por el bloque oficialista en el Senado, que dejó sin margen de acción a un gobierno obligado a elaborar de nuevo su presupuesto. Para algo sirve todavía la división de poderes que establece nuestra castigada Constitución.
Sorprende también que se aluda ad infinitum al concepto de sustentabilidad, cuando se ignora la inflación y no se intenta siquiera mejorar la relación entre trabajadores activos formales y pasivos: si no hay más empleo privado y de mucha calidad, se consolida la quiebra de un sistema deficitario que depende cada vez más de los ingresos generales del Tesoro. El supuesto pacto intergeneracional para que los más jóvenes financien a los más viejos es inviable en un país sin moneda, programa económico ni plan estratégico.

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