La cara productiva oculta del pobrismo redistributivo
Un discurso ético que solo interpela al reparto sin un compromiso con la creación de riqueza promueve resentimientos mientras se contrae la economía
Daniel Gustavo Montamat
A continuación del relato del encuentro entre Jesús y el joven rico que algunos usan para inferir una condena moral irrestricta a la riqueza, incluso la bien habida, el capítulo 20 del Evangelio de Mateo empieza con una parábola que tiene esta introducción: “Asimismo el reino de los cielos se parece a un propietario que salió de madrugada a contratar obreros para su viñedo”. La cita del “reino de los cielos” predispone a la audiencia a asumir las enseñanzas como anticipatorias de ciertos valores de un nuevo orden político, económico y social que la grey cristiana espera para el reencuentro de Cristo con los suyos al final de los tiempos.
¿De qué valores hablamos? El viñatero, propietario de un fundo productivo, sale muy temprano a buscar trabajadores (jornaleros en los usos y costumbres de aquella economía agrícola) para llevar adelante su desarrollo productivo (posiblemente en época de vendimia). A unos los contrata muy temprano por jornada completa, a otros al mediodía y a otros a la tarde, casi al final de la jornada. Estos últimos no habían quedado desocupados por negligencia, sino por falta de oportunidades. Terminada la jornada laboral viene el pago: los últimos cobran primero y reciben jornal completo, igual que el convenido con los primeros. Estos se resienten porque habían trabajado más que los últimos, y estaban recibiendo la misma paga. El viñatero les recuerda que están percibiendo lo pactado y que, en todo caso, era generoso con lo suyo para compensar a los que no habían podido conseguir el empleo más temprano.
La aritmética de la generosidad está guiada por imperativos morales propios, y llega a resultados productivos y distributivos diferentes a los de la aritmética capitalista o socialista. Un viñatero capitalista hubiera remunerado a los jornaleros por su esfuerzo medido en horas, y cada uno hubiera cobrado por las horas efectivas trabajadas. Uno comunista hubiera forzado la solidaridad entre los primeros y los últimos pagando un jornal medio, más bajo para los primeros y más alto para los últimos. Lo interesante de la enseñanza de la parábola de Jesús es el balance moral entre el mecanismo redistributivo que alcanza a los que menos trabajaron y las pautas de organización de la producción y el trabajo que presiden el reparto. El viñatero pudo ser generoso porque el trabajo aplicado a su fundo productivo generó valor y permitió el pago de las remuneraciones. El valor agregado, deducidos los jornales, le permitió ser generoso con lo suyo, no con lo que les sacaba a los otros. La producción habilitó el reparto, y la redistribución generosa no se hizo a costa de otro.
Tanto en la “teología de la liberación” como en las versiones aggiornadas del pobrismo prima el apelativo moral a la redistribución de la riqueza por sobre las demandas éticas que alientan la diligencia productiva frente al ocio, el trabajo responsable, la multiplicación de los talentos y la riqueza bien habida. Un discurso ético que solo interpela al reparto sin un compromiso productivo con la creación de riqueza promueve resentimientos mientras se contrae la economía.
La desmesura del énfasis redistributivo en la teología de la liberación es entendible por su matrimonio de conveniencia con la teoría marxista. Los ideólogos de la liberación ofrecieron a los marxistas el sustento moral a la acción revolucionaria y tomaron de ellos las categorías clasistas que tradujeron en la lucha de pobres contra ricos (a nivel individual y entre Estados). Los pobres son pobres para que los ricos sean ricos. Los pobres pasan a constituir una categoría moral. Son los explotados del sistema, los oprimidos, los llamados a la lucha revolucionaria para romper el sistema y liberarse. El Evangelio exige la opción preferencial por los pobres. Pero la liberación del yugo capitalista tenía como contracara la elección del sistema socialista de propiedad colectiva y planificación centralizada. El sacerdote Gustavo Gutiérrez, en su clásico Teología de la liberación, sostiene: “…solo un cambio radical del statu quo, esto es, una profunda transformación del sistema de propiedad privada, con el acceso al poder de la clase explotada, y una revolución social que rompa esta dependencia, permitiría el cambio a una nueva sociedad socialista…”. El problema es que el socialismo real dejó de ser una alternativa de organización económica viable tras el colapso de la Unión Soviética. Eso ya lo advirtió Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus (centenario de la Rerum Novarum).
¿A dónde encaminar ahora las presiones redistributivas del pobrismo, con sus tomas de tierras, sus demandas sociales y sus avances sobre el derecho de propiedad? Si ya no está disponible la opción revolucionaria socialista, queda entonces retroceder a esquemas productivos de organización feudal corporativa (un salto atrás en la dialéctica del materialismo histórico) o abrevar en alguno de los populismos de moda (¿socialismo del siglo XXI?).
En el libro Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity (Yale University Press), Baumol, Litau y Schramm analizan las distintas formas de organización capitalista que adoptaron las sociedades que han alcanzado el desarrollo económico y social. El “capitalismo empresarial” con mucha participación de empresas privadas inclinadas a la innovación, y un Estado más concentrado en sus roles de garantizar la competencia y regular las fallas del mercado. El “capitalismo de grandes corporaciones” (incluidas algunas estatales) que se han proyectado a los mercados mundiales a partir de una plataforma doméstica, con un Estado activo en el diseño y la promoción de políticas comerciales e industriales. El “capitalismo guiado por el Estado”, donde las políticas públicas escogen los sectores industriales a desarrollar, la banca pública orienta el crédito y un entramado de empresas públicas y privadas lleva adelante el proyecto productivo.
Por último, el capitalismo que estos autores identifican como “oligárquico o de amigos”, que ha proliferado por doquier a partir de la implosión de la planificación centralizada del estilo soviético y que, a diferencia de los otros tipos, no puede exhibir un solo ejemplo de desarrollo exitoso. Sus objetivos no están puestos en el desarrollo, sino en la preservación de un poder concentrado, autocrático y consustanciado con un estrecho núcleo de intereses dominantes. Los autores lo estigmatizan como “capitalismo malo”, a diferencia de los otros casos de “capitalismo bueno”, y lo acusan del fracaso de muchas sociedades sumidas en la frustración económica y social. La cultura productiva es sustituida por una cultura rentista que concentra el ingreso y acrecienta las desigualdades. Como consecuencia, cunden la informalidad, la burocracia parasitaria y la corrupción. El capitalismo “malo” redistribuye pobreza. Las variantes de capitalismos “buenos”, en cambio, se caracterizan por generar igualdad de oportunidades y movilidad social ascendente. El nivel de desarrollo alcanzado les permite, con tiempo y esfuerzo, reducir la pobreza, la exclusión y las desigualdades.
Los teólogos de la liberación quedaron entrampados en el colapso socialista, los pobristas pueden sucumbir en una variante populista del capitalismo “malo”.
Si ya no está disponible la opción revolucionaria socialista, queda retroceder a esquemas productivos de organización feudal corporativa
Doctor en Economía y en Derecho
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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