HUGO ALCONADA MON
Cuando Richard Gerver llegó a la escuela primaria Grange como su nuevo director, en 2003, se encontró con un panorama desolador. Alta deserción, bajo rendimiento, pésima infraestructura y, lo peor, una apatía generalizada entre los alumnos, maestros, padres y el resto del ecosistema educativo. Pero en apenas dos años logró convertirla en una escuela modelo y en un caso de estudio para el gobierno británico y hasta la Unesco.
Discípulo de sir Ken Robinson, Gerver ya era considerado uno de los profesores más sobresalientes del Reino Unido para cuando cruzó la puerta en Grange, en los suburbios de Londres. Pero allí logró lo imposible. Concentró sus energías en involucrar y potenciar a los alumnos, a sus padres y a los maestros. Y en romper los moldes, a pura innovación.
Su proyecto conllevó riesgos, pero sus resultados fueron contundentes y en 2005 recibió el Premio Nacional de Enseñanza al Director del Año. Ahora, Gerver alerta sobre los riesgos del abandono escolar por la pandemia. “Necesitamos crear puntos de acceso a la tecnología para la mayor cantidad posible de estudiantes que hoy carecen de ese acceso”, dice. “La pregunta que siempre debemos hacernos es cómo estamos preparando a nuestros hijos para vivir en su mundo”, plantea el hoy consultor internacional
Y no es una pregunta retórica, sino realista. “Nuestros hijos van a vivir tiempos realmente desafiantes”.
–¿Qué lecciones aprendió desde que comenzó la pandemia?
–Que necesitamos ser mucho mejores al enfrentar el cambio y la incertidumbre. Durante muchos, muchos años, los expertos han hablado de lo rápido que está cambiando el mundo, de lo incierto que es el futuro con la globalización y todo eso, y creo que la gente reconocía que todo eso estaba pasando, pero lo veía como algo a futuro. Hasta que ocurrieron dos eventos globales que potenciaron las tendencias de cambio e incertidumbre: la crisis financiera de 2008 y esta pandemia global, que probablemente sea la experiencia compartida más desafiante en la historia de la humanidad. Ahora tenemos que dejar de negar que el mundo está cambiando. Y para eso tenemos que entender qué podemos hacer para mejorar. Tenemos que estar mejor preparados a nivel personal porque no hay ninguna razón para pensar que no experimentaremos otra pandemia, otra crisis económica global o una gran crisis medioambiental planetaria.
–¿Es eso posible? Se lo pregunto porque en el campo de la educación se repiten los mismos debates desde hace décadas o quedan atados a la coyuntura. ¿Cómo cambiamos eso?
–Sí, esta conversación sobre la necesidad de transformar la educación se viene dando desde la década de 1960, pero afrontó varias barreras. Una es que seguimos enfocándonos en cómo testeamos y evaluamos la educación todo el tiempo. Entonces se han dado debates sobre cómo hacerla más innovadora, más creativa, más acorde a los desafíos del futuro, pero en la práctica, al final tenemos que evaluar a los estudiantes como siempre los hemos evaluado. Es un poco como pedirle a un chef innovador como el español Ferran Adrià que use su genio para crear algo nuevo, pero que se vea y sepa como esta torta. Lo que pasará es que Ferran Adrià te dirá: “Bueno, yo sé cómo hacer esa torta, así que me limitaré a hacer esa torta y ya”.
–¿Y entonces?
–Lo interesante es que la sociedad ha comenzado a darse cuenta en los últimos 20 o 30 años que el sistema educativo ya no es el adecuado, como también lo han empezado a comprender los futuros empleadores, que ven que su futura fuerza laboral no está preparada para afrontar los desafíos. Empresas como Ernst & Young y Price water house coopers ya no consideran que una educación universitaria sea vital para contratar nuevos empleados porque los universitarios vienen con conocimientos técnicos y habilidades, pero carecen de habilidades blandas. ¡Y tienen razón! Necesitamos un sistema educativo más abierto, que se enfoque más en el desarrollo de las personas que en lo académico. El problema es que el cambio sistémico es aterrador para las personas en cualquier ámbito de la vida. Y más aún cuando se trata de cambiar en un sector que parece estar bien y ser eficiente. Por eso la educación ha quedado atrapada en esta suerte de bucle. Pero ahora el mundo se ha puesto patas para arriba. Millones de estudiantes han tenido que estudiar desde sus casas, pero un gran porcentaje de la población mundial no tuvo acceso a esa tecnología. Así que la división se ha ensanchado aún más. Y aún entre quienes sí tienen acceso a la tecnología, ya sean maestros, estudiantes o padres, muchos se sienten insatisfechos porque provee un abordaje muy unidimensional.
–¿Cuál es su mensaje a maestros, padres, estudiantes, gobiernos y empresas?
–Que la educación nunca es eficaz a menos que los jóvenes se comprometan con el proceso. Puedes “venderle” un modelo educativo a los padres, a los políticos y a las empresas. Pero, ¿y si los estudiantes lo rechazan? En ese caso tu sistema educativo nunca será de alta calidad. ¡Muchos chicos abandonan el sistema educativo porque no creen que sea relevante! Lo primero, entonces, que debemos hacer es garantizarnos que los jóvenes sientan que la educación es valiosa para ellos, rica en contexto y en experiencias.
–¿Cómo reintegramos a los chicos que abandonaron las aulas, ya fuera antes o durante la pandemia?
–Tengamos claro que en realidad hablamos de tres grupos. Están los estudiantes que no tienen acceso a la tecnología, los que tienen acceso a la tecnología pero que no participan en el proceso educativo y los que tienen acceso a la tecnología, pero no se involucran demasiado, ni tienen padres a los que les importe. Debemos por tanto implementar distintas estrategias a corto, medio y largo plazo para cada grupo. Para empezar, necesitamos crear puntos de acceso a la tecnología para la mayor cantidad posible de estudiantes que hoy carecen de ese acceso. En el corto plazo acaso sea necesario abrir bibliotecas, centros comunitarios y otros lugares que cuenten con esa tecnología. ¡Incluso restaurantes que tengan servicios de wifi! Lo importante es crear, rápido, una red a la que los jóvenes puedan conectarse. El segundo paso es plantearnos las preguntas incómodas en vez de juzgar a los estudiantes. ¿Por qué no quieren participar? Hay mucho por aprender ahí. Y en tercer lugar, debemos garantizarnos que los padres y las familias vean el valor de la educación.
–¿Cómo se logra eso en la práctica?
–Le daré un ejemplo, creo, muy poderoso. He tenido la suerte de pasar bastante tiempo en Medellín durante los últimos 13 años. Empezaron por plantear una visión educativa con oportunidades para ricos y pobres. Después consiguieron que empresas tecnológicas invirtieran cantidades sustanciales de dinero en escuelas y centros comunitarios en las zonas más pobres. El objetivo era que los niños de los entornos más pobres tuvieran acceso a tecnología. Después, en vez de seguir diciéndoles a los niños que la educación era importante, involucraron a los abuelos en los centros comunitarios para que comprendieran la importancia de la educación formal, para que ellos movilizaran a sus hijos y estos movieran a los nietos, creando un impulso en torno al sistema educativo. ¡Por eso necesitamos más acceso a la tecnología en los espacios públicos!
–¿Tienes esperanzas de que sea posible?
–¿Cuál es su mensaje a maestros, padres, estudiantes, gobiernos y empresas?
–Que la educación nunca es eficaz a menos que los jóvenes se comprometan con el proceso. Puedes “venderle” un modelo educativo a los padres, a los políticos y a las empresas. Pero, ¿y si los estudiantes lo rechazan? En ese caso tu sistema educativo nunca será de alta calidad. ¡Muchos chicos abandonan el sistema educativo porque no creen que sea relevante! Lo primero, entonces, que debemos hacer es garantizarnos que los jóvenes sientan que la educación es valiosa para ellos, rica en contexto y en experiencias.
–¿Cómo reintegramos a los chicos que abandonaron las aulas, ya fuera antes o durante la pandemia?
–Tengamos claro que en realidad hablamos de tres grupos. Están los estudiantes que no tienen acceso a la tecnología, los que tienen acceso a la tecnología pero que no participan en el proceso educativo y los que tienen acceso a la tecnología, pero no se involucran demasiado, ni tienen padres a los que les importe. Debemos por tanto implementar distintas estrategias a corto, medio y largo plazo para cada grupo. Para empezar, necesitamos crear puntos de acceso a la tecnología para la mayor cantidad posible de estudiantes que hoy carecen de ese acceso. En el corto plazo acaso sea necesario abrir bibliotecas, centros comunitarios y otros lugares que cuenten con esa tecnología. ¡Incluso restaurantes que tengan servicios de wifi! Lo importante es crear, rápido, una red a la que los jóvenes puedan conectarse. El segundo paso es plantearnos las preguntas incómodas en vez de juzgar a los estudiantes. ¿Por qué no quieren participar? Hay mucho por aprender ahí. Y en tercer lugar, debemos garantizarnos que los padres y las familias vean el valor de la educación.
–¿Cómo se logra eso en la práctica?
–Le daré un ejemplo, creo, muy poderoso. He tenido la suerte de pasar bastante tiempo en Medellín durante los últimos 13 años. Empezaron por plantear una visión educativa con oportunidades para ricos y pobres. Después consiguieron que empresas tecnológicas invirtieran cantidades sustanciales de dinero en escuelas y centros comunitarios en las zonas más pobres. El objetivo era que los niños de los entornos más pobres tuvieran acceso a tecnología. Después, en vez de seguir diciéndoles a los niños que la educación era importante, involucraron a los abuelos en los centros comunitarios para que comprendieran la importancia de la educación formal, para que ellos movilizaran a sus hijos y estos movieran a los nietos, creando un impulso en torno al sistema educativo. ¡Por eso necesitamos más acceso a la tecnología en los espacios públicos!
–¿Tienes esperanzas de que sea posible?
–Francamente, no veo cómo alguien apasionado por los jóvenes no sea optimista. He visto cómo ese proceso ayudó a regenerar Medellín. Queda un largo camino por recorrer, pero cuando volví el año pasado, la diferencia era extraordinaria. Y lo mejor fue ver el nivel de compromiso de los jóvenes al sentir que tenían un futuro constructivo y positivo, siendo que estamos lidiando con una generación muy diferente. Esta generación, la de mis hijos, es la más activa de la historia, mientras que las anteriores han tendido a ser muy pasivas. La generación de mis padres y mi generación ve la televisión o lee el periódico y comenta las noticias. “¿No es terrible lo que estamos viendo que sucede en África?”. Pero el instinto de esta generación es participar. Quieren ser activistas en el proceso. Eso permite vislumbrar un cambio sustancial en la forma en que se desarrollará la educación durante los próximos 10 o 15 años. Cuando nuestros hijos se conviertan en padres y deban elegir escuelas para sus hijos, serán más activos y exigirán más. Soy muy optimista de que el sistema educativo dará un gran paso adelante. ¡Mire al Reino Unido! Es uno de los sistemas educativos más tradicionales del mundo, pero durante los últimos meses inició un debate muy serio a un nivel político muy alto sobre si el sistema de exámenes es el adecuado o si deberíamos eliminarlo para los estudiantes de hasta 16 años y cambiarlo por completo para los que tienen 18 años
–¿Qué preguntas debimos plantearnos hace tiempo?
–Creo la pregunta que siempre deberíamos hacernos en el campo de la educación es ¿cómo estamos preparando a nuestros hijos para vivir en su mundo? Esa ha sido siempre la pregunta. ¿Cómo nos garantizamos de preparar a las generaciones futuras para un mundo en que la gente tendrá que valerse por sí misma, ser más ágil y arreglárselas en entornos más confusos?
–¿Qué preguntas debimos plantearnos hace tiempo?
–Creo la pregunta que siempre deberíamos hacernos en el campo de la educación es ¿cómo estamos preparando a nuestros hijos para vivir en su mundo? Esa ha sido siempre la pregunta. ¿Cómo nos garantizamos de preparar a las generaciones futuras para un mundo en que la gente tendrá que valerse por sí misma, ser más ágil y arreglárselas en entornos más confusos?
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