domingo, 9 de mayo de 2021

Y EL DOLOR DE YA NO SER....

El doble “efecto Covid” que padecemos en el país

Héctor M. Guyot

El columnista debe tener los pies sobre la tierra. No ha de creer que su experiencia se corresponde necesariamente con la de sus semejantes. Sin embargo, la intuición de que la propia vivencia es compartida por el otro, o buena parte de los otros, ha sido desde siempre uno de los impulsos esenciales de la escritura. Por eso, con las disculpas del caso, permítanme compartir mi sensación de que estoy viviendo una vida devaluada. Que vale menos. Es obvio, me dirán. La pandemia lo ha cambiado todo. Muchos han perdido el trabajo. Otros, un ser querido. Y al margen de estos golpes concretos, la convivencia con el virus supone restricciones (impuestas por el Gobierno o autoimpuestas) que han transformado la fisonomía de la vida cotidiana. Pero voy más allá: las cosas que hacemos ya no tienen el mismo sabor. Nos han quitado algo. Todavía no sabemos bien qué es ni cómo sucedió, pero esa sensación nos acompaña hasta en nuestros actos más pequeños.

Este sentimiento no remitirá cuando pase el virus. En parte, porque el virus no es el problema de fondo sino su síntoma. Aquellas certezas asumidas sobre las cuales edificábamos nuestro día a día se han caído. Pero no las derrumbó el virus. La pandemia solo ha dejado a la vista los restos del derrumbe. Y lo ha hecho de forma tan brutal que, en el fuero interno, nos ha dejado huérfanos. Más allá de las razones que nos damos para vivir el día, más allá del refugio que podamos encontrar en la familia o los afectos o la vida íntima, el súbito escamoteo de los presupuestos en los cuales apoyábamos nuestra condición nos ha abierto un hueco. No hay vacuna para este “efecto Covid”. Llevamos adentro ese vacío como un peso del cual evitamos hablar y al que en vano buscamos ignorar, mientras seguimos adelante con nuestras cosas. Pero sabemos que ya nada es lo que era y que habrá que dotar de nuevo sentido aquello que constituía nuestra vida antes de que la pandemia nos desnudara en nuestra fragilidad.
En esta transición, nos sentimos amenazados. La muerte se ha convertido en una estadística, en una abstracción numérica a cuya alza o baja asistimos diariamente. Sin embargo, se vuelve real cuando el virus mata a alguien que queremos o conocemos. Allí recordamos que la amenaza acecha. La propia vida puede acabar siendo parte de la estadística, que todo lo iguala. Para buena parte de los argentinos la amenaza es doble. Porque lo que vale para este plano personal o existencial vale también para el social y el político. Al menos para quienes creemos que el gobierno que dice que te cuida es el mismo que se empecina en quebrar el sistema que hasta aquí, con todas sus interrupciones e imperfecciones, amparó la convivencia. Al virus global, que no reconoce fronteras, se le suma el nuestro, que ataca los presupuestos de la sociedad argentina con el mismo poder corrosivo. Así, este doble proceso de destrucción duplica la sensación de orfandad.
"Sabemos que ya nada es lo que era. Habrá que dotar de nuevo sentido aquello que constituía nuestra vida antes de que la pandemia nos desnudara en nuestra fragilidad"
Esta semana fue clave en la resistencia contra este segundo virus, cuya voracidad se estrelló contra lo único que es capaz de detenerlo. El antídoto para evitar su expansión es la Constitución. La posibilidad de que la democracia recupere su salud depende de que haya jueces dispuestos a aplicarla, como sucedió esta semana. Y de la defensa de la legalidad y la Justicia que ejerzan los anticuerpos de la sociedad civil, a los que se ve cada vez más activos.
Ocurrió lo esperable. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, obviamente, fue reconocida en su autonomía. Y Cristina Kirchner y su ejército respondieron como era previsible. Lo relevante es que la Corte le dijo al Gobierno que hay un límite para la sed de hegemonía y que ese límite es la ley, que garantiza el federalismo y la división de poderes. La reacción del kirchnerismo dice que no están dispuestos a respetar esos límites. Esto es lo que hoy vuelve inviable la convivencia política en el país.
Pero este virus entró en crisis aguda. Las distintas cepas se atacan entre sí. En ese revoltijo, las pulsiones que determinan las acciones de la vicepresidenta se vuelven autodestructivas. Cuando debilita al Presidente, olvida que es allí donde ella apoya formalmente su propio poder en la simulación emprendida. Repite lo que hizo antes contra su malogrado candidato Daniel Scioli, a quien humilló durante la campaña presidencial de 2015. Hoy Cristina Kirchner necesita a Alberto Fernández como tabla de salvación. Sin embargo, lo desprecia como antes despreció a Scioli. Ese desprecio busca manifestarse, pero cada golpe que ella descarga sobre el Presidente en verdad se lo autoinflige. Está quemando, de cara a las próximas elecciones, su pasaporte a la impunidad.
 En un raro ejercicio de sadomasoquismo político, Fernández absorbe los golpes y sonríe a las cámaras, pero se va desangrando de a poco, ya rendido ante su jefa.
Llenar con sentidos renovados el vacío interno que abrió la pandemia es asunto de cada uno. Impedir que el otro virus acabe con la democracia republicana en el país es responsabilidad colectiva. Ambas, más que tareas de reconstrucción, implican el desafío de crear algo nuevo y original.

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