Las consecuencias políticas y electorales de la crisis de gobernabilidad
La magnitud de la crisis que enfrenta la coalición gobernante llegó a tal extremo que el costo del statu quo es muy superior al de un nuevo giro pragmático, cuya dimensión y alcances precisos aún se desconocen
Sergio Berensztein
Es tan pronunciado el desgaste del Frente de Todos, resultado de un gobierno que viene haciendo denodados esfuerzos por destacarse en el podio de las ineptocracias que han arruinado a este país en las últimas décadas, que su dirigente mejor posicionado en términos relativos es Leandro Santoro. Claro está, a este radical porteño que se reivindica alfonsinista tampoco le sobra nada: de acuerdo con un sondeo reciente de D’Alessio IROL-Berensztein, tiene un 35% de imagen positiva, mientras que su imagen negativa asciende a 47%. Esa diferencia de 12 puntos lo convierte en un primus inter pares: Wado de Pedro, quien lo sigue en la escala descendente con 30% de imagen positiva, tiene una negativa de 59% (diferencia de 29). Cristina, su hijo Máximo, Alberto Fernández y Axel Kicillof están mucho peor.
En el caso del menguado presidente, su imagen es hoy menos de un tercio de lo que supo acumular en la época en que compartía en la pantalla de televisión las afamadas conferencias con los otros integrantes del “trío pandemia”: el mencionado gobernador de la provincia de Buenos Aires y su aún amigo Horacio Rodríguez Larreta. Esto fue antes de que, por impulso de Cristina y con el inestimable aporte intelectual de Silvina Batakis, el gobierno nacional le quitara financiamiento de manera inesperada a la ciudad de Buenos Aires para otorgárselo a la provincia. Delicias de lo que se suponía iba a ser “el más federal de todos los gobiernos democráticos que tuvimos hasta ahora”. Judicializado como casi todo conflicto político de cierta envergadura, su inminente resolución está en manos de la Corte Suprema.
La magnitud de la crisis que enfrenta la coalición gobernante llegó a tal extremo que el costo del statu quo es muy superior al de un nuevo giro pragmático, cuya dimensión y alcances precisos aún se desconocen. El viaje de la efímera ministra de Economía a Washington y las interminables especulaciones respecto de la eventual llegada de Sergio Massa al gabinete ponen de manifiesto que, una vez más, el kirchnerismo está dispuesto a una nueva contorsión hacia posiciones moderadas para evitar que la situación escale, al tiempo que se busca intentar “la heroica”: recuperar algo de competitividad electoral. “Estamos mucho peor que en las elecciones de noviembre pasado”, reconocen en el entorno del Presidente. Ese mismo estudio de opinión pública confirma esta presunción: si las elecciones se desarrollaran hoy, algo más del 42% votaría por JxC y apenas el 26% lo haeventual ría por el FDT. Proyectando indecisos, la oposición podría alcanzar el triunfo en primera vuelta y, más aún, controlar la Cámara de Diputados y, con alianzas con gobernadores afines, también el Senado. En principio, podría aspirar a gobernar también las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Chubut. Hasta tendría la posibilidad de ser muy competitiva en el Chaco y, por supuesto, retendría los distritos que ya controla (CABA, Corrientes, Jujuy y Mendoza).
De confirmarse semejante escenario, se trataría de una derrota catastrófica para el peronismo, solo comparable en algún sentido a la de 1983. “Peronismo es ganar”, dijo hace muchos años un ilustrado ministro de Trabajo de Carlos Menem, sin saber tal vez que estaba dejando una frase inmortal. Con esa premisa en mente, podemos concluir que no solo estaría en camino una paliza electoral histórica, sino también una crisis de identidad que podría llevarlo hacia un ostracismo similar al que vivió el radicalismo luego de Alfonsín (una década para volver a tener candidatos competitivos y dentro del marco de la Alianza) o, peor, luego de Fernando de la Rúa (veinte años hasta la conformación de Juntos por el Cambio). Frente a este horizonte desolador, con una inflación que bordea los tres dígitos anuales y una corrida cambiaria que en términos reales encogió súbita y despiadadamente el ingreso de los ciudadanos, el FDT amaga con una radicalización, como suele hacerlo, pero termina improvisando parches para comprar tiempo y lograr el consenso y las condiciones necesarias para intentar un camino distinto. ¿Cuál? Aún no tenemos pistas, pero, así como ocurrió con la llegada de Juan Manzur, la de Sergio Massa implicaría que nuevamente Cristina buscará sostener (y aspirará a recuperar) algo de apoyo en los sectores moderados de la sociedad.
El denominado “dólar soja”, por ejemplo, ya se ubica en el hall de la fama de las improvisaciones: un galimatías kafkiano para incentivar una liquidación mayor que reconoce de manera implícita que el tipo de cambio oficial está retrasado. A pesar del compromiso asumido con FMI, el Gobierno no quiso reconocer la altísima inflación del último semestre con un ritmo de devaluación similar, para no alentar la inercia inflacionaria. “Si lo hubiésemos hecho, estaríamos ahora en dos dígitos mensuales”, reconocen dirigentes próximos al Instituto Patria. ¿El mercado no descuenta una corrección inevitable? ¿Los precios no tienden acaso a ajustarse a esas expectativas? “Puede ser, pero la situación sería aún peor”, consideran. ¿Es necesario seguir postergando lo inevitable? ¿Por qué esperar tanto para implementar un programa de estabilización que, aunque imperfecto, apunte a revertir esta espiral (auto) destructiva?
Desde el punto de vista analítico, es concebible que Cristina crea que, de convalidar un cambio de curso de semejantes características, perdería el apoyo de los núcleos más duros y jamás recuperaría el de los sectores medios, mucho menos en el contexto de una corrección del marco tarifario que derivaría en significativos aumentos para esos segmentos. Con esta actitud, estaría dejando de prestar atención a los eventuales resultados que podría proveer un plan de estabilización efectivo: una disminución relativa de la inflación no solo constituye un bálsamo para asalariados y sectores de ingresos fijos, fundamentalmente, sino también una ayuda clave para ganar elecciones. La historia reciente nos muestra numerosos casos que lo confirman: ocurrió en la Argentina (Raúl Alfonsín con el Plan Austral, Carlos Menem con la convertibilidad), en Brasil (Fernando Henrique Cardoso, el espejo en el que se mira Sergio Massa, saltó del Ministerio de Hacienda a la presidencia gracias a ello), Perú (con Alberto Fujimori), México (con el PRI), Estado Unidos (la reelección de Ronald Reagan), el Reino Unido (con Margaret Thatcher) e Israel (con el por entonces cuasi hegemónico Partido Laborista de Shimon Peres).
A propósito de Sergio Massa, le caben las generales de la ley: su imagen es similar a la de sus socios del FDT. Esta posibilidad de saltar al Poder Ejecutivo y alcanzar el protagonismo que tanto necesita para reconstruir su liderazgo lo pone en un lugar expectante para, si tiene éxito, llenar el vacío de candidaturas que caracteriza hoy a la diluida coalición gobernante. Sin embargo, debería recordar las expectativas que en su momento rodearon al propio Domingo Cavallo cuando, en el otoño de 2001, regresó al Ministerio de Economía para salvar, o mejor dicho reinventar, su propia creación: un régimen de convertibilidad que una década atrás había sacado al país de la hiperinflación. El mercado al principio celebró ese “operativo retorno”, pero a partir del 11 de septiembre de ese año la Argentina quedó atada a su magra suerte.
El sesgo optimista suele predominar en los políticos argentinos, que más temprano que tarde descubren las virtudes de contemplar escenarios más realistas y ponderados.
Con una inflación que bordea los tres dígitos anuales, el FDT amaga con una eventual radicalización, pero termina improvisando parches para comprar tiempo
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