lunes, 27 de marzo de 2023

VIDA DIGITAL




La Compu. El detrás de escena de una columna que cubrió los 30 años que cambiaron el mundo
En 1993, Internet todavía no había llegado al público en general en la Argentina; faltaban todavía dos años
Hoy las computadoras pesan 100 veces menos, tienen 4000 veces más memoria y las conexiones con Internet son 2000 veces más veloces que en 1993; quién fue el verdadero padre de esta pieza periodística, la visión del diario de darle un lugar cuando muchos miraban la revolución digital con escepticismo y la anécdota más entrañable de tres décadas de recorrer terreno no cartografiado
Ariel Torres
El 23 de marzo de 1993 se publicó la primera de mis columnas sobre tecnología; así que, aunque parezca mentira, el jueves último La Compu cumplió 30 años.
La historia había empezado tres o cuatro semanas antes, cuando Héctor D’Amico, que estaba por lanzar el suplemento Ciencia del diario, me llamó para pedirme “una columna sobre computación”. Esta columna fue su idea, y solo su idea. Es más, tuve en ese momento dos sensaciones encontradas, contrapuestas, contradictorias. Por un lado, pensé que una pieza de ese tipo no tenía ningún futuro en un medio masivo; en 1993 las computadoras eran algo demasiado raro para que el tema prosperara en las páginas de un diario de alcance nacional. Me equivoqué.
La segunda impresión fue que en 1993, doce años después del lanzamiento de la IBM/PC y 16 después de la Apple II, la oportunidad ya se nos había escapado. En serio, tenía la sensación de estar llegando tarde. También me equivoqué. Aunque el diario ya había incursionado en estos temas (sobre todo, gracias a la preciosa pluma de Roberto Solans, que tuvo la primera columna sobre estas nuevas tecnologías, entre 1983 y 1987; fue así el segundo diario del mundo, después de The New York Times, me cuenta Roberto, en tener un espacio de este tipo), esta columna terminó siendo una de las pioneras en el rubro. Tres años más tarde, aparecería el suplemento de Informática, y los lectores nos honraron con decenas de miles de correos electrónicos. Así que no estábamos llegando tarde.
Recuerdo asimismo cuál fue mi primer reacción instintiva. Me fui a un comercio de software, me compré un Turbo Pascal y me puse a actualizar mis destrezas como programador. Si iba a publicar sobre computadoras tenía que poder escribir y leer código. Había programado en BASIC en la secundaria (a mediados de la década del ‘70) y sentía que no era serio tratar estos temas en el diario si no me ponía al día en programación. Luego aprendí varios otros lenguajes. Pero el tiempo me daría la razón. Muchas veces el poder leer código me permitió separar la noticia verdadera de lo que era solo vapor y espuma.
Treinta años después de aquella llamada sorpresiva y de mis dos presunciones pesimistas, La Compu sigue apareciendo en las páginas  Es, hasta donde pude averiguar, la pieza periodística sobre computación personal más longeva del mundo. Con el mismo nombre, el mismo autor y en el mismo medio.
En su momento me asombró que cumpliera su primera década. Eso fue en 2003. Pensé entonces que a lo mejor habría temas suficientes para otra década. El año 2013 pasó volando, como recordarán, La Compu cumplió 20 años y, un lustro después, llegó a su primer cuarto de siglo. Era asombroso. Esa había sido mi tercera anticipación errada. En general, las industrias dan noticias suficientes para componer columnas interesantes durante unos años. Cinco, diez. Luego, la innovación da lugar a la evolución y sin esa montaña rusa, una columna de opinión e ideas pierde su razón de ser. Si algo intenté evitar desde el 23 de marzo de 1993 fue el escribir textos de oficio. Sé de sobra que si uno no disfruta lo que escribe, el lector se aburre.
Pero la revolución digital (empecé a advertirlo solo en 2009, cuando escribí mi primer libro sobre estos asuntos, Bit Bang) tenía un ADN diferente de las otras tecnologías, y, al parecer, la montaña rusa noticiosa no iba a detenerse tan fácilmente. En mi juventud había escrito mucho de audio, una de mis grandes pasiones, y vi cómo rápidamente el progreso asombroso se convirtió en novedad predecible. Pero la digitalización había hecho algo muy diferente. Nos había dado el poder de cómputo (con las computadoras) y el poder de broadcasting (con Internet). Así que las máquinas ya no potenciaban el músculo (como el motor de vapor) o los sentidos (como el telescopio), sino la mente y el verbo. Era la primera vez que ocurría algo así desde la invención de la escritura y la imprenta.
Dada su naturaleza disruptiva, la revolución digital nos sacaba de una ola para entrar en otra, en un surfear de noticias de médula hermética que había que desmenuzar y, muchas veces, traducir en tiempo récord. Cuando la PC de escritorio se había vuelto cotidiana, llegó Internet, que nos encandiló, no sin motivos. Explotó la burbuja puntocom, no mucho después del Y2K. Los celulares parecían teléfonos más o menos convencionales, hasta que llegó el iPhone, y de nuevo hubo que repensarlo todo. Luego, las redes sociales, las criptomonedas, el metaverso, la realidad aumentada, la inteligencia artificial.
Y, por supuesto, estoy dejando docenas de cosas en el tintero: el nacimiento de Google y Twitter, por ejemplo, o la revolución del software libre, que muchos me criticaron por abrazar, hasta que demostró ser el motor de la modernidad; los coches que se manejan solos, los drones, la propiedad intelectual, la impresión 3D, las relaciones virtuales, el teletrabajo y la exorbitante inseguridad. Advertí sobre la pérdida de la privacidad hace al menos 13 años. Desde esta columna, claro.
Los cambios de agenda no se miden en este negocio en meses, sino en horas. Y eso es, en gran medida, lo que le dio tan insólita longevidad a La Compu. La crónica de la digitalización, al revés de lo que ocurrió con la revolución industrial, tenía que dar por sentado que la reinvención iba a ser constante. Cada vez que pensaba que la cosa podía empezar a ponerse aburrida, aparecía ChatGPT. O Facebook. O el IRC, para los memoriosos. O Linux. Alérgico como fui siempre a la rutina, era el mejor escenario posible. Siempre aparecería algo que movería el límite del asombro.
Treinta años es una enormidad para estas tecnologías, pero a la vez es una vida para una persona. De todas las circunstancias que esta columna me ha deparado, en general maravillosas, la más maravillosa de todas es lo que me viene ocurriendo mucho en los últimos años. Me encuentro con ingenieros que trabajan en la industria y que me dicen algo que me parte al medio: “Ariel, yo decidí seguir sistemas por leerte a vos en el diario cuando era chico.” No sé si puede haber algo más conmovedor, ni algo que suspenda por un instante esta sensación que en general tenemos los periodistas, la de que siempre estás dando examen, que no has hecho todavía nada importante, y que probablemente nunca tengas tiempo de hacerlo. Recordar las palabras de esos ingenieros, que hoy más o menos la edad que yo tenía cuando empecé a escribir esta columna, me pone la piel de gallina. Es una forma de la felicidad.
Hay una regla en este negocio. Impiadosa, si quieren. Inevitable, a mi juicio. Es regla dice que nada dura sin el apoyo del lector. Así que estos treinta años (¡30 años, es una total locura!) los hicimos juntos. Sin vuestro apoyo, sin los que coleccionaron durante años el suplemento en papel o recortaban esta columna, sin las decenas de miles de cartas de lectores, sin los clics y los comentarios de hoy, La Compu no habría sido posible. Ya sé, suena un pelín demagógico. Pero no lo es, y para demostrar que no lo es quiero contarles una historia que nunca conté. Una historia sobre la primera de las más de 1500 columnas que publiqué en estos 30 años (eso equivale más o menos a 50 volúmenes de 300 páginas).
Tras su estreno, en el suplemento Ciencia del 23 de marzo de 1993, en un tiempo sin celulares ni WhatsApp, fui al diario a la semana siguiente a llevar el texto de mi segunda columna (recuerden, no teníamos mail todavía; la llevé en un diskette, eso sí). Lo encontré a Héctor colgando el teléfono, sonriendo y mirándome con picardía. Le había franqueado mis reservas respecto de una columna de computación en un medio de alcance nacional. Cuando llegué a su escritorio, hizo un breve silencio sin dejar de mirarme, para aumentar el suspenso, y al final me dijo:
–¿Sabés con quien acabo de hablar por teléfono? Con una señora de 80 años que me dijo que después de leer tu columna por fin entendió qué es una computadora. Bienvenido a bordo.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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