
Greta Garbo, una belleza eterna herida de fugacidad
Greta Garbo, actriz sueca, protagonizó varias películas de Hollywood a partir de 1920
El libro Dos Garbo. Cine y demonio, de la pianista y escritora Margarita Fernández, invita a volver a uno de los grandes mitos que dio la historia del cine
Hugo Beccacece
Un mito escribe sobre otro mito. Acaba de aparecer Dos Garbo. Cine y demonio (Luz Fernández Ediciones), un libro sobre la legendaria estrella del cine mundial escrito por la pianista, escritora y performer Margarita Fernández (97 años), leyenda de la vanguardia argentina contemporánea.
Margarita Fernández (MF) nació en Buenos Aires en 1926 y desde muy temprano se consagró a la música; primero se recibió de profesora superior de Música en el Conservatorio Nacional de Buenos Aires y completó su formación en el Conservatorio Superior de París y las universidades de Cornell y Yale. Cuando regresó a la Argentina, fue cofundadora del grupo de Acción Instrumental, que exploraba las relaciones entre arte, música y performance. Ese grupo, que integraban entre otros el pianista Jorge Zulueta, el director de cine Alberto Fischerman y ella, como autora, realizó la película experimental La pieza de Franz, dirigida por Fischerman, una obra de gran interés artístico y de facetas políticas que hoy tienen un enorme valor documental sobre la época. El libro sobre Greta Garbo tiene lejanas reminiscencias de aquel período en un aspecto que no está vinculado con la política, sino con el principal interés de MF: el modo en que se articulan el cine, la música, que es tanto sonido como silencio, y la palabra.
El “dos” del título Dos Garbo alude a la división del breve ensayo en dos partes. La primera está dedicada a un aspecto olvidado de la obra del escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), sus excelentes cuentos sobre cine. MF lo eligió porque Quiroga mostró muy tempranamente los vínculos que nacieron entre los espectadores, los personajes de ficción y las estrellas que los interpretaban. En esos cuentos, esos tres tipos de seres terminaban por habitar y compartir un mundo en que se confundían las fronteras entre la realidad y el ensueño cinematográfico.

Quiroga, en 1919, frecuentaba regularmente la sala del Grand Splendid, de la avenida Santa Fe, porque era crítico de la primera página firmada dedicada al nuevo arte. El título de su columna era “Miss Dorothy Phillips, mi esposa”. Dorothy Phillips (1889-1981) existía y fue una muy buena actriz de comedia, con la que el escritor se imaginaba un matrimonio seguramente feliz. Nunca la conoció. Precisamente sobre ella basó su primer cuento inspirado en la pantalla y le puso el mismo título de su columna: “Miss Dorothy Phillips, mi esposa” (1919). El protagonista es un empleado con dos noviazgos fracasados que lleva una vida real y otra imaginaria. En esta, resuelve casarse con una de las estrellas que veía por las noches en el Grand Splendid. Se va a Los Ángeles, finge ser un millonario sudamericano y la seduce. Está a punto de casarse, pero se siente culpable del engaño y le confiesa a Dorothy su existencia de opaco asalariado. Ella, a su vez, le dice que ya se había dado cuenta de que él no era quien había dicho ser y que, a pesar de la mentira, lo amaba. Resuelven casarse. Fugaz happy end. Él despierta de su sueño.
A ese primer cuento, le siguieron “El espectro” (1921), “El puritano” y “El vampiro”, ambos de 1927. En ese período de menos de diez años, Garbo todavía no era una celebridad y no pudo haberle inspirado ninguno de ellos; sin embargo, podría decirse que él anticipó en “El vampiro” el futuro de ella: debería estar como muerta para conservar eternamente su belleza en la pantalla. Desde su retiro, en 1937, la estrella se paseó por las calles de Nueva York convertida en un ser fantasmal.
Garbo II
En esta parte, MF se encarga de analizar la actuación de la actriz basada en lo que llama “una inmanencia sensitiva” que transfigura lo real y parece preceder al hecho artístico.
Desde sus comienzos en Hollywood, la figura de Garbo estuvo rodeada de secreto y de misterio. Era una mujer distinta. Sus rasgos y su estilo tenían un carácter europeo, aristocrático, muy distinto de los que exhibían las chicas norteamericanas de cara redonda. MF dice que muchos detectaron la fractura que había en Garbo entre la vida profesional y la privada. “Dentro de la pantalla, la actriz se expresaba con una extraña fuerza inequívoca, mientras que, fuera de ese cuadro, la comunicación entre ella y el mundo parecía haber quedado encubierta por una inexpugnable reserva”. Sin embargo, en varias películas, sobre todo de la época del cine mudo, pero también en algunas del sonoro, como en Mata Hari (1931), el espectador advierte en Garbo una actitud para la que los franceses tienen una expresión muy gráfica: “se sentir mal dans sa peau”, es decir, sentir una falta de conformidad espiritual y corporal consigo mismo. Probablemente esa incomodidad fuera la consecuencia de los libretos absurdos del comienzo de su carrera, que le inspiraban rechazo estético y profesional.

Roland Barthes (1915-1980) incluyó en Mythologies un muy breve y admirable ensayo, “El rostro de Garbo”. El autor francés tenía una ventaja sobre otros embelesados “teóricos” de Garbo: durante su niñez y la primera parte de su adolescencia, Barthes solo vio cine mudo y, a los 14 o 15 años, asistió al nacimiento del sonoro. Vivió esa transición, no se la contaron.
Barthes y MF coinciden en señalar que Garbo “pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturbaba enormemente a las multitudes”. Barthes toma como ejemplo del hechizo de Garbo la misma película y la misma escena que MF: las tomas finales de Reina Cristina, en las que Garbo-Cristina está en la proa del barco que la lleva de Suecia a Italia, tras su renuncia al trono. La cámara se acerca a ella y la imagen de su cara se va agrandando hasta que ocupa la entera pantalla. La lente queda fija. Mientras la máquina avanzaba, pocos segundos antes de que se inmovilizara, Garbo pestañeó dos veces seguidas: sabía que luego debía permanecer inmóvil, la mirada firme en el horizonte, sin el menor temblor de sus párpados. Su rostro se había convertido en una idea platónica de la cara de los seres humanos, eterna y, a la vez, herida de fugacidad. Dice Barthes: “El rostro de Garbo representa ese momento inestable en que el cine extrae una belleza existencial de una belleza esencial, cuando el arquetipo se convierte en la figura perecedera y fascinante”.
Con mucha precisión, MF señala cuál es la causa del hechizo cinematográfico; este nace del hecho de que el espectador se encuentra frente a una realidad incontrastable cuyo doble original está ausente. Esa carnalidad de cosas presentes que no son tales, esa propiedad demoníaca que emana de una imagen proyectada, eso es lo que atrae del cine.

Garbo detestaba verse, sobre todo en el cine mudo, en que todos los gestos y expresiones debían exagerarse. Ella se resistía a hacerlo. Hacía menos donde los otros hacían más. Nunca se comprometió con las seducciones del realismo, dice MF. Los libretos de sus películas mudas, en general, eran espantosos. Garbo los odiaba. Había en ella una calidad aristocrática y una reserva que preservaban su dignidad. Sin embargo, alcanzó el colmo de la vulgaridad en las danzas exóticas de Mata Hari. La imagen de Garbo restregando su cuerpo sensualmente contra la escultura de un ídolo es bochornosa. Pero en el mismo film su cara luce bella, concentrada y lejana como pocas veces, cuando está en la cárcel, condenada a muerte.
MF hace un análisis apasionante sobre la relación entre la música, la imagen y la actuación. La escritora cita la afirmación de Igor Stravinsky, según la cual la música es incapaz de expresar algo en concreto, por eso mismo puede ajustarse a todas las situaciones y extenderse por cualquier cauce.
Según los comentarios que recogió MF de algunos admiradores de Garbo, ella estaba marcada por un signo que los eslavos llaman zoll y los germanos Weltschmerz: dolor de vivir en este mundo. Un signo romántico de melancolía que el espectador advertía en el fondo de sus ojos y en su silencio. La cámara sacaba a relucir ese dolor profundo y la desnudaba progresivamente sin quitarle una sola prenda para llegar a su alma.
La descripción y el análisis que MF hace de la escena de la muerte de Margarita Gautier en La dama de las camelias (1936) es magistral. Detalla la habitación de Margarita y el modo en que la cámara la recorre. Por último, el lente se centra en el pequeño espacio de la cama, particularmente la cabecera, lo que acentúa el dramatismo de las imágenes y los diálogos de Margarita y Armand. La interpretación de Garbo sorprendió por la ausencia de patetismo. Ese clasicismo tanto más intenso cuanto más contenido mostró hasta donde podía llegar el dolor de la “impasividad” que parte del público y de los críticos le atribuían a la estrella. Es en este punto donde MF saca a relucir el papel de la música en la representación. En las películas de Garbo, dice la autora, “la palabra parece estar apoyada sobre el silencio: una mecánica que se aproxima más a una lógica musical que al protocolo narrativo de una historia”.
MF señala que la agonía de Margarita Gautier podría haber sido muy bien guiada por la música, capaz de seguir de modo íntimo las inflexiones de alegría y sollozo de la protagonista en su despedida del amado Armand. La escritora sugiere como fondo el “callado repliegue” de las Seis Pequeñas Piezas op. 19, de Arnold Schönberg. En esa obra, dice, “todo gira en torno de las variables de lo fugaz y de su analogía musical: la vida grávida de lo efímero, la relatividad temporal del instante y lo infinito”. Esa elección revela cuál es el ángulo espiritual desde donde MF enfocó su ensayo sobre Garbo: la vanguardia musical vienesa de comienzos del siglo XX. Curiosamente no destacó el espíritu vienés que ronda la magnífica comedia Ninotchka, en la que, según la publicidad de la época, ¡Garbo ríe! Como si no hubiera reído en otras películas. Es cierto que en ninguna rio tan contagiosamente, con tanta frescura, como en el film de Ernst Lubitsch cuyo libreto era del austríaco vienés Billy Wilder. Cuando Greta reía era aún más divina que en el sufrimiento.
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