La segunda parte de un artículo escrito por Marcelo Larraquy sobre Heriberto Kahn, el periodista que, a través de un artículo publicado en La Opinión, propició la salida del por entonces todopoderoso José López Rega.
La denuncia del jefe del Regimiento de Granaderos, teniente coronel Jorge Sosa Molina sobre la Triple A también comprometía a miembros de las Fuerzas Armadas como partícipes del terror paraestatal.
En su libro póstumo Doy fe, Kahn aclara: “Aunque sin especificar si se trataba de militares en actividad o en situación de retiro”.
Pero la denuncia sería aprovechada por la cúpula militar para descargarla sobre el ministro de Bienestar Social.
Cinco días después del artículo de Kahn, López Rega renunció al Ministerio. Y sobre la base de la información publicada le iniciaron la primera causa por “asociación ilícita” contra él y sus custodios, los policías Juan Ramón Morales y Rodolfo Almirón.
Fue un festejo por partida doble. De los gremios, que suponían que partir de la renuncia tendrían mayor influencia sobre la Presidenta. Y de Massera, por las mismas razones.
Pero López Rega mantendría el bloqueo presidencial un tiempo más. Luego de su renuncia, se encerró en la residencia de Olivos junto a su custodia: alrededor de cincuenta hombres.
Desde entonces, Isabel decidió no recibir a nadie. Se argumentó que tenía un estado gripal. La Opinión especuló que tomaría licencia por sesenta días por agotamiento físico. López Rega anunció a los ministros que la Presidenta no recibiría a nadie. “Yo me tengo que ocupar de su salud”, argumentaba.
En pocas horas, el vacío político se había transformado en riesgo institucional.
El primero en la línea sucesoria era el nuevo presidente provisional del Senado, Ítalo Luder. Cuando fue a presentar sus saludos, Isabel no lo recibió.
A una semana y un día de su renuncia López Rega continuaba en Olivos.
La Presidenta aparecía como “rehén” de su ex ministro, que mantenía su cargo de secretario privado.
El jefe del Cuerpo de Granaderos Sosa Molina propuso detenerlo en Olivos. Los comandantes militares aceptaron su petición.
En el amanecer del sábado 19 de julio de 1975 los escuadrones de granaderos rodearon la custodia y la desarmaron. Las armas –escopetas, pistolas automáticas, ametralladoras, granadas- conformaron una montaña en el jardín de la residencia presidencial.
Isabel supuso que se trataba de un golpe de Estado. Pero la legalidad se mantuvo. Los ministros pudieron entrar a la residencia y, apoyados por los tres comandantes, le dieron un ultimátum a la Presidenta: no había más margen para que López Rega permaneciera en Olivos ni en el país.
Isabel aceptó.
Esa misma noche, desde la base militar de Aeroparque, López Rega se fue del país. Un decreto redactado con urgencia lo acreditaba como embajador plenipotenciario. Se lo alcanzaron al pie del avión.
A partir de entonces, la Presidenta se quedó más sola.
Y a las Fuerzas Armadas se le fue despejando el camino.
“Heriberto no creía que Videla pudiera liderar un golpe, pero sí que el golpe era inevitable. Él, que había investigado vida y milagros de López Rega -el poder detrás del trono- creía que esa Argentina, donde el caos era acompañado por el terrorismo de estado, no podía continuar”, recuerda Rodolfo Terragno, embajador ante la Unesco.
“Heriberto Kahn podía traducir el pensamiento de las Fuerzas Armadas frente al gobierno peronista, pero no era un mercenario. Había una táctica coyuntural con Massera porque había un enemigo común: López Rega. Pero él era un demócrata, siempre cercano al radicalismo, y muy amigo de Enrique Vanoli, la mano derecha de Balbín. Decía que era necesario un golpe de estado, pero en la línea de Lanusse, o de Viola, que lo veía como un aperturista, pero no en la línea de Videla. Yo me sentaba en un escritorio en diagonal al suyo. Lo veía consultar hasta el último dato por teléfono, aunque sabía que estaban ‘chupados’. Cuando la redacción de La Opinión estaba en el centro, nos juntábamos en el bar “El Pulpito”. Era un gran lector de clásicos en materia política y de Derecho. Incluso de los griegos. Era un placer tomar un café con él. Pero en un momento me dijo que no quería bajar más por seguridad. Hasta que le llegó la amenaza. La vivió muy mal. Ramiro de Casasbellas (el subdirector) le dijo que se quedara en la casa, porque era más fácil que lo mataran como ‘blanco móvil’ que como ‘blanco fijo’. Pero Heriberto siguió viniendo, incluso algunos sábados. Le pusieron una custodia militar y también la rechazó”, recuerda Horacio Finoli, periodista de La Opinión entre 1973 y 1977.
La amenaza de El Caudillo: “¡Oíme, chupatintas!”
En noviembre de 1975, a partir de una internación de Isabel Perón por un cuadro vesicular agudo, Kahn publicó que, según coincidían sus fuentes políticas, militares y gremiales, a la Presidenta “ya no le resta ningún otro camino que hacer inmediato abandono del poder”
Su salida sería una solución a la crisis “en el marco de la institucionalidad”, analizó
De acuerdo a la Ley de Acefalía, una asamblea legislativa elegiría a un legislador, mandatario o funcionario público para completar su mandato presidencial.
Al día siguiente, Isabel desmintió a Kahn: anunció que no renunciaría ni solicitaría licencia.
Esa misma semana la revista “El Caudillo”, que saludaba los crímenes de la Triple A, volvió a los kioscos.
Le dedicó un editorial a Heriberto Kahn.
Lo firmaba su director, Felipe Romeo.
El texto cerraba con un mensaje.
“… corrés el riesgo de que ese nombre tuyo –chupatintas-, tenga alguna alteración y se cambie tinta por plomo. ¿Me entendiste bien, chupatintas?”.
En respuesta, Kahn publicó en La Opinión.
“Cuando se recibe una amenaza de muerte quedan como alternativas abandonar el país o mantener el ritmo de vida cotidiano trabajando como siempre. Naturalmente, he optado por este último camino pero, tal como lo manifesté en una declaración que entregué anoche a los periodistas parlamentarios ‘hago directamente responsables de mi integridad física y la de mi familia al señor Felipe Romeo, director de la publicación que me alude, a las organizaciones del justicialismo que la financian y al gobierno nacional, que tiene la obligación de asegurar la vida y los bienes de todos los ciudadanos y el ejercicio de la libertad de prensa'”.
También dejó unas líneas para Isabel: “…la Presidenta habló de ‘terrorismo periodístico’. Me pregunto si la jefa del Estado se habrá referido, entre otros a El Caudillo, para quien ‘el mejor enemigo es el enemigo muerto'”.
Al número siguiente, Felipe Romeo se molestó con Kahn por haberlo denunciado a la Justicia, además de recurrir al senador radical Carlos Perette y al jefe de la Policía Federal para enterarlos de la gravedad de la amenaza.
Romeo le dedicó otra página.
La tituló: “Yo no te amenacé Heriberto (porque no vale la pena)”.
“…. Vos creíste ver una cruel y mortal amenaza en lo que no pretendió ser más que un pronóstico. Yo te estaba hablando, casi paternalmente, de lo que podría llegar a ocurrir el día en que la gente se aburra de tus canalladas. (…) ¿Desde cuándo prevenir sobre determinada contingencia es sinónimo de amenazar?”.
Finalmente, Kahn se fue a Uruguay por dos semanas. Suponía que durante ese tiempo en blanco atenuaría la tensión. A esa altura, ya estaba casado con Mónica y tenían una hija, Alejandra, de pocos meses.
El golpe militar: la decepción.
A inicios de 1976, el país estaba cada vez más sumergido en el vacío de poder.
López Rega no suponía la totalidad del problema. Su partida no había significado un freno a la Triple A. Las fuerzas del terror paraestatal continuaron su acción clandestina, y la profundizaron.
Los muertos aparecían quemados en las zanjas o en los bosques.
Kahn creía que si las Fuerzas Armadas intervenían en ese cuadro de emergencia, no suprimirían el sistema, sino que lo reordenarían y lo regenerarían, y a partir de allí surgirían nuevos canales de expresión partidaria, nuevos dirigentes para discutir las leyes, y los sindicatos serían impolutos.
Pero apenas iniciada la dictadura militar, el 24 de marzo de 1976, según se revela en el libro Timerman, de Graciela Mochkovsky, Kahn mostró su desasosiego frente a de Casasbellas. Le contó que habían entrado al departamento de una amiga, que le reventaron la puerta, saquearon todo lo que había adentro y se la habían llevado. Kahn había pedido ayuda a sus contactos militares. Y no obtuvo nada. “Olvidate del tema”, le respondieron. Quedó desolado.
“Mi hermano, de alguna manera, con sus artículos, ayudó al derrocamiento del gobierno de Isabel. Él vivió con mucha angustia esa época. Me acuerdo su desazón cuando mataron (al ex ministro del Interior, Arturo) Mor Roig. Fue antes de casarse, todavía vivía en casa, en el barrio de Florida. Lloraba. No quería más tanta violencia, tanta arbitrariedad. Pero de ninguna manera hubiera querido lo que pasó después. No imaginaba que se recurriría a semejante grado de violencia. Creo que, después del golpe militar, no hubiera sobrevivido. Hubiera querido publicar todo lo que iba enterando y se hubiera enfrentado con los que eran sus propias fuentes. Pero para esa época Heriberto ya no estaba activo”, recuerda Gerardo “Jerry” Kahn, su hermano cuatro años menor.
En enero de 1976 Kahn se operó de meniscos después de un partido de fútbol, aunque no solía hacer deporte. A partir de entonces, fue un ir y venir del hospital.
Kahn se enfermó.
El periodista Daniel Muchnik, su compañero en La Opinión, recuerda que la enfermedad fue con la rapidez de un rayo. Intuye que fue producto del estado de tensión, una somatización por todo lo que había vivido.
Su hermano recuerda que había ganado una beca en la Universidad de Harvard, pero ya no tenía salud para viajar a Estados Unidos.
Se recluyó en su departamento de tres ambientes de La Pampa 1959, barrio de Belgrano, junto a su esposa y su hija.
Aprovechó ese tiempo muerto para escribir un libro en el que plasmara toda la información política que había recabado en los últimos años.
En la primera hoja del texto, Kahn describe un almuerzo en el departamento del canciller Alberto Vignes, junto a otros siete ministros del gabinete, en enero de 1974. En el almuerzo, el médico de Perón, Jorge Taiana, diagnosticó el cuadro de salud del Presidente: “en el mejor de los casos, no pasará de mediados de año”.
Escribe Kahn: “Mientras los demás ministros se recuperaban del plato fuerte que Taiana les acababa de servir, López Rega tomó la palabra: ‘El general se encuentra perfectamente bien. Los informes médicos son exagerados. Yo puedo decirlo mejor que nadie, porque cuando el general está mal yo también me enfermo. Y puedo asegurarles que me siento perfectamente bien'”.
“Mire López –respondió con su sonrisa irónica Angel Robledo, entonces ministro de Defensa-, déjese de pavadas porque cuando el general se muera allí va a estar usted, totalmente sano, llevando el féretro”.
Mientras Kahn escribía, Perón estaba muerto y López Rega, prófugo. “Escribía en una Olivetti Lettera 22 –recuerda Finoli-. Era gracioso verlo escribir, porque era petiso y esmirriado. Tenía un Peugeot 404 blanco y le colocaba un almohadón grande en el respaldo de la butaca para llegar a los pedales. Jodíamos mucho con eso. Cuando lo visitaba en su casa, me decía, ‘apenas salga de esta volvemos a la redacción'”. “Pero los médicos no acertaban el diagnóstico, y tampoco le daban esperanza a la familia”, indica Finoli.
Fue un tiempo de estudios y análisis constantes. Al principio se movía por el departamento, luego pasó a escribir en la cama.
“Se fue deteriorando rápido. No sé si tenía clara conciencia de lo que ocurría. Los médicos en un momento diagnosticaron una meningitis tuberculosa, pero no acertaban con un tratamiento adecuado”, afirma su hermano “Jerry”.
En sus últimos meses, dejó de escribir. Finoli tiene la imagen Kahn dictándole el libro a su esposa en su habitación. “De a ratos se le perdía la memoria. ‘Descansá, después seguimos’, le decía ella. Era impresionante. Los últimos días estaba consumido adentro de la cama”, recuerda.
“En esa época dijeron que mi papá tenía cáncer de páncreas, meningitis tuberculosa, las cosas más variadas –indica Alejandra Kahn, su hija, que ahora vive en Estados Unidos-. Hasta sospecharon que podría ser producto de las amenazas. Pero que hace cinco años yo perdí un hijo de dos, y cuando se hicieron las investigaciones después de su muerte descubrimos que tenía una enfermedad llamada Chronic Granulomatousus Desease. Eso era lo que tenía mi papá y nadie lo supo hasta que murió mi hijo. Una enfermedad genética”, afirma.
Kahn murió el 23 de septiembre de 1976 en su departamento, a los 30 años. El diario publicó:
“Es difícil decir qué le debe el país a un periodista. Es más sencillo recordar qué le debe La Opinión a Heriberto Kahn. Durante varios años fue uno de los responsables de la información en las áreas más delicadas de la política, las Fuerzas Armadas, las relaciones exteriores. Y le debemos el que nos haya enseñado –sin palabras altisonantes, sólo con su ejemplo, nada menos- que valía la pena correr todos los riesgos en nombre de la libertad de información, de las libertades individuales de sus conciudadanos, de la construcción de una sociedad argentina democrática, de la búsqueda de una Argentina entroncada en su identidad histórica”.
El homenaje llegaba en un momento en que todas las libertades que Kahn aspiraba habían sido quebradas. Quizá fuese el modo en que el diario de Jacobo Timerman encontraba para decirlo, en un contexto de represión ilegal y secuestros, que ya se publicaban en sus páginas, pese a la censura castrense.
“Timerman publicó algunas cartas de madres de desaparecidos. No quiso quedarse atrás del Buenos Aires Herald. Él era omnipotente. Yo presencié reuniones en la que le decían “rájate, que te van a agarrar”. “Nadie me va a tocar –decía-, yo soy amigo de generales. Finalmente (Ibérico) Saint-Jean (gobernador de Buenos Aires) se cagó en sus amigos y en todos, y lo torturó”, indica Muchnik.
En marzo 1979, a instancias de su hermano Gerardo, editorial Losada publicó el manuscrito que no pudo terminar. Su esposa lo había guardado en un sobre.
Doy fe llegó a la lista de best seller. Se hicieron dos reimpresiones.
En el prólogo, Roberto Cox, entonces director del Buenos Aires Herald, afirma:
“Cuando se escriba la historia definitiva de los años tumultuosos de la década del setenta, los historiadores futuros reconocerán sin duda su deuda con un hombre, sobre todos los demás, que dio testimonio de la época que le tocó vivir. Heriberto Kahn, fue más que un testigo, por supuesto. Ganó para sí un lugar en la historia por su coraje para hacer público el grotesco atentado de José López Rega para adueñarse del poder en la Argentina”.
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