jueves, 3 de enero de 2019

WEIMAR


Arte y política en las calles de WeimarDe la Bauhaus al nazismo y el estalinismo, la ciudad alemana vivió turbulentos vaivenes históricos, cuyas huellas siguen presente
WEIMAR.- Definitivamente es cierto que las paredes hablan. Probemos con esta, recubierta por un fresco datado hacia mitad de los años 70, que a su vez es réplica de un original realizado y borrado unas cinco décadas atrás. Las imágenes futuro-cubistas de un grupo humano en disposición coreográfica pertenecen a Oskar Schlemmer, creador del Ballet triádico, una de las postales más perdurables de la Bauhaus. La pared se encuentra en el descanso de una escalera en el primer piso de lo que fue la nave central de la escuela de diseño que en 2019 cumplirá su centenario. El edificio de enormes superficies vidriadas, un concepto muy avanzado para cuando se inauguró en 1905, permanece como un anexo de lo que es la nueva Universidad Bauhaus, en la estela de una escuela que entre 1919 y 1932 transformó radicalmente la coexistencia entre diseño, arte y arquitectura. Hoy, estudiantes y profesores conviven con esta obra de Schlemmer que, en sus borramientos y apropiaciones, cuenta también la historia moderna de Weimar, una ciudad de 65 mil habitantes demasiado pequeña y burguesa para que tanta revolución le haya pasado por encima.
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Son los últimos días de octubre y, por la noche, la llovizna fría convierte las calles serpenteantes y empedradas que llevan a la aristocrática Plaza Central de Weimar en el set de una película ambientada entre los siglos XVIII y XIX. El casco histórico no registra el paso del minimalismo racionalista que distingue al estilo Bauhaus que, sin embargo, clavó en esta ciudad su primera estaca en el corazón del clasicismo: la casa Haus am Horn. Un diseño del pintor Georg Muche que se levantó para la primera exposición Bauhaus en 1923, y que a principios de los años 90 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. La visita a este edificio, que Weimar está poniendo a punto para las celebraciones de 2019, transmite menos el peso de la historia que un recorrido por un emprendimiento inmobiliario más o menos reciente. Se hace difícil pensar que la vivienda modelo ejecutada por el taller que dirigía Walter Gropius, el primer director e ideólogo de Bauhaus, sea contemporánea de los chalets y villas centenarias que la circundan. A pocas cuadras, un barrio en el que se fueron instalando arquitectos y diseñadores industriales se hizo cargo de interpretar su herencia en clave contemporánea. Hasta la caída de la Alemania comunista (RDA), ese predio había sido ocupado por un destacamento del ejército soviético.
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En su vertiginoso ensayo Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman rastrea el origen de la experiencia moderna en la escritura del Fausto que Goethe empezó a delinear hacia 1770 y cuya primera versión se publicó en 1832, un año después de su muerte a los 83 años, aquí mismo, en Weimar. Berman se refiere a la obra como "la tragedia del desarrollo". Punta de una genealogía que continúa con el Manifiesto Comunista de Marx y los escritos de Charles Baudelaire, Berman dice del Fausto de Goethe que "expresa y dramatiza el proceso por el cual, a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, hace su aparición un sistema mundial característicamente moderno". La casa donde vivió y murió Goethe es hoy uno de los puntos salientes del patrimonio de Weimar, del mismo modo que lo es la oficina de director que ocupó Walter Gropius entre 1919 y 1924. Se conservan su escritorio, los accesorios de diseño de Marcel Breuer y Marianne Brandt y la lámpara Bauhaus de Wilhelm Wagenfeld cuya réplica se puede comprar por 400 euros en el gift shop del archivo Bauhaus de Berlín. Sin embargo, ni el mercado ni la cultura oficial les sonrieron a los modernistas radicales de la Bauhaus en su día. Gropius soñaba una alianza con la industria para que los hogares de Weimar se dejaran invadir por objetos hechos bajo el paradigma del nuevo diseño, pero el gusto burgués estaba en las antípodas del minimalismo, y el avance de la derecha en Turingia extendió la sospecha de "internacionalismo judío-comunista" sobre la escuela. En 1923, la coalición que ganó las elecciones arrastró entre sus filas a los partidarios del NSDAP (Partido NacionalSocialista Obrero Alemán), más tarde simplemente nazis, que se quedaron con la cartera de cultura. Un año después, Weimar cortó el presupuesto que sostenía a la Bauhaus y Gropius mudó su internacionalismo a Dessau, doscientos kilómetros al Este.
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El edificio quedó en pie pero la nueva dirección se apuró a borrar el fresco de Schlemmer, cuya estética pronto calificaría como lo que el aparato cultural del nazismo llamaba "arte degenerado". Los nuevos dueños encargaron a un artesano la pintura de dos paredes laterales en ese mismo piso con motivos folcloristas de la Alemania medieval.



El borramiento del mural de Schlemmer es pura metáfora de otro: el de la República de Weimar, cuya modélica constitución progresista fue sancionada también en 1919 y rigió por los siguientes catorce años hasta que el poder cayó en manos del nacionalsocialismo. Los ideales democráticos de Weimar (derecho femenino al voto, jornada laboral de ocho horas, libertad de culto) y estéticos de Bauhaus colisionaron con un horizonte social por demás hostil: la humillación alemana en el Tratado de Versalles, un aire de guerra civil exacerbado por el proceso inflacionario y el derrumbe de la Gran Depresión. A tal punto los principios republicanos concurrían con la revolución avant garde de la escuela-laboratorio que el gobierno de Turingia le encargó a Gropius una placa conmemorativa de la Asamblea Nacional del 11 de agosto de 1919 para ser colocada en la entrada del Teatro Nacional de la ciudad. En marzo de 1933 la placa fue removida por orden del nuevo Ministerio Nacional de Cultura. Una mano de pintura y cal ya había tapado el mural de Schlemmer.

Pintar y borrar. Esa pared de la sede original de la Bauhaus podría explicar el curioso lugar de puerta vaivén que le tocó a la pequeña ciudad entre la emergencia del modernismo cultural y político y la ascensión del nazismo. El edificio, se dijo, fue levantado en 1905 por el artista y arquitecto belga Henry Van de Velde con la idea de darle a la ciudad una escuela de artes y artesanía. La llegada de Van de Velde a Weimar había tenido por detrás los oficios de una figura ambigua y fascinante: Elizabeth Förster-Nietszche. En los primeros años del siglo XX, Elizabeth anticipó algunos rasgos del futuro turismo cultural y convirtió a Weimar en una meca de intelectuales y fans de las obras de su hermano mayor, Friedrich. Como sucedería luego con figuras de la cultura pop como Jim Morrison, alemanes y europeos peregrinaban a la tumba del autor de El anticristo y Elisabeth consiguió que Van de Velde se instalara con su familia en Weimar para ambientar el archivo Nietszche. El mobiliario enteramente diseñado por el belga fue un anticipo del arte total bauhausiano. La luna de miel de Weimar con Van de Velde se terminó con la irrupción de la Primera Guerra Mundial, cuando muchos extranjeros fueron forzados a emigrar de Alemania. Van de Velde escapó a Suiza, pero antes confió la dirección de la escuela que había construido a Gropius. Por su parte, Elizabeth estaba casada con Bernhard Förster, un protonazi que intentó fundar una colonia aria en Paraguay en ¡1887! No fue extraño entonces que la misma mujer que había trabajado para hacer de Weimar un polo modernista terminara siendo una de las primeras adherentes al nazismo y a la figura de Hitler.

Elizabeth murió en Weimar en 1935. Cuando cayó el régimen nazi, la ciudad quedó del lado oriental de Alemania. Bajo el estalinismo la Bauhaus fue sospechada de capitalista, ya que muchos de sus profesores y artistas habían emigrado a los Estados Unidos. En la era moderada de Kruschev, el aparato cultural de la RDA reclamó para su relato el papel modernista y antifascista de la Bauhaus. Así fue que organizaron la primera conferencia internacional sobre Bauhaus en Weimar en los años 70 y un artista anónimo repuso la obra de Oskar Schlemmer. Las columnas con motivos folclóricos quedaron como estaban. Todo es historia, al fin.



A la distancia, desde los ventanales del aula donde funcionaba el taller Gropius, se distinguen las torres de Buchenwald, uno de los mayores campos de concentración del régimen nazi.

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