sábado, 15 de febrero de 2020

MANUSCRITOS,


Variaciones sobre la desigualdad
Mientras la película coreana Parásitos sigue convocando público y suscitando elogios, recupero -gracias a las buenas artes del sitio Cine.Ar- la película argentina Los dueños. Filmada en 2013 por los cineastas tucumanos Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, obtuvo la mención especial del jurado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2013 y el Cóndor de Plata a la mejor ópera prima en 2015. Se la podría pensar, junto con otros películas filmadas luego de 2001, como exponente de un cine que no se llama a sí mismo político, pero que, en su modo de filmar las zonas conflictivas, turbulentas u opacas de la trama social, introduce lo político de un modo oblicuo, a veces cercano al humor negro, por lo general alejado de cualquier tipo de juicio cerrado.

Como en Parásitos, en Los dueños el tema es la desigualdad. Pero si en la película de Bong Joon-ho lo que se pone en escena es la insuperable distancia entre los sectores medios bajos y las elites de las grandes urbes contemporáneas, aquí lo que aparece es el mundo rural. Hay una propiedad, amplios terrenos a cierta distancia de San Miguel de Tucumán, cría de ganado. Una familia que sigue la producción del lugar más bien de lejos, la sólida vivienda en la que eventualmente pasan unos días, los peones que se ocupan del campo y del mantenimiento de esa casa. Y este es el punto. Porque cada vez que los dueños están afuera, los caseros toman posesión del lugar, disfrutan lo mullido de sus sillones, se acomodan frente al televisor, hacen uso de las camas. Inferimos que esto lleva tiempo, por lo aceitado de la técnica de huida -y borradura de rastros- apenas se escucha el motor del auto de "la señora". Pero en algún momento una pieza del circuito se desacomoda, e irrumpe el riesgo de debacle. Toscano y Radusky manejan un tono singular: oscilan entre el humor y la crudeza sin desbarrancar nunca hacia ninguno de los dos vértices; son realistas de un modo ligeramente desajustado.

La tensión entre clases está ahí, todo el tiempo. Difícil llamarla odio, aunque algo de esto subyace en cada frase de gélida amabilidad, en cada gesto de exagerado servilismo. Hay un abismo entre ellos y, sin embargo, están entreverados. Se observan con una atención exasperada. Pía, la hija porteña de la familia (enorme, Rosario Bléfari), sigue los pasos de Sergio, uno de los peones. Lo mira, protegida por la oscuridad, mientras él espía a la hermana de ella. Curiosidades en abismo. Sergio inspecciona el botiquín del baño de la familia. Pía registra de lejos los escarceos de Sergio con su novia. El poder se juega a dos puntas, y ese es uno de los hallazgos de la película: no hay demonios ni ángeles, todo el mundo tiene alguna carta que jugar, todos padecen el peso de alguna miseria. La tensión es sexual, material, discursiva.

En Parásitos, un signo de la distancia social radica en el sentido del olfato. Los sofisticados Park perciben en los desclasados Kim un olor que los delata. Porque nada puede liberarlos de la humedad del semisótano en el que habitan, el persistente tufo de quien lidia con una precariedad imbatible.Una desagradable emanación que retrotrae a la señora Park al tiempo en que utilizaba el atestado transporte público de Seúl, en lugar de recurrir al auto con chofer.
En Los dueños no es el olor, pero es todo lo demás. La clase habla en la gestualidad de cada uno de los personajes, en sus vocablos, en el modo de plantarse, fingir, ordenar, obedecer. Se expresa en los cuerpos esbeltos y en los cuerpos descuidados; en el modo particular de lidiar con alguna contradicción.

Más allá de la breve catarsis de cierta escena final, en Los dueños se mantiene una suerte de tensión continua, una extraña danza claustrofóbica en medio de la inmensidad rural. La que propone es, sin duda, una visión incómoda. Anclada en un territorio y, al mismo tiempo, universaL

D. F. I.

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