Actúan como reyes, pero reina hay una sola
Héctor M. Guyot
Hay un mal argentino atávico que está alcanzando su máxima expresión. Desde hace décadas, la clase política gobierna para sí misma. Lejos de honrar el mandato que asumen, los dirigentes le dan la espalda al pueblo e invierten todos sus esfuerzos en acrecentar su poder para perpetuarse en cargos que deberían ser transitorios. Hay intendentes, gobernadores, legisladores y sindicalistas que son eternos. Y ricos. Se han convertido en dueños de hecho de aquello que debían administrar y ahora actúan como si lo fueran de pleno derecho, sin tapujos ni vergüenza. Así se sienten, parece, pues se reparten lo que no les pertenece con absoluta desinhibición.
El trueque de votos por juzgados entre las provincias y la vicepresidenta es una muestra. Los gobernadores, de Rodríguez Saá a Gildo Insfrán, querían su porción en el reparto, como si no les alcanzara con los tribunales que ya manejan en sus feudos. Gracias a cambios introducidos antes de votar, el número de puestos judiciales a crear pasó de 279 a 900. Hay para todos, compañeros. Todo sea para asegurar la media sanción de una reforma judicial que ahora, después de haberla ajustado a su conveniencia, Cristina Kirchner no considera suya. Se dice que esa declaración fue un misil contra el Presidente. Es probable, pero con ella nunca se sabe. Ese gesto de displicencia después de tanto afán quizá apunte a que la oposición baje la guardia para que el elefante, silbando bajito, entre en el bazar. Lo mismo que la cláusula contra la prensa, al final una jodita de Parrilli.
Esa casta vitalicia, ese elenco de caras satisfechas que no cambian, responde hoy a los designios de una sola persona. Recios caudillos y políticos curtidos se alinean ante un poder mayor –así lo reconocen al cuadrarse– que el que ellos ostentan. Hay dueños, sí, pero hay una dueña de los dueños. Hasta el Presidente se inclina ante la voluntad de quien, con el capricho ciego propio de los niños, lo quiere todo para sí.
La administración trabaja a destajo para concretar el deseo de la vicepresidenta. Y así como el Congreso, el Consejo de la Magistratura, los organismos de control y hasta el Presidente están haciendo lo suyo para allanarle el camino hacia la impunidad y la venganza, la AFIP hace su parte: inició una auditoría para investigar a la comisión que en su momento se formó para atender los pedidos de informes de la Justicia en la causa de los cuadernos de las coimas, que fueron centenas. Como dijo Diego Cabot, la movida apunta a declarar nula toda la prueba aportada. El kirchnerismo no duerme y hay avances en todos los frentes, que van de la Procuración General de la Nación a la Corte Suprema, pasando por los juzgados que quieren hacer su trabajo. Se gobierna para una persona y de espaldas a las penurias de la gente en cuarentena.
Con el país paralizado, el empleo cayendo en picada y los índices de pobreza en ascenso, se entiende el intento de parte de la oposición de encontrar vías de diálogo racional con un gobierno que parece haber entrado en un proceso de radicalización. Pero el Presidente comparte con la vice el arte de la simulación y es difícil concederle una identidad reconocible que permita confiar en que mantendrá por la tarde lo que dice por la mañana. La mirada de la opinión pública sobre su atribulada figura acompaña sus oscilaciones. ¿Cómplice, víctima, rehén? ¿Todo eso junto?
Lo cierto es que no parece dueño de sí mismo. Es decir, es dueño, pero pertenece a la dueña. El pacto que lo llevó a la más alta magistratura suponía un mandato que no era el del pueblo, sino el de una persona que solo piensa en sí misma y exige lo que a estas alturas resulta excesivo. Ahora está atrapado entre esas exigencias y la resistencia social. Firmó ese pacto porque pensó en sí mismo, como toda la casta que acompañó esa fórmula electoral para no perder sus privilegios, aun conociendo la naturaleza de aquella que hoy empuja al país hacia el borde de un abismo. Son muchos los que empujan con ella. Massa hará lo imposible para sumar los votos necesarios para que esta reforma judicial a medida se convierta en ley en Diputados. ¿Cómplice o rehén de una trama enajenada? Lo cierto es que sus propias oscilaciones, sus lábiles posturas, son también un síntoma de ese mal atávico argentino que alcanza su clímax en el cuarto gobierno kirchnerista.
“Es de no creer, parecen reyes como actúan”. La frase pertenece a un productor de San Luis que no visita su campo en Mendoza por miedo a no poder volver a su provincia. El gobierno de Alberto Rodríguez Saá impuso dos hisopados y una cuarentena de una semana a todo aquel que quiera entrar en sus dominios. La medida impidió que dos hijas llegaran a tiempo para despedir a su padre agonizante. Un nuevo caso Solange, que muestra el grado de insensibilidad y la falta de empatía en que caen quienes gobiernan de espaldas a la sociedad.
Tiene razón el productor. Actúan como reyes. Pero reina hay una sola.
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Centralidad del Estado y tentación autoritaria
Julio María Sanguinetti
Expresidente de Uruguay
La centralidad del Estado es una inevitable consecuencia de la pandemia. En todos los países, unos más, otros menos, en los últimos años se había ido produciendo un proceso de relativa disminución de los poderes del Estado. Por un lado, las ideas liberales en economía produjeron claramente un impacto que si no tuvo la radicalidad propuesta en los años 70 por el predominio académico de Milton Friedman y el impacto de los gobiernos de la señora Thatcher y Ronald Reagan, dejaron una huella aun en aquellos Estados más dirigistas. La liberalización internacional del comercio fue produciendo una caída importante del proteccionismo en el mundo entero, al punto que aun en países autoritarios –o incluso de partido único como China– abrieron más espacio a la actividad privada. En algunos países los procesos de privatización fueron radicales, pero aun en los más críticos a esa corriente, un proceso de racionalización produjo la declinación de la mayoría de los monopolios estatales históricos.
En otra dimensión, el internacionalismo, la multilateralidad fueron avanzando sobre los regímenes nacionales, estableciendo límites muy importantes en temas antes impensables como control de armamentos, medio ambiente o derechos humanos.
Ni hablar que las nuevas tecnologías, con medios de comunicación que saltaron fronteras, han acorralado a los Estados nacionales. No encontraban –y aun no encuentran cabalmente– el camino sensato para acompasar el poder de las redes a los modos tradicionales de producción, trabajo y comunicación, invadidos por una tormenta de cambios difíciles de absorber. Lo cual también impactó severamente en la vida política, al debilitarse el concepto de representación (en parlamentos o partidos), por un ciudadano que se representaba a sí mismo a través de esas redes que le ofrecían un espacio universal de comunicación. Por cierto, esto tiene mucho de espejismo, de irrealidad, porque escribir en Facebook no hace parte de un real debate de ideas, pero sin duda crea la ilusión de que es así. De ahí que los partidos políticos declinaron sustantivamente y los nuevos medios sembraron un campo fértil para los predominios personalistas y los políticos mediáticos de tono populista como los que hoy se ven hasta en los EE.UU. o Gran Bretaña.
La pandemia ha marcado una reversión de esas tendencias ante la necesidad de adoptar medidas extremas sobre la vida cotidiana, regulaciones sanitarias de imposición coactiva y uso de recursos extraordinarios, a tal punto que retornaron las invocaciones a Keynes y sus ideas, no siempre bien aplicadas, sobre la acción pública para enfrentar flagelos sociales. De este modo, el Estado adquirió la centralidad que históricamente le impusieron todos los momentos de crisis, sean guerras, quiebras económicas o alzamientos militares.
Naturalmente, son procesos complejos, con corrientes contradictorias, pero convengamos que estamos en la hora de los presidentes, el momento de los conductores del Estado. Al generalizarse el temor, se miró hacia ellos buscando seguridad, protección, rumbo. Se aceptaron sin reservas medidas excepcionalísimas, que en ocasiones se parecían al toque de queda de la época de los bombardeos al limitar hasta el tránsito. Nadie cuestionó medidas jurídicas de excepción.
El fenómeno lleva ya seis meses, la gente está fatigada de confinamientos, pero ya no se retorna al mismo punto de salida. El teletrabajo se ha instalado, la telemedicina ha pasado a ser central y las empresas, muy heridas, buscan los modos de sobrevivir. La desocupación, que ya era importante, crecerá y encontrará ahora problemas estructurales. La economía latinoamericana caerá este año un 9% aproximadamente y Europa no le irá en zaga. Muchos gobiernos salieron fortalecidos de la situación, pero ahora tienen que enfrentar las demandas sociales de una población fatigada, con una economía mundialmente recesiva. Ello genera otros riesgos, que alcanzan a las libertades públicas. En algunos países se han extendido las restricciones para soslayar ciertos problemas o acallar otros reclamos. Bajo el rubro de las necesidades de orden público se gobierna como si se estuviera en guerra y se disponen medidas económicas muchas veces arbitrarias.
A su vez, hay un acostumbramiento al uso de esas medidas extraordinarias, que por su naturaleza solo podrían disponerse por ley y no por resoluciones administrativas. Crece la tentación por esos poderes especiales. Sin ir más lejos, la Argentina, por esa vía, acaba de reabrir un debate que en los años 70 se instaló bajo el rótulo de Nueva Orden Informativo Internacional, impulsado por las corrientes tercermundistas de la época. En aquel entonces se sumó la Unesco, con una fuerte oposición de los comunicadores latinoamericanos, cuya doctrina es que los medios (radio, televisión) son una “actividad privada de interés público”, estrictamente idéntica a la prensa. Del otro lado, se hablaba entonces del “servicio público”, asimilándolo a las prestaciones de tipo comercial que el Estado provee directamente o regula según su orientación. Declarar internet – y sus derivados– un servicio público pone en jaque la cuestión de las libertades. Y se desplaza al conjunto de la actividad económica, que tiene hoy en la comunicación digital la base de su aparato circulatorio. No es un asunto anecdótico, sino central en la vida democrática y la economía de mercado. El tema tiene muchas aristas y podrán sostenerse variados matices, pero ninguna sociedad democrática puede abordar un tema de esta relevancia soslayando una consideración muy seria, de naturaleza estrictamente legal.
Otra cuestión muy relevante es el tema de los servicios de salud. Todos los países tuvieron que tomar medidas de emergencia y ampliar servicios porque no preveían una situación de esta naturaleza. Los científicos nos dicen ahora que esto no es tan excepcional y que así como en los últimos años hubo otras fiebres, hay que estar preparados para la aparición de fenómenos análogos.
No anunciamos ningún apocalipsis, pero quien piense que iremos saliendo de esta situación a la preexistente se equivoca. Mucho ha cambiado. Lo que no debe cambiar es la legalidad, el Estado de Derecho y el ejercicio de la autoridad del Estado con respeto para los derechos ciudadanos.
La centralidad del Estado es una inevitable consecuencia de la pandemia. En todos los países, unos más, otros menos, en los últimos años se había ido produciendo un proceso de relativa disminución de los poderes del Estado. Por un lado, las ideas liberales en economía produjeron claramente un impacto que si no tuvo la radicalidad propuesta en los años 70 por el predominio académico de Milton Friedman y el impacto de los gobiernos de la señora Thatcher y Ronald Reagan, dejaron una huella aun en aquellos Estados más dirigistas. La liberalización internacional del comercio fue produciendo una caída importante del proteccionismo en el mundo entero, al punto que aun en países autoritarios –o incluso de partido único como China– abrieron más espacio a la actividad privada. En algunos países los procesos de privatización fueron radicales, pero aun en los más críticos a esa corriente, un proceso de racionalización produjo la declinación de la mayoría de los monopolios estatales históricos.
En otra dimensión, el internacionalismo, la multilateralidad fueron avanzando sobre los regímenes nacionales, estableciendo límites muy importantes en temas antes impensables como control de armamentos, medio ambiente o derechos humanos.
Ni hablar que las nuevas tecnologías, con medios de comunicación que saltaron fronteras, han acorralado a los Estados nacionales. No encontraban –y aun no encuentran cabalmente– el camino sensato para acompasar el poder de las redes a los modos tradicionales de producción, trabajo y comunicación, invadidos por una tormenta de cambios difíciles de absorber. Lo cual también impactó severamente en la vida política, al debilitarse el concepto de representación (en parlamentos o partidos), por un ciudadano que se representaba a sí mismo a través de esas redes que le ofrecían un espacio universal de comunicación. Por cierto, esto tiene mucho de espejismo, de irrealidad, porque escribir en Facebook no hace parte de un real debate de ideas, pero sin duda crea la ilusión de que es así. De ahí que los partidos políticos declinaron sustantivamente y los nuevos medios sembraron un campo fértil para los predominios personalistas y los políticos mediáticos de tono populista como los que hoy se ven hasta en los EE.UU. o Gran Bretaña.
La pandemia ha marcado una reversión de esas tendencias ante la necesidad de adoptar medidas extremas sobre la vida cotidiana, regulaciones sanitarias de imposición coactiva y uso de recursos extraordinarios, a tal punto que retornaron las invocaciones a Keynes y sus ideas, no siempre bien aplicadas, sobre la acción pública para enfrentar flagelos sociales. De este modo, el Estado adquirió la centralidad que históricamente le impusieron todos los momentos de crisis, sean guerras, quiebras económicas o alzamientos militares.
Naturalmente, son procesos complejos, con corrientes contradictorias, pero convengamos que estamos en la hora de los presidentes, el momento de los conductores del Estado. Al generalizarse el temor, se miró hacia ellos buscando seguridad, protección, rumbo. Se aceptaron sin reservas medidas excepcionalísimas, que en ocasiones se parecían al toque de queda de la época de los bombardeos al limitar hasta el tránsito. Nadie cuestionó medidas jurídicas de excepción.
El fenómeno lleva ya seis meses, la gente está fatigada de confinamientos, pero ya no se retorna al mismo punto de salida. El teletrabajo se ha instalado, la telemedicina ha pasado a ser central y las empresas, muy heridas, buscan los modos de sobrevivir. La desocupación, que ya era importante, crecerá y encontrará ahora problemas estructurales. La economía latinoamericana caerá este año un 9% aproximadamente y Europa no le irá en zaga. Muchos gobiernos salieron fortalecidos de la situación, pero ahora tienen que enfrentar las demandas sociales de una población fatigada, con una economía mundialmente recesiva. Ello genera otros riesgos, que alcanzan a las libertades públicas. En algunos países se han extendido las restricciones para soslayar ciertos problemas o acallar otros reclamos. Bajo el rubro de las necesidades de orden público se gobierna como si se estuviera en guerra y se disponen medidas económicas muchas veces arbitrarias.
A su vez, hay un acostumbramiento al uso de esas medidas extraordinarias, que por su naturaleza solo podrían disponerse por ley y no por resoluciones administrativas. Crece la tentación por esos poderes especiales. Sin ir más lejos, la Argentina, por esa vía, acaba de reabrir un debate que en los años 70 se instaló bajo el rótulo de Nueva Orden Informativo Internacional, impulsado por las corrientes tercermundistas de la época. En aquel entonces se sumó la Unesco, con una fuerte oposición de los comunicadores latinoamericanos, cuya doctrina es que los medios (radio, televisión) son una “actividad privada de interés público”, estrictamente idéntica a la prensa. Del otro lado, se hablaba entonces del “servicio público”, asimilándolo a las prestaciones de tipo comercial que el Estado provee directamente o regula según su orientación. Declarar internet – y sus derivados– un servicio público pone en jaque la cuestión de las libertades. Y se desplaza al conjunto de la actividad económica, que tiene hoy en la comunicación digital la base de su aparato circulatorio. No es un asunto anecdótico, sino central en la vida democrática y la economía de mercado. El tema tiene muchas aristas y podrán sostenerse variados matices, pero ninguna sociedad democrática puede abordar un tema de esta relevancia soslayando una consideración muy seria, de naturaleza estrictamente legal.
Otra cuestión muy relevante es el tema de los servicios de salud. Todos los países tuvieron que tomar medidas de emergencia y ampliar servicios porque no preveían una situación de esta naturaleza. Los científicos nos dicen ahora que esto no es tan excepcional y que así como en los últimos años hubo otras fiebres, hay que estar preparados para la aparición de fenómenos análogos.
No anunciamos ningún apocalipsis, pero quien piense que iremos saliendo de esta situación a la preexistente se equivoca. Mucho ha cambiado. Lo que no debe cambiar es la legalidad, el Estado de Derecho y el ejercicio de la autoridad del Estado con respeto para los derechos ciudadanos.
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