Lobato y Benguria, cuadros dentro de cuadros
Yo no busco, encuentro.” La frase pertenece a Pablo Picasso, fue publicada por primera vez en su célebre “Lettre sur l’art” en la revista soviética Ogoniok, en 1926. Fue citada infinidad de veces, incluso por Jacques Lacan, que había sido su médico personal en la década del 30, en uno de sus célebres Seminarios. Pensé en esa frase de Picasso cuando, en un episodio de cirujismo cultural, me topé con un cuadro en una calle de Villa Crespo. Fue bastante antes de que empiece la pandemia. Volvíamos con Lulú de su clase de baile, cuando divisé al lado de un contenedor de basura un retrato de un hombre alto y flaco, barba tupida y canosa, sombrero gris, saco azul, corbata roja y pantalones marrones. Está apoyado sobre un paraguas cerrado, y al fondo, como base, se observa una superposición de pinceladas verticales, verdes y marrones. Me impactó porque tenía al “Flaco” Jorge López Ruiz, que había fallecido hacía muy poco. Y me asombró la firma: Eber Lobato.
Desde aquel día cuelga en una de las paredes de mi casa. Y esa firma es, también, una incógnita. Porque hasta ese momento, confieso, desconocía de la existencia de Eber Lobato, que se me reveló como una especie de hombre del Renacimiento en el siglo XX. Fue coreógrafo, actor, director, compositor, pintor, bailarín, diseñador de vestuario, cantante, escenógrafo y productor teatral.
“Estuvo casado con Nélida (de apellido real, Menta), y la modeló, formateó y entrenó.
Fue un coreógrafo de fama internacional, de los primeros argentinos que trabajaron en el Lido, de París, y en Las Vegas”, me contó Carlos Ulanovsky. En su libro Estamos en el aire, indica que participó en los principales musicales de los 50, como Las grandes revistas de los sábados, en la estudiantina Field’s College y en el show de IKA (Industrias Kaiser Argentina).
Eber Lobato fue, también, la contraseña para una charla de una hora, inolvidable, con Roberto Quirno, que fue locutor (¡hacía las publicidades de Bidú Cola!), periodista de chimentos en la revista Radiofilm y cantante. “Lo conocí muy poco”, me aclaró. “Pero lo recuerdo en escenas de El primer beso (Enrique Carreras, 1958) y Venga a bailar el rock, con Eddie Pequenino. Lo crucé, de hecho, en un concurso de baile en el Luna Park, donde él seguramente había sido jurado. Y en sus inicios fue compañero de Rodolfo Zapata en el ballet del Chúcaro. También recuerdo una canción suya que fue un éxito: ‘La cinta verde’, que la llegó a grabar Luis Aguilé. Pero Eber trabajó mucho afuera: aparecía y desaparecía”.
La charla con Quirno incluyó infinidad de historias memorables, que van desde la vez que Rodolfo Zapata fue doble de baile de Mirtha Legrand hasta un curioso incidente policial del cantante Carlos Argentino en México, entre una tonelada de historias asombrosas. Todo gracias a Eber.
En otro gesto picassiano, dentro de un vinilo del Zimbo Trío que había conseguido en un anticuario del Abasto descubrí la cubierta de un disco extrañísimo. No es una edición comercial, sino un regalo navideño que Jorge Jacoby, ejecutivo de Bunge & Born y acordeonista aficionado, grabó para sus amigos en 1972. Incluye una frase del librero Ernesto Bunge, exaltando la importancia de la amistad. Y un agradecimiento: “Querida Silvina Benguria: ¡Qué distintos serían mis saludos sin tus tapas!”.
La portada es un maravilloso retrato de un león a dos colores, verde y amarillo, con un acordeón al fondo. “¡No te lo puedo creer!”, me dijo Silvina cuando la llamé por teléfono (¡Gracias, Gachi Prieto!). “Me acuerdo perfectamente de ese dibujo, pero nunca vi el disco. Se lo regalé a Jorge, porque me había comprado algunos de mis primeros cuadros.
Al lado de un contenedor de basura encontré el retrato de un hombre alto y flaco, firmado por Eber Lobato
Casualmente, hace unos días encontré una foto donde estamos bailando”, recordó.
Ese hallazgo fue una excusa para charlar un rato con una artista plástica magnética, cuya notable trayectoria me era desconocida. Pero Silvina Benguria, que el año pasado inauguró una muestra en el Museo Benito Quinquela Martín de La Boca, tiene una vida de novela. Hija díscola de una familia acomodada de Barrio Parque, empezó a pintar de muy jovencita, como discípula del pintor sevillano Eufemiano Sánchez. Se casó con el escenógrafo y arquitecto Emilio Basaldúa y conoció a Jacoby en uno de los tantos cócteles a los que asistía en esa época.
“Viví muchas vidas”, me dice ahora. Y me cuenta del día que conoció a Ernesto Sabato (ilustró una versión de Sobre héroes y tumbas), de su vida en Europa, de su separación y su beca en Roma, donde pasó 12 años, de la noche que gracias al poeta cubano Severo Sarduy conoció en París a Rómulo Macció, con quien viviría un apasionado romance. Su obra es un universo de colores por descubrir. Y yo quedo agradecido, al cosmos, por esos hallazgos del azar, que abren nuevos lazos y mantienen el misterio.
Eber Lobato fue, también, la contraseña para una charla de una hora, inolvidable, con Roberto Quirno, que fue locutor (¡hacía las publicidades de Bidú Cola!), periodista de chimentos en la revista Radiofilm y cantante. “Lo conocí muy poco”, me aclaró. “Pero lo recuerdo en escenas de El primer beso (Enrique Carreras, 1958) y Venga a bailar el rock, con Eddie Pequenino. Lo crucé, de hecho, en un concurso de baile en el Luna Park, donde él seguramente había sido jurado. Y en sus inicios fue compañero de Rodolfo Zapata en el ballet del Chúcaro. También recuerdo una canción suya que fue un éxito: ‘La cinta verde’, que la llegó a grabar Luis Aguilé. Pero Eber trabajó mucho afuera: aparecía y desaparecía”.
La charla con Quirno incluyó infinidad de historias memorables, que van desde la vez que Rodolfo Zapata fue doble de baile de Mirtha Legrand hasta un curioso incidente policial del cantante Carlos Argentino en México, entre una tonelada de historias asombrosas. Todo gracias a Eber.
En otro gesto picassiano, dentro de un vinilo del Zimbo Trío que había conseguido en un anticuario del Abasto descubrí la cubierta de un disco extrañísimo. No es una edición comercial, sino un regalo navideño que Jorge Jacoby, ejecutivo de Bunge & Born y acordeonista aficionado, grabó para sus amigos en 1972. Incluye una frase del librero Ernesto Bunge, exaltando la importancia de la amistad. Y un agradecimiento: “Querida Silvina Benguria: ¡Qué distintos serían mis saludos sin tus tapas!”.
La portada es un maravilloso retrato de un león a dos colores, verde y amarillo, con un acordeón al fondo. “¡No te lo puedo creer!”, me dijo Silvina cuando la llamé por teléfono (¡Gracias, Gachi Prieto!). “Me acuerdo perfectamente de ese dibujo, pero nunca vi el disco. Se lo regalé a Jorge, porque me había comprado algunos de mis primeros cuadros.
Al lado de un contenedor de basura encontré el retrato de un hombre alto y flaco, firmado por Eber Lobato
Casualmente, hace unos días encontré una foto donde estamos bailando”, recordó.
Ese hallazgo fue una excusa para charlar un rato con una artista plástica magnética, cuya notable trayectoria me era desconocida. Pero Silvina Benguria, que el año pasado inauguró una muestra en el Museo Benito Quinquela Martín de La Boca, tiene una vida de novela. Hija díscola de una familia acomodada de Barrio Parque, empezó a pintar de muy jovencita, como discípula del pintor sevillano Eufemiano Sánchez. Se casó con el escenógrafo y arquitecto Emilio Basaldúa y conoció a Jacoby en uno de los tantos cócteles a los que asistía en esa época.
“Viví muchas vidas”, me dice ahora. Y me cuenta del día que conoció a Ernesto Sabato (ilustró una versión de Sobre héroes y tumbas), de su vida en Europa, de su separación y su beca en Roma, donde pasó 12 años, de la noche que gracias al poeta cubano Severo Sarduy conoció en París a Rómulo Macció, con quien viviría un apasionado romance. Su obra es un universo de colores por descubrir. Y yo quedo agradecido, al cosmos, por esos hallazgos del azar, que abren nuevos lazos y mantienen el misterio.
H. I.
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