En busca del fabuloso monstruo del lago Ness
Hace un año, poco más, poco menos, anduve por Loch Ness, el interminable lago en el que, dice la leyenda, habita un viejo monstruo prehistórico conocido con el nombre de Nessie.
En este mismo espacio me dispuse a escribir sobre la experiencia, pero, como a veces ocurre, surgió otro tema urgente, pasaron los días y, de pronto, la crónica perdió sentido. La pandemia, y su imposibilidad de viajar, tiene sin embargo un inesperado efecto retroactivo.
Bastó la lectura de un libro reciente de Michel Pastoureau (Animales célebres), donde se habla al pasar de la teórica y fabulosa criatura, para que a fuerza de encierro aquella excursión parezca de nuevo cercana y la idea original pueda reactivarse como si nada.
El Loch Ness tiene treinta y cinco kilómetros de largo y solo tres de ancho. Al avanzar por la ruta que lo bordea, por momentos se tiene la impresión de que no va a terminar nunca. No es extraño entonces que con su extensión desmesurada, sus brumas invernales (inexistentes en aquel viaje: era verano) y la casi inaccesibilidad que tuvo hasta hace poco se tejieran sobre él toda clase de mitos.
Más allá de la imponencia del paisaje, el detalle notable de la región son los restos del castillo de Urquhart, ubicado en un promontorio triangular junto al agua. No queda más que una torre bastante derruida, alguna muralla parcial y la traza en el suelo de lo que fue la sala principal. No es Urquhart con su medievalismo para románticos, de todas formas, por lo que los turistas llegan Loch Ness. Se acercan a corroborar más bien una ausencia: la de su famoso monstruo. La paradoja tiene su razón. Como señala Pastoureau , especialista en heráldica medieval además de historiador de los colores: “Lo imaginario no es de ningún modo lo opuesto a la realidad. Forma parte de ella (…) Son muchas las personas que dicen haber visto al monstruo y creen en su existencia. Es un hecho: tales personas existen y deben constituir el punto de partida de toda reflexión”. Mi hija, impulsora principal de la visita, ya sobre el barco que nos llevaba de Urquhart a otro punto, lo expresó a su manera mientras trataba de ver el fondo impenetrable de tan azul: “Ya sé que no existe, pero ¿y si aparece?, ¿qué hacemos?”
La pregunta, a pesar del escepticismo declarado, flotaba en el rostro de todos los pasajeros, incluido el propio. Solo días después de la excursión, la BBC dio a conocer la investigación de un grupo neozelandés que se dedicó a catalogar todas las especies acuáticas existentes en el lago por medio del ADN recogido en sus aguas. Según esos estudios no había restos de plesosaurios ni de esturiones (modelos para Nessie), pero sí una cantidad enorme de material genético que revela una amplia presencia de anguilas. “No podemos descartar que lo que alguna gente dice haber visto sean anguilas gigantes”, indicó uno de los expertos, como para no quitarle todo el misterio al asunto y permitirnos seguir reencantando un poco el mundo.
¿Cómo se propagó la leyenda de Nessie? No tiene siquiera un siglo todavía. En 1933, cuando la primera ruta alrededor del lago empezó a popularizarlo, el matrimonio Mackay decidió hacer un alto para observar la caída del sol sobre su superficie. Fue entonces que vieron, según dijeron, producirse, no una, sino dos veces, un enorme remolino y que de él surgía un animal gigantesco, con algo de serpiente. Un periodista de la cercana Inverness, amigo de la pareja, después de recopilar más testimonios, publicó una nota sobre el fenómeno, que continuó alimentando las noticias durante semanas. Pronto, muchos empezaron a recordar viejas apariciones. La más histórica: la del monje irlandés San Columba, primer evangelizador de esos parajes en el siglo VI. Según su hagiografía, el religioso logró espantar a base de rezos a la bestia acuática (un antepasado, es de sospechar) que tenía en vilo al lugar.
Hubo en aquellos años treinta más de una toma borrosa y hasta alguna filmación, pero la estampa de Nessie que todos conocemos es la “foto del cirujano”.
El Loch Ness tiene treinta y cinco kilómetros de largo y solo tres de ancho. Al avanzar por la ruta que lo bordea, por momentos se tiene la impresión de que no va a terminar nunca. No es extraño entonces que con su extensión desmesurada, sus brumas invernales (inexistentes en aquel viaje: era verano) y la casi inaccesibilidad que tuvo hasta hace poco se tejieran sobre él toda clase de mitos.
Más allá de la imponencia del paisaje, el detalle notable de la región son los restos del castillo de Urquhart, ubicado en un promontorio triangular junto al agua. No queda más que una torre bastante derruida, alguna muralla parcial y la traza en el suelo de lo que fue la sala principal. No es Urquhart con su medievalismo para románticos, de todas formas, por lo que los turistas llegan Loch Ness. Se acercan a corroborar más bien una ausencia: la de su famoso monstruo. La paradoja tiene su razón. Como señala Pastoureau , especialista en heráldica medieval además de historiador de los colores: “Lo imaginario no es de ningún modo lo opuesto a la realidad. Forma parte de ella (…) Son muchas las personas que dicen haber visto al monstruo y creen en su existencia. Es un hecho: tales personas existen y deben constituir el punto de partida de toda reflexión”. Mi hija, impulsora principal de la visita, ya sobre el barco que nos llevaba de Urquhart a otro punto, lo expresó a su manera mientras trataba de ver el fondo impenetrable de tan azul: “Ya sé que no existe, pero ¿y si aparece?, ¿qué hacemos?”
La pregunta, a pesar del escepticismo declarado, flotaba en el rostro de todos los pasajeros, incluido el propio. Solo días después de la excursión, la BBC dio a conocer la investigación de un grupo neozelandés que se dedicó a catalogar todas las especies acuáticas existentes en el lago por medio del ADN recogido en sus aguas. Según esos estudios no había restos de plesosaurios ni de esturiones (modelos para Nessie), pero sí una cantidad enorme de material genético que revela una amplia presencia de anguilas. “No podemos descartar que lo que alguna gente dice haber visto sean anguilas gigantes”, indicó uno de los expertos, como para no quitarle todo el misterio al asunto y permitirnos seguir reencantando un poco el mundo.
¿Cómo se propagó la leyenda de Nessie? No tiene siquiera un siglo todavía. En 1933, cuando la primera ruta alrededor del lago empezó a popularizarlo, el matrimonio Mackay decidió hacer un alto para observar la caída del sol sobre su superficie. Fue entonces que vieron, según dijeron, producirse, no una, sino dos veces, un enorme remolino y que de él surgía un animal gigantesco, con algo de serpiente. Un periodista de la cercana Inverness, amigo de la pareja, después de recopilar más testimonios, publicó una nota sobre el fenómeno, que continuó alimentando las noticias durante semanas. Pronto, muchos empezaron a recordar viejas apariciones. La más histórica: la del monje irlandés San Columba, primer evangelizador de esos parajes en el siglo VI. Según su hagiografía, el religioso logró espantar a base de rezos a la bestia acuática (un antepasado, es de sospechar) que tenía en vilo al lugar.
Hubo en aquellos años treinta más de una toma borrosa y hasta alguna filmación, pero la estampa de Nessie que todos conocemos es la “foto del cirujano”.
La historia dice que la tomó un serio ginecólogo, Robert Kenneth Wilson, en 1934. Hay dos, pero una es la que vale: la que muestra un cuello largo y parte del lomo.
El reverso de la anécdota –nunca confesada– dice que un actor conocido quería jugarle una mala pasada al Daily Mail: con su hijo y un amigo escultor adornaron un submarino de juguete (incluido su periscopio de fantasía) y lo fotografiaron rápido, antes de que se hundiera. Wilson (más tarde prohibió que se asociara su nombre a la imagen) habría aceptado en son de broma venderle la foto al diario para que, tal cual hizo, la publicara.
Que durante tantas décadas se haya preferido no ver lo evidente, que se trata una burda falsificación, quizá ayude a explicar en parte el éxito de las teorías conspirativas y la actual proliferación de fake news.
Algo, igual, es cierto: el Nessie de la foto, en realidad minúsculo, debe seguir todavía –derruido como el Urquhart– en el fondo del lago. Solo hay que emprender la búsqueda.
“No podemos descartar que lo que alguna gente dice haber visto sean anguilas gigantes”, indicó uno de los expertos
P. B. R.
“No podemos descartar que lo que alguna gente dice haber visto sean anguilas gigantes”, indicó uno de los expertos
P. B. R.
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