¿Por qué la elegimos?
Las crónicas de Victoria Ocampo, muchas de las cuales están recogidas en los volúmenes de Testimonios (como esta, que integra la 7a serie) revelan a una observadora atentísima de fenómenos contemporáneos. Sus viajes a Estados Unidos fueron muy productivos en este aspecto; por ejemplo, escribió muy rápida y acertadamente sobre el jazz. Y también, aquí con Jean Cocteau, despliega una visión en espejo de Nueva York y París.
La buena lectura, una constante
Publicado originalmente el 17 de noviembre de 1963
Oí hablar del futuro autor de Le Coq et l’arlequin cuando no era célebre. Difícilmente hubiera podido serlo. Salía, como yo, y como quien lo nombra a menudo, Maurice Rostand, en toda su gloria, con Rosemonde y sus dos hijos, se alojaba en ese hotel. Nosotros, una familia argentina desconocida también. No pudiendo aspirar a conversar con el padre, conversaba casi diariamente con el hijo. Y el hijo me habló de Jean. No se trataba de su hermano, futuro divulgador de descubrimientos científicos. Se trataba de otro Jean. Jean Cocteau.
Cuando regresé a París, después de una ausencia de dos años, el nombre de Cocteau ya sonaba junto al de Strawinsky y Picasso
Diaghilev unió esos nombres. Desde luego, no intenté acercarme al amigo de Maurice. Andaba en compañía de dioses –me parecía–, aunque en esos años se ignoraba aún hasta dónde llegaría el endiosamiento del músico ruso y del pintor español. Yo no pasaba de ser una muchacha argentina sin títulos para relacionarme con esas testas coronadas.
Sin embargo, hacia 1930 ocurrieron milagros en mi vida. Uno de ellos fue conocer personalmente a Strawinsky y Cocteau. El poeta vivía entonces detrás de la Madeleine y allí lo visité. El vino a comer a mi departamento, Boulevard Flandrin. En una palabra, lo vi de cerca, lo oí. Y quien no ha oído a Cocteau, aunque lo haya leído, no tiene idea de su seducción. Su talento estaba en su palabra hablada, tanto o más que en su palabra escrita.
Durante los años de la segunda guerra mundial nos perdimos de vista. En 1948 estaba yo en Nueva York cuando leí en un diario que Cocteau acababa de llegar para el estreno de L’aigle à deux têtes. Hacía diez años que no me encontraba con él. Su presencia en Manhattan y su nombre me trajeron recuerdos punzantes de los años vividos en París. Un París radiante y frívolo. El París que silbaba el Sacre du Printemps, aplaudía
L’oiseau de feu y no quería saber nada del Strawinsky innovador que iba a revolucionar la música. El París en que Nijinsky, sin esfuerzo aparente, saltaba por una ventana en Le spectre de la rose, mientras el público asombrado jadeaba.
Sentí el vértigo que invariablemente nos da el pasado cuando lo miramos desde la torre creciente de los años. Tomé el teléfono y llamé al St. Regis donde se alojaba Cocteau. Nos citamos para tomar el té, allí, esa misma tarde. Llegué. Subí a su departamento. ¡Qué fuera de lugar me pareció aquel francés, precioso objeto de lujo de la rue de la Paix, en ese ambiente! Nos miramos. Nos abrazamos (¿pensaríamos en lo mismo?) como después de un naufragio.
Cocteau había envejecido sin cambiar. Su delgadez lo destinaba a las arrugas prematuras. Ya marcaban su cara afilada, inteligente como pocas, sensible. Era una cara descarnada, puro perfil. Reconocí sus recordadas manos de prestidigitador, su inquietud trepidante. En cuanto hubo pronunciado unas palabras, me transportó a otro continente, a otra época, a otro ritmo. Lo artificial parecía natural en él, y lo natural artificial. Rápido, cortés, burlón sin amargura, serio sin solemnidad, divertía divirtiéndose. ¡Francés! –pensé– ¡tan francés! Todo mi amor a Francia se me anudaba en la garganta.
En 1943, durante la guerra, pasé cerca de seis meses en Nueva York. La situación de Francia era trágica. Al encontrarme con la tapicería del Unicornio en los Cloisters, y después, en Chicago, con los ojos de las mujeres de Renoir (en una magnífica colección de impresionistas), casi había soltado el llanto. Esas salas asépticas de museos, relumbrantes de limpieza como salas de operaciones, me helaban. Francia estaba allí, pero como en un ataúd. Ya era Grecia. “Nous aures, civilisations, nous savons maintenant que nous sommes mortelles… Elam, Ninive, Babylone étaient de beaux noms vagues, et la ruine totale de ces mondes avait aussi peu de signification pour nous que leur existence même. Mais France, Angleterre... ce seraient aussi de beaux noms.” En términos menos precisos, estos pensamientos del querido Valéry me saltaban.
Todo museo, por perfecto que sea, y tal vez en la medida de su misma perfección, huele a cementerio. Cocteau, en un saloncito del St. Regis, hotel costoso, me hizo el efecto de estar en un museo, como la Caza del Unicornio y los Renoir. Oculté mi turbación. ¿Cómo iba a confesarla? Podía yo decir: “Me dan ganas de llorar. Me dan ganas de llorar las mujeres de Renoir en Chicago, el Unicornio en las barrancas del Hudson, y usted, querido Cocteau, en un hotel de Manhattan”. Felizmente, pronto me entraron ganas de reír, también. En vez de las agresivas corbatas norteamericanas. Con sus atrevidos dibujos y colorinches. El poeta llevaba una no menos llamativa, aunque de otro gusto. El nombre de su dueño estaba bordado encima en grandes mayúsculas: JEAN. Mientras estados de ánimos contradictorios me invadían, desplazándose unos a otros, Cocteau, ajeno a la emoción que su presencia despertaba, me contaba sus impresiones de Nueva York. No le gustaban los hoteles impersonales, repitió. En vista de lo cual me propuso que fuéramos a tomar el té a la casa de Lili Pons. ¿Me importaba esa modificación del programa? ¿Me molestaba? Visiblemente preocupado por el detalle, averiguó si yo era capaz de pagar un taxi dando la propina adecuada. La moneda norteamericana le resultaba un enigma. Quiso a todo trance que llevara en mi cartera su billetera repleta de dólares y que administrara los fondos. A él no lo entendían los chauffeurs de Manhattan, ni él a ellos. A renglón seguido y sin pausa desarrolló el tema de la propaganda mayoritaria de los Estados Unidos. Sus compatriotas, me dijo, no comprendían que se podía luchar contra esa propaganda con otra de carácter minoritario. Su corbata –pensé–. Incesantemente me preguntaba si no me fastidiaba acompañarlo a la casa de Lili Pons. Me pedía noticias de Igor (Strawinsky), a quien no veía desde hacía años. Igor estaba en California. Mala suerte. Volvió al asunto de la moneda incomprensible. Le prometí solucionar el problema, por lo menos en el recorrido entre el St. Regis y la casa de Lili Pons. Subimos por fin a un flamante taxi amarillo, recién salido de la juguetería que provee a Nueva York de taxis, sin duda. El portero del hotel, benévolo gigante de librea, nos abrió la puerta del auto y la mantuvo abierta, pacientemente, un buen rato, mientras Cocteau sacaba de su bolsillo un papelito arrugado, lo desdoblaba e intentaba leer una dirección al chauffeur. Este sacudía la cabeza. “Je vous l’avais bien dit”, dijo Cocteau triunfante. “Tu ne comprend pas”. Le pasó el papelito al portero. Cuando el auto se puso en marcha, Cocteau retomó el tema de los ininterrumpidos fracasos de esta índole que lo habían perseguido en Nueva York. Simulaba consternación, pero era visible que esos fracasos lo llenaban de un secreto regocijo.
El trayecto fue largo. Cocteau hablaba sin cesar, como todo buen francés o buen español que se han visto privados, durante un tiempo, del uso continuo de su idioma o han estado rodeados de personas que no todas lo comprendían bien. En esto, los franceses y los españoles, tan distintos, reaccionan de idéntica manera.
Hacía tiempo que yo no oía hablar un francés tan efervescente. La palabra de Cocteau, ágil como su pensamiento, me tomaba de sorpresa, como si nunca la hubiera saboreado. En la zona de otro paladar, era un placer semejante al de sentir crujir entre los dientes los cien cristales de azúcar que recubren esos perfectos damascos abrillantados que venden en cajas de madera blanca en París. Yo reía de puro gusto. De gusto por el gusto a Francia de todo aquello.
Llegados al suntuoso departamento de Lili Pons, un mucamo de librea (lujo desacostumbrado en Nueva York, excepto entre millonarios y estrellas) nos hizo pasar a un salón inmenso cuyas paredes cubiertas de cuadros modernos y costosos empezando por Braque, debían de representar centenares de miles de dólares, salidos de la garganta incalculable de Lili Pons. Los muebles también eran costosos. Muchas plantas. En resumen: buen gusto, salvo algunos errores debidos a la superabundancia de medios económicos. Además, el departamento tenía una vista magnífica. Toda East River. Cocteau empezó a examinar los cuadros connaisseur. Yo lo seguía. Nos interrumpió la llegada de una especie de dama de compañía o secretaria. Vino a anunciar que Mme. Pons estaba indispuesta por haber comido no sé qué pastel. Cocteau inmediatamente hizo un ademán de marcharse, pero la dama de compañía o secretaria se opuso. Mme. Pons se estaba vistiendo. Bajaría dentro de unos minutos. Cocteau dijo que por nada del mundo permitiría semejante cosa. No quería causarle a la gran diva la menor molestia. Le contestaron que Mme. Pons se molestaría mucho más si Cocteau se volvía a su hotel sin verla. En una palabra, esperamos. Al cabo de diez minutos que no me parecieron largos, pues cada objeto suscitaba algún comentario de Cocteau, festejado por mí, apareció la dueña de casa, deliciosa como un confite (no como un damasco abrillantado). Llevaba una ancha falda de satén gris perla y una chaqueta de tafetas cereza, muy Harper’s Bazaar. Advertí inmediatamente que ella y el autor de
Le Coq et l’arlequin se conocían poco. “Cher Jean Cocteau”, decía Lili; “Chère Lili Pons”, contestaba él. “Aquí está Victoria Ocampo, de Buenos Aires”, explicó Jean. Esto no explicaba nada, fuera de que yo venía de la tierra del Colón (no de Colón, naturalmente). Todos nos llamábamos por nuestros nombres y apellidos, como en las novelas rusas.
Lili Pons salía de gira al día siguiente. Jean hizo el elogio del suntuoso departamento. Lili, halagada, nos propuso mostrárnoslo. Aceptamos, después de preguntarle si el recorrido de tan vasta mansión no aumentaría el malestar producido por el inconsiderado y recalcitrante pastel –como decía Cocteau–. Pastel que no había querido permanecer en el estómago de la preciosa soprano, a pesar del honor que ese destino le deparaba: cambiarse en una aria, tal vez, y ser ovacionado por multitudes.
Yo miraba de reojo a Cocteau, obsesionada por una escena de Les Femmes savantes. La de la lectura del soneto “A la Princesse Uranie sur sa fièvre”.
Faites la sortir quoi qu’on die, De votre riche appartement, Où cette igrate insolemment Attaque votre belle vie…
El pastel, como la fiebre del soneto de Trissotin, se había portado con intolerable insolencia…
Quoi! Sans respecter votre rang. Elle s’en prend à votre sang…
Empezamos a recorrer el departamento, incluso los baños.
Si vous la conduisez au bain, Sans la marchander davantage…
pensé, sin poderme quitar el soneto de la cabeza y haciendo esfuerzos para transmitirle a Cocteau, por tele-pensamiento, estas reminiscencias clásicas.
Al fondo del comedor muy amplio, a cada lado de la mesa, dos grandes jaulas doradas nos llamaron la atención. Lili se dirigió a la de la izquierda y se puso a hacer trinos y gorgoritos en un pianissimo que hubiera desencadenado una catarata de aplausos en el Metropolitan. Los pájaros sorprendidos en su sueño (las jaulas estaban medio cubiertas) aletearon. “Vienen de su país”, aseguró Lili, dirigiéndose a mí, confundiendo, seguramente, la Argentina con Brasil o Guatemala. “¿Realmente?”, pregunté, sin saber a ciencia cierta si me tocaba admirar a mis compatriotas enjaulados, o murmurar, por modestia, que no los encontraba tan maravillosos. Después de haber saludado con una serie de gorjeos a los habitantes de la jaula izquierda, Lili, seguida por Cocteau y por mí, se dirigió a la jaula derecha. En ella vimos, solitario, a un magnífico papagayo. Lili parecía estar en muy buenos términos con el deslumbrante trepador de pico encorvado y temible. Empezó de nuevo a gorjear con brío y persuasiva suavidad. El pájaro respondió inmediatamente. Se esponjó, irguió su copete amarillo y ladeó la cabeza como prestando atención. “Qué humanos son los animales ¿verdad?”, dijo Cocteau. El papagayo pare ció querer dar un desmentido rotundo a esta observación, pues lanzó un ronco e inhumano: “All right”. Lili, satisfecha de haberle arrancado tan oportuna exhibición de inteligencia, continuó sus tiernos gorjeos, inclinando la cabeza junto a la jaula. Una cabeza muy bonita, por cierto. Jean prosiguió: “¿Saben ustedes por qué Jean [se refería a Jean Marais] no ha aceptado ningún contrato para filmar en Hollywood? Por su perro. Por no separarse de él. No lo dejaría por nada”. Lili Pons, sorprendida, interrogó: “¿Y por qué no podía traerlo? ¿Quién se lo impedía? Yo viajo con mis pájaros. Es más incómodo. Tengo jaulas especiales para viajar”. Cocteau pareció a su vez sorprendido por tamaña incomprensión: “Qué ocurrencia, Lili Pons –dijo–. ¿Qué habría hecho el perro de Jean en América? Piense un poco. No hubiera podido soportarlo.” Lili se mostró algo chocada. Sus pájaros se encontraban a gusto donde ella iba. ¿Acaso el perro de Jean Marais era más delicado o exigente? ¿Sentía hostilidad hacia el Nuevo Continente? ¿O desprecio, quizá? Cocteau salió en defensa del perro. No era un animal despreciativo. Tenía buenos sentimientos y buenas maneras. “Pero –agregó– ¿qué habría hecho, solo con su alma, en un hotel americano, fuera de su ambiente, mientras Jean pasaba horas en el studio? El pobrecito se habría muerto de nostalgia.” El perro de Jean era un animal sensible. El trasplante a América le hubiera costado la vida. Lili no aceptó esa tesis. Si sus pájaros sudamericanos soportaban plácidamente grandes dosis de Norteamérica, bien hubiera podido soportarlas un perro. ¿En qué se mostraba superior ese ejemplar de raza canina a sus extraordinarias aves? Mientras tanto, el papagayo pareció comprender, con su instinto de papagayo, que su persona estaba en tela de juicio. No cesaba de puntuar lo que decían ambos interlocutores, articulando unos “all right” cada vez más roncos y precipitados. En realidad, tuvo la última palabra, pues cuando salimos del comedor sus “all right” nos persiguieron por un trecho. Excitado por la conversación que había interrumpido su sueño, ya no callaba.
Fuera de la historia del perro y de su imposible aclimatación, la verdad es que no encontramos tema de conversación que cuajara. Nos sirvieron un buen té inglés, con torta (hubiéramos desconfiado, ese día, de los pasteles). Nos despedimos al cabo de ese “goûter” que no compartió Lili. Cuando nos despedíamos de la solícita dueña de casa, nos dijo: “Toquen tal timbre, que está en el ascensor. Los esperará un taxi en la puerta de calle.” Al cerrarse la puerta del ascensor, Cocteau me pidió que tocara yo el timbre. “Estoy seguro de que yo no acertaría –me dijo–. Todo esto es demasiado maravilloso a la manera americana. Y si me equivoco de timbre ¿dónde iríamos a parar? Mi equivocación sería funesta. Usted está más acostumbrada a estas costumbres. En el fondo, todo este sistema de timbres me espanta”.
Toqué el timbre, “con arrojo” –dijo Cocteau–. Y por arte de birlibirloque un taxi nos esperaba en la puerta. Volvimos al St. Regis sin inconvenientes, en un viaje aun más prolongado por el heavy traffic. Cocteau, de muy buen humor, me volvió a dar la billetera que le había devuelto. Al llegar al hotel pagué el taxi, explicándole, con las monedas en la mano, qué fácil era calcular el tanto por ciento de propina. Cocteau, sonriente, sacudía la cabeza con incredulidad. Creo que no prestó la menor atención a mis explicaciones. Nos despedimos y se lanzó en la puerta giratoria del hotel como las écuyères, cuando toman su envión para atravesar los aros que les presentan en el circo, mientras galopan, de pie, en un caballo blanco. ¡Hop! Desapareció gritándome que le diera un abrazo a Igor.
Volví a pie a mi hotel. Quería caminar. Es la mejor manera de pensar en estilo taquigráfico. Caminaba y pensaba: “Cocteau de mi juventud. Juventud. París de Cocteau. Querida juventud. Querido Cocteau.
Querido París. Queridos libros. Querida vida. Queridas ilusiones. Queridos sueños de poeta más sólidos que la realidad. Cocteau de París. París de Cocteau.” Sonámbula iba yo por las calles de Manhattan, calles de una ciudad que también quiero, pero que se me había borrado por el momento. Otra ciudad lejana la reemplazaba. Sonámbula subí hasta el “hall” de Waldorf: atravesé el hormiguero de “conventions”. Al entrar en el ascensor, me despertó una voz: “Watch your step”. Volví a América. La voz no era la del papagayo de Lili Pons. Pero la repetición de la clásica advertencia tenía una monótona frecuencia y regularidad dignas de formar parte del repertorio de mi compatriota enjaulado.
Intermitencias, síncopes, fallas del corazón humano, locuras benditas de los poetas, pensé. Dos horas de Cocteau habían bastado para cambiar la atmósfera. Me habían desintoxicado de falsas realidades. Me habían hecho caminar en el aire como si fuera una materia sólida. Evasión de las leyes de gravedad.
No volví a ver a Cocteau. Otras corrientes me arrastraron hacia otros mares de la poesía. Pero nunca dejé de recordarlo con admiración y nostalgia. Nostalgia, porque formó parte, en mí, de la gloria de ser joven. Está presente en mí como, a pesar de los años, sigue presente mi juventud. Cocteau fue mi compatriota en ese país: fuimos jóvenes en la misma época. Vimos las eternas nubes a la misma hora, en el cielo eterno. Pero la hora fue nuestra. Oímos soplar el viento eterno en los mismos árboles. Pero los árboles fueron nuestros. A nuestras vidas se asomaron las eternas flores y las eternas mareas. Pero los pétalos que se marchitaron y el movimiento de las crecientes fueron nuestros. Tuvieron, para nosotros, que somos instante, el rostro inolvidable del instante, sin dejar de ser eternos.
Y porque Cocteau era mi compatriota en el tiempo, me basta releer cualquier línea de su obra, insignificante tal vez para otros, como ésta: “Era en 1910. Nijinsky bailaba Le spectre de la rose”, para que surja en mí el instante-eternidad que nos unió. De instantes vive en nosotros, como en quienes nos preceden y nos siguen, lo eterno.
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