Un Estado fallido que hace inviable a la Argentina
Néstor O. Scibona
Desde hace algo más de una década, al sector público nacional le faltan cada año unos 30.000 millones de dólares para cubrir su déficit, que se convirtió así en un problema estructural crónico y sigue sin ser resuelto por la dirigencia política argentina.
No hace falta mucha memoria para recordar esta secuencia, que arranca con la duplicación del gasto público respecto del PBI en el período 2006/2010 pese al fuerte aumento de la presión tributaria. Cristina Kirchner lo financió con emisión monetaria y la venta de un considerable colchón de reservas del Banco Central hasta que se le acabaron, tras haber impuesto el cepo cambiario al comenzar su segundo mandato para mantener al dólar planchado y devaluar 24% el peso a comienzos de 2014. Mauricio Macri levantó el cepo a fin de 2015 -con devaluación de 30% incluida-, pero tapó el agujero fiscal con deuda externa hasta que se le cortó el crédito y debió recurrir de apuro al auxilio del FMI. Y Alberto Fernández, después de la devaluación de 33% post-PASO y la fuga de depósitos en dólares, arrancó su gestión con un cepo recargado, tuvo que enfrentar el shock económico del Covid-19 y, pese a haber despejado por tres años el riesgo de default, no tiene otra opción que financiar el mayor déficit con abundante emisión de pesos. Este cóctel se traduce ahora en la pérdida de las escasas reservas netas heredadas aún con superávit comercial y una corrida cambiaria en medio de una fenomenal crisis de confianza interna y externa
La pandemia no sólo agravó la fragilidad macroeconómica que hace años mantiene a la Argentina en estanflación, con baja inversión y nula creación de empleos privados. También la cuarentena dejó a la vista otros problemas crónicos: pobreza; fractura social y política; proliferación y superposición de impuestos que nunca bajan; alto empleo informal; economía en negro; déficit de vivienda, salud pública y servicios básicos acentuado por la concentración demográfica; baja calidad educativa, brecha digital, inseguridad, narcotráfico y desconfianza en la justicia. Para colmo, el fracaso del Gobierno en el manejo de la crisis sanitaria es acompañado por acciones políticas que aumentan la debilidad institucional, ponen en jaque al sistema republicano, el federalismo, la libertad de expresión y hasta el derecho a la propiedad, vulnerado incluso por funcionarios que participan de la usurpación de tierras.
Por eso en ambientes académicos y empresariales se habla cada vez más del "Estado fallido" que no cumple o desvirtúa sus funciones básicas, como interpretación alternativa a la "Argentina inviable" que plantean quienes se van o piensan irse del país o se resignan a un futuro de fracaso para sus hijos y/o nietos.
Este enfoque considera que la Argentina sigue siendo un país con gran potencial productivo, recursos naturales, capital humano, entramado industrial, capacidad de innovación, adaptación a los cambios tecnológicos y hasta un considerable nivel de ahorro en dólares, aunque fuera del circuito económico para protegerse de las sucesivas estafas perpetradas por el propio Estado. Pero si no logra ordenar sus cuentas y movilizar ese potencial a gran escala para volver a crecer, tampoco podrá revertir el rumbo de decadencia que condujo al estancamiento del PBI per cápita por más de cuatro décadas y detuvo la movilidad social ascendente.
Como un fantasma, el Estado fallido aparece a cada momento y en cualquier lugar. A lo largo de ese período destruyó la moneda (salvo con el costoso experimento de la convertibilidad apoyado en fuerte endeudamiento externo); ni ha logrado financiarse de forma sustentable (excepto con el superávit poscrisis de 2002 que quedó diluido en 2008/2009). Es responsable además del alto "costo argentino", que le resta competitividad a una economía transformada de hecho en bimonetaria.
Desde el retorno de la democracia, hace 37 años, el peronismo gobernó en casi 25, que alternaron privatizaciones y estatizaciones, apertura e intervencionismo; y, en los 12 que correspondieron a la oposición, dos presidentes (Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa) no pudieron completar sus mandatos debido a graves crisis de gobernabilidad, en ambos casos fogoneadas por el PJ.
Una constante de esta etapa ha sido y es el continuo péndulo de políticas económicas, como si en cada cambio de turno en una fábrica o escuela se hiciera lo opuesto y con reglas diferentes al anterior. Otra -más reciente-, son los gabinetes nacionales con más de 20 ministros y abundancia de cargos políticos de dudosa necesidad con altos sueldos, por encima de una burocracia que no dejó de crecer en detrimento de servicios esenciales y disimulada dentro de la enorme masa de gasto público en asistencia social generado por un país que no crece. En cambio, quedaron incólumes todos los impuestos de emergencia, más los aumentos en los que gravan el consumo (y representan entre 40 y 70% del precio final); un sistema electoral tan anacrónico como la legislación laboral y el esquema de procedimientos judiciales diseñado para demorar más de 20 años las sentencias por corrupción. Los intentos de Macri para reformar estos tres últimos chocaron invariablemente contra la mayoría opositora en el Congreso.
El problema ahora es que el gobierno de Alberto Fernández reivindica al Estado fallido e inviable con un relato ideológico que no se corresponde con la realidad y Cristina Kirchner convalida con su estruendoso silencio, tras haber ubicado a militantes de La Cámpora y el Instituto Patria en las segundas líneas y al frente de organismos clave.
Si a este factor de desconfianza se suman el implícito apoyo al régimen de Maduro; las movidas judiciales de CFK para lograr que no sólo la absuelva la historia; la creación del NOdio para monitorear la información periodística (en la Defensoría del Público Audiovisual del Congreso, que tiene 133 empleados); la tolerancia oficial a las tomas ilegales de tierras; la falta de un plan económico y la inflación reprimida por congelamientos de tarifas y precios máximos, se entiende por qué las cotizaciones alternativas del dólar escalaron a niveles de crisis. El economista Carlos Melconian calcula que el récord anterior, alcanzado en la Guerra por las Malvinas, equivaldría esta semana a 146 pesos, aunque el tipo de cambio oficial se ubica en términos reales en el promedio histórico.
Cuando el ministro Martín Guzmán afirmó ayer por radio que no habrá devaluación (en realidad un salto cambiario, porque el peso se deprecia todos los días) y le preocupa la brecha cambiaria por el "desanclaje de expectativas", admitió además que la grieta política tiene un costo económico, aunque dijo que el Gobierno no la fomenta (sic).
El clima local de desconfianza se trasladó al staff del FMI, que hace unos días pidió una hoja de ruta y luego un "consenso amplio" para apoyar un programa coherente que permita extender los pagos por US$44.000 millones que vencen entre 2021 y 2023. Esto implica un doble mensaje para el Gobierno: antes deberá zanjar sus diferencias internas, que complican cualquier acuerdo con la oposición y también reformular el proyecto de presupuesto para 2021. De ahí que Guzmán pasó a hablar de un sendero de acumulación de reservas y de un programa fiscal a tres años para reducir el déficit, que se financiaría con mayor colocación de deuda en pesos y menor emisión. También de políticas de Estado y no de gobierno para ser discutidas en el Congreso. Por lo pronto, el Fondo habría objetado el gasto de 2% del PBI en obras públicas distribuidas a dedo entre las provincias. Pero no descartaría como contrapartida un desembolso que podría ser de US$ 3000 millones (por asistencia Covid) o los 5400 millones retenidos tras el fracaso del acuerdo con el gobierno de Macri. Una zanahoria irresistible en las actuales circunstancias.
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