sábado, 19 de diciembre de 2020

TRAGEDIAS....


Un patio cubierto de cuerpos que no respiran
La autora, parte de la generación que vivió la tragedia de Cromañón, la revive tiempo después
CAMILA FABBRIFragmento de El día que apagaron la luz, de Camila Fabbri (Seix Barral)
Una sala blanca con luces de tubo que parpadean porque se les adhieren bichos atontados. Es un viernes cerca de las once de la noche. Hay guardapolvos blancos y verdes, en algún que otro momento se ve la ráfaga de un ambo azul. No son solo especialistas de guardia, hay muchos más. Llegaron de barrios alejados porque debían estar acá. Algunos ya se estaban quedando dormidos y recibieron llamadas de urgencia que los sacaron de sus camas.
Ahí afuera, en el patio descubierto, un perro lobo aúlla como si se le fuera a salir la garganta. Se puede oír su lamento recostado al lado de un plato de arroz frío que alguien le dejó. Es un perro de nadie. El patio cubierto y el descubierto del hospital Ramos Mejía está plagado de gente que probablemente no esté respirando. Muchos llevan remeras con inscripciones de bandas de rocanrol. Algunas estampas son frases en relación al amor y a la supervivencia: “Inoxidable pasión, Luchando sin atajos los invisibles, Vivir solo cuesta vida, Todo pasa”. Las remeras están mojadas y recubiertas de una pasta negra parecida a pomada para lustrar zapatos. [...]
Los camilleros descargan jóvenes que parecen embarrados, así como luciría un velocista que corrió su primera carrera y se deshidrató. Los cuerpos jóvenes no deberían inundar los hospitales, pero eso es lo que pasa esta noche de treinta y cinco grados de calor.
Médicas ponen máscaras de oxígeno y cánulas nasales sobre los rostros de unos quinceañeros, enfermeros toman pulsos en cuellos y mentones. Que todo parezca lo mismo, una y otra vez: un campo de batalla de caballos jovencitos que corrieron poco, recostados en el pasto a la luz de una luna pobre, de ciudad.
Si uno detiene el oído un instante, si uno logra despejar el sonido de las ambulancias, del perro lobo, del diálogo de los especialistas, de los canales de televisión; si uno realmente logra ese nivel de desprendimiento sonoro, se encuentra con que suenan varios teléfonos celulares. Primero uno, después otro, sin interrupción. Algunos ringtones se parecen entre sí, o quizás sea el mismo, los modelos de estos celulares no varían mucho sus funciones. Los Nokia 1600, los 1100 o los Motorola C200 están en sus bolsillos. Nadie atiende esas llamadas.
En otro plano, esta misma noche, un cúmulo de familiares disca un código numérico una y otra vez para saber si su hijo, hija, amigo, amiga, está bien. De vez en cuando algún enfermero o camillero logra captar una llamada pero es inútil. No hay nada que decir. El cuerpo médico no puede nombrar. El sonido de los teléfonos en aumento es una especie de orquesta, una banda musical, un grupo de rock.

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